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Indice

Sinopsis Créditos Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28 Capítulo 29 Capítulo 30 Capítulo 31 Capítulo 32 Capítulo 33 Capítulo 34 Capítulo 35 Capítulo 36 Capítulo 37 Capítulo 38 Capítulo 39 Capítulo 40 Capítulo 41 Capítulo 42 Capítulo 43 Capítulo 44 Capítulo 45 Capítulo 46 Biografía de la autora

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Sinopsis

a historia gira torno a dos mujeres: una pistolera mortal amargada por las injusticias de su pasado, y una suave soñadora que trata de escapar de los horrores de su presente.

Sus destinos se cruzan una tarde fatídica cuando la temida forajida toma la decisión de rescatar a una joven en apuros. Por su parte, Josie Hunter considera el breve encuentro llegado a su fin cuando la chica está a salvo, pero Rebecca Cameron tiene otras ideas...

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Creditos

Traducido por Garban y Xirant Corregido por Dardar

Diseño de documento por Dardar Diseño de portada por Xirant Editado por Xenite4Ever 2015

Título original: Josie and Rebecca: The Western Chronicles

Nota de la última traductora:

Este último esfuerzo va dedicado a Garban, por todo el enorme trabajo que hizo.

Sin tu parte este texto no hubiera llegado hasta nosotras. Yo sólo terminé el camino.

Xirant

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SOLA

os últimos rayos del sol cruzaban el solitario cañón, convirtiendo las rocosas paredes en un impresionante tapete en tonos anaranjados y marrones. Una solitaria jinete, sentada en lo alto de su dorada yegua, cabalgaba con su pelo azabache cayendo despreocupadamente sobre sus hombros. El ala de su negro Stetson, la protegía de la brillante bola de fuego que la cegaba mientras buscaba algún lugar seguro donde dormir. Descubrió una pequeña cueva a lo lejos y se inclinó para susurrarle a su montura.

− Vamos Phoenix. Un poco más y descansaremos.

Josie espoleó al caballo por el angosto camino con sus ojos alerta en todo momento. Habían pasado tan solo seis semanas desde que su banda había sido cazada en una emboscada mientras intentaban asaltar un tren en Missouri. Gracias a su agilidad mental y a sus pistolas, había conseguido mantenerse viva. Esperaba que Henry y Jonah también hubieran escapado. Los había visto dispersarse en direcciones opuestas para distraer y alejar de ella a las autoridades. Además, sabía que la emboscada había sido organizada por uno de sus hombres en un intento de matarla, seguramente, para cobrar la recompensa que existía por su cabeza. Haber sido vendida por mil dólares por con quien había cabalgado durante más de dos años, todavía le revolvía el estómago. Cuando había terminado de organizar el que sería su último golpe a un tren, no podía imaginar que antes de que finalizara el día, tendría que salir huyendo para salvar su vida con toda una caballería pisándole los talones, y sin saber la suerte corrida por sus otros dos compañeros de confianza.

Cuando llegó a la entrada de la cueva, Josie desmontó y le quitó a Phoenix la silla de montar junto con todos sus otros pertrechos y alforjas. Ató la yegua a un árbol cercano y ésta inmediatamente comenzó a roer la hierba que crecía alrededor.

La asaltadora cargó las pocas pertenencias que tenía y las llevó al interior de la fría cueva. No quedaba demasiado en las alforjas, ya que la

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mayoría de las provisiones se quedaron esparcidas por el suelo en su huida y el fallido asalto al tren. Una vez acomodada, con un pequeño fuego con el que protegerse del frío, Josie comenzó a hacer inventario de todo lo que le quedaba, comenzando por sus ropas. Llevaba puestas sus botas negras, adornadas con unas espuelas plateadas cuyo sonido inconfundible era capaz de intimidar al más fiero de los bandidos. Sus piernas estaban cubiertas por unos mugrosos pantalones negros de algodón y, una fina camisa negra de manga larga y un chaleco de piel ceñían su torso. También llevaba un cinturón que le servía para algo más que sujetar sus pantalones, con un bolsillo secreto donde escondía una pequeña navaja. Si le atasen las manos a la espalda, el bolsillo quedaría en un lugar de fácil acceso. Ese pequeño secreto le había salvado la vida en más de una ocasión. Un sucio pañuelo gris le rodeaba el cuello y su negro Stetson descansaba cerca de ella. Éstas eran las únicas ropas que ahora tenía.

Sus armas eran las posesiones más preciadas que conservaba. Dos Colt Peacemakers reposaban, siempre inquietas, en sus fundas a lo largo de sus piernas y sujetas por un cinto a sus esbeltos muslos. Un Winchester 73 en una funda de piel que todavía estaba sujeto a la silla de montar. A Josie le quedaban menos de seis balas con qué utilizarlo al haber gastado el resto en su huida. Cada bota contenía un cuchillo Bowie y todavía conservaba su látigo, a pesar de que aparentaba más corto que cuando era nuevo.

Rebuscando entre su alforjas nuevamente, no encontró dinero ni carne seca, nada en absoluto que pudiera usar. Solo una botellita de tinta y una pluma gastada en un saquillo y un tenedor y una cuchara en otro. Tampoco tenía ninguna sartén u olla donde cocinar algo para comer. Quitándole la funda de piel a su cantimplora, puso el recipiente junto al fuego y calentó un poco de agua. Deseaba tener más de una cantimplora. Los días eran demasiado calurosos como para cabalgar y necesitar rellenarla al menos en dos ocasiones. Josie había seguido el cauce seco del río sabiendo que, posiblemente, daría con algún pueblo. Sin ninguna manta con la que cubrirse, apoyó su cabeza sobre la silla de montar, y se preparó para dormir un poco.

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El rescate

osie puso a Phoenix al galope en dirección a los gritos de auxilio de una mujer que se escuchaban a lo lejos. Se bajó del caballo de un salto y, con el sigilo de un gato, se arrastró hasta el borde del claro de donde provenían los alaridos. Vio a dos desarrapados hombres sujetando a una joven y, a un tercero, que le manoseaba el pecho. − ¿Por qué no os metéis con alguien de vuestro tamaño, chicos?−. Su voz paralizó al tercer hombre, quien se giró y buscó su pistola para desenfundarla. Las manos de Josie fueron más rápidas y logró dispararle dos veces antes incluso de que este hubiera terminado de sacar su arma. Los otros dos soltaron a la mujer y buscaron sus pistolas. La rápida mujer disparó dos veces más logrando abatirlos. A decir verdad, podía haber matado al primer hombre de un solo disparo, pero sentía que quería atravesarlo con una segunda bala por haber intentado violar a la aterrorizada mujer.

La rubia mujer permanecía en el suelo en posición fetal. Josie no podía verle la cara ya que ésta permanecía oculta tras sus manos. Pero la salvadora podía asegurar que estaba llorando. Encogiéndose de hombros, la pistolera se giró y se dirigió hacia donde los hombres yacían sobre sus propios charcos de sangre. Apartó de una patada las pistolas de sus cuerpos, y les registró los bolsillos en busca de algunas monedas o algo que pudiera serle útil. El que había intentado arrancarle las ropas a la joven tenía un bolsillo lleno de dinero confederado. Con un movimiento de negación de su cabeza, Josie lanzó los billetes sobre la inerte figura del suelo.

− El Sur no se levantará otra vez…y tú tampoco lo harás, Johnny.− Se irguió y silbó fuertemente. Phoenix paró de masticar la hierba y trotó obedientemente junto a su dueña. La pistolera colgó los tres cinturones con sus pistolas de su silla de montar, y metió las monedas y dos cuchillos que le había cogido a los hombres, en sus alforjas. Después de asegurar las riendas, puso el pie en el estribo y subió elegantemente a la silla de montar. Hizo chasquear su lengua y el caballo comenzó a trotar. El sonido de los cascos perturbó el estupor de la muchacha.

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− ¡Espera!−, gritó la mujer mientras se alzaba sobre sus pies.− No puedes dejarme aquí, − dijo mirando la sangre que manaba de los hombres muertos en el suelo. − Por favor, − añadió despacio.

El agudo oído de Josie captó el miedo absoluto y la llamada de socorro en la voz de la joven. Soltando el aire por la boca, tiró de las riendas del caballo y lo hizo andar hasta situarse junto a la mujer.

− ¿Cuál es tu nombre, chica?−, preguntó con su tono de voz más intimidante.

− Re-rebeca, − tartamudeó mirando hacia arriba a la mujer que le había salvado la vida. Vestida toda de negro, a excepción del pañuelo al cuello, la alta mujer parecía la misma muerte a los ojos de la inexperta granjera. El único indicio de humanidad que podía ver en el cincelado rostro de su cara eran sus penetrantes ojos azules.

− ¿Tienes una casa por aquí?−. Preguntó la pistolera. − N-no. Vivo en Chancetown.

Josie refunfuñó para sus adentros. Chancetown estaba a varias horas a caballo en la dirección opuesta. Mirando alrededor, la jinete no vio signo alguno de caballos.

− ¿Dónde están sus caballos?, − preguntó.

− Uh…− Rebeca agitó su cabeza.− Tenían un carromato…pero no sé… − Voy a echar un vistazo a ver si lo encuentro. ¡Quédate aquí!− ordenó Josie a la vez que arreaba a Phoenix y se dirigía hacia la pradera.

Pasaron dos horas antes de que regresara. Rebeca estaba sentada, una vez más, hecha un ovillo y tan lejos como le era posible de los hombres que yacían muertos en el suelo. Cuando se acercó, Josie advirtió que los buitres comenzaban a sobrevolarlos formando círculos. Detuvo el caballo delante de la joven. Rebeca alzó la cabeza sin decir nada.

− Encontré el carromato. Se había despeñado por el barranco. Tuve que sacrificar los caballos.

− ¿Cómo volveré a casa?− preguntó Rebeca en un susurro a punto de quebrársele la voz. Nunca antes había estado lejos de su casa, y ahora estaba con una mujer que acababa de matar a tres hombres.

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Josie señaló con su dedo en dirección a la ciudad más próxima. − Ve en aquella dirección. A pie no tardarás más de un día en llegar. La muchacha asintió con la cabeza y lentamente comenzó a alejarse. Josie se debatió en una lucha interna consigo misma durante unos minutos antes de indicarle a Phoenix que siguiera a la chica hasta alcanzarla. Rebeca se detuvo cuando la mujer de negro desmontó de su caballo.

− Sube, te llevaré hasta las afueras del pueblo.

Rebeca miró hacia arriba en dirección a la majestuosa yegua. − Él es enorme.

− ¡ELLA es un caballo!, se supone que tienen que ser grandes, − gruñó Josie.

Rebeca se movió rápidamente para poner el pie en el estribo. Pero su largo vestido y la parte baja de sus enaguas hacían ésta tarea imposible. Josie la agarró y la tiró al suelo.

− Abre las piernas.

Rebeca la miró horrorizada. Josie le cogió un tobillo y le separó las piernas. Antes de que la joven pudiera protestar, sacó un cuchillo de su bota y traspasó el material desde la cadera hacia abajo llegando a la altura de las rodillas. Después de guardar su cuchillo, agarró la falda rasgada con ambas manos y tiró hasta terminar de hacerla jirones.

− Ponte de pie.− Josie no hizo el menor esfuerzo en ayudar a levantarse a la horrorizada joven.

Rebeca se levantó, todavía bastante asustada de la pistolera. Josie alzó a la rubia hasta ponerla sobre la silla de montar y luego subió ella colocándose detrás.

Los desgarrados bajos del vestido de la joven se agitaban por el viento mientras cabalgaban hacia Chancetown. Rebeca se agarraba con ambas manos a la silla de montar, mientras los cascos del enorme caballo se iban comiendo el largo camino. Las manos de Josie descansaban sobre sus propios muslos, mientras sujetaba con la mano izquierda las

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riendas. Nunca se encontraba cómoda con el contacto físico a no ser que se tratara de una pelea. La asustada muchacha necesitaba ser reconfortada, pero ésta era una habilidad que los forajidos no habían desarrollado todavía. Todo lo que quería era llevar a la rubia a su casa y, después, volver a sus propios asuntos.

− Um… ¿puedo preguntarte algo?− dijo Rebeca tímidamente. − Acabas de hacerlo − respondió irónicamente.

− Oh, bien, creo que lo hice. Me-me preguntaba cómo te llamabas. Así podría agradecerte adecuadamente el haberme salvado la vida.

− ¿Estás segura de que quieres saberlo, chica? − se mofó Josie. La joven sentada delante de ella asintió con la cabeza −. Mi nombre es Josie Hunter.

Rebeca se puso rígida y se agarró aún más fuerte a la silla de montar. − Josie Hunter, ¿la forajida? ¿El Terror de los Trenes?− Se detuvo cuando se dio cuenta de que quizás, esos apelativos, no le sentarían bien a la mujer armada que tenía justo detrás.

− La misma, − contestó Josie.− ¿Alguna pregunta más? − ¿Qué?, oh, no Jo… quiero decir…

− Quieres decir que vas a quedarte calladita, y que no me molestarás o si no te mataré sin siquiera pestañear − dijo Josie firmemente.

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Chancetown

ebeca tenía ya los nudillos blancos de agarrarse tan fuerte a la silla de montar. Josie tiró de las riendas al ver los primeros signos de civilización. Sin decir una sola palabra, desmontó y esperó a que la joven mujer hiciera lo mismo para así tomar su propio camino. A Rebeca le llevó un momento soltarse de su agarradero y desmontar.

− Espera, no vas a dejarme aquí sola, ¿verdad? − Chancetown está ahí mismo.

Josie arreó a Phoenix y comenzó a alejarse, dejando a la rubia allí de pie. La rubia se dio la vuelta y se encaminó hacia su pueblo no tan excitada como debería estarlo, sabiendo muy bien la razón del por qué.

Cuando Rebeca llegó a la calle principal, no sabía decir qué, pero observó que la gente se paraba para mirarla descaradamente. La mujer del dueño de la tienda de alimentos la reconoció, y cubriendo sus hombros con una manta, acompañó a la maltrecha joven a la casa del doctor. El doctor mandó a su hijo a casa de la joven para informar a la familia de que su hija se encontraba allí. Mientras esperaba a que la examinaran, se miró en un espejo y entendió por qué todo el mundo parecía tan preocupado. Iba hecha un desastre. Su vestido estaba completamente arruinado por culpa del cuchillo de la forajida y salpicado de las manchas de sangre de aquellos hombres. Llevaba todo el pelo alborotado y trocitos de hierba se adherían a él. Rebeca tuvo que protestar vigorosamente para convencer al doctor de que no había necesidad alguna de hacerle una exploración íntima. El Sheriff llegó al mismo tiempo que sus padres. Su madre echó un rápido vistazo a sus ropas destrozadas y rompió a llorar. Su padre la miró con el ceño fruncido.

− ¿Cómo has podido permitir que te pasara algo así?− bramó mientras daba un paso más cerca de ella con el brazo alzado. El Sheriff Shelman se interpuso entre ambos.

− Cálmate Caleb. Todavía no sabemos lo que ha pasado. No tiene sentido azotar a la chica por algo que no conocemos si ha hecho o no. El fornido Sheriff esperó hasta que el enfadado hombre comenzase a bajar su mano, para entonces encarar a Rebeca, que se encontraba envuelta en el fuerte abrazo de su madre.

− Chica, ¿qué te ha pasado?− preguntó.

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A Rebeca le tomó un momento deshacerse de los brazos de Sarah. − Me encontraba en los pastos cuando tres hombres en una caravana se detuvieron y me preguntaron si podía decirles cómo llegar a Chancetown. Mientras se lo estaba indicando a uno de ellos, los otros dos vinieron por detrás y me agarraron. Me tiraron dentro del carromato y me llevaron con ellos. Yo…− fue interrumpida por la enfadada voz de su padre.

− ¿Y se lo permitiste?− gritó al tiempo que avanzaba un paso en dirección a ella. El Sheriff volvió su cabeza y le ofreció una mirada de advertencia.

− No se lo permití − gritó.− Intenté escaparme, pero eran tres y…

− ¿Te hirieron, niña?− preguntó Sarah a su hija con cierto tono de preocupación en su voz.

− Iban a hacerlo. Pero me salvaron.

− ¿Te salvaron?− preguntó su padre incrédulo.− ¿Quién te rescató?

− Josie Hunt…− comenzó a decir el nombre completo, pero entonces, se detuvo segura de lo que la pistolera le haría si se enterara de que le había contado al Sheriff que rondaba por la zona. Inmediatamente añadió…− Creo-creo que ese es el nombre que me dijo. Pero estaba tan aturdida que quizás no lo entendí bien.

− ¿Estás intentando decirnos que Josie Hunter te salvó?− dijo Caleb muy enfadado.− ¿Arrastrarme hasta aquí por un sinsentido de éste calibre?− Miró entonces a su mujer.− Todo esto es por tu culpa. Por dejarla soñar despierta y permitirle leer todos esos libros. Nada bueno puede venir de leer libros. Debería estar aprendiendo cómo ser una buena esposa en lugar de tener la nariz, todo el día, pegada a esos malditos libros.

− Pero padre, yo…− una sonora bofetada la hizo callar inmediatamente. Sarah gritó, pero no hizo nada para detener a su esposo.

− ¡Mírate!− le señaló su desaliñado pelo y sus ropas harapientas − porque no hay mucha diferencia entre tú y las furcias que trabajan en el saloon.− Agarró a Rebeca del antebrazo apretándolo dolorosamente.− Sube inmediatamente al carromato, chica. ¿Me oyes?

− S-sí. Me hace daño.− Se quejó mientras se le clavaban sus dedos en la piel. Sarah sabía que era mejor no intervenir. Dio unos pasos atrás y rezó para que su marido no la golpeara en frente del Sheriff.

− Te voy a golpear como nunca cuando volvamos a casa − le susurró al oído, de modo que solo Rebeca pudiera escucharle. Las visiones de su padre

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azotándola pasaron por su mente. Comenzó a agitar la cabeza y a forcejear para soltarse.

− No, padre, por favor. No hice nada malo.

− Estás mintiendo, chica. Inventando historias de forajidas que te rescatan. Porque incluso yo sé que, esa zorra asesina, ha matado junto con su banda a todo ser humano que se interponía en su camino. Es un demonio. Y de ninguna manera iba a arriesgar su pellejo por salvarte a ti.− La abofeteó antes de subirla al carromato y, a empujones, la envió a la parte de atrás. Ni siquiera se molestó en ayudar a subir a Sarah. El Sheriff Shelman se acercó y en silencio le ofreció la mano. Caleb se acomodó en su lado y agitó las riendas ignorando las lágrimas de su hija.

El Sheriff los observó alejarse. Sus ojos mirando los tristes verdes en la parte trasera del carromato. El Doctor Thompson se acercó a él.

− ¿Cree que estaba diciendo la verdad?− preguntó el Sheriff.

− Es difícil de saber. Pero si era cierto, sería mucho mejor que en estos momentos estuviera con esa forajida que con su padre. El Doctor decidió no comentar los moratones descoloridos que había encontrado por todo el cuerpo de la joven cuando la examinó.

− Sabes muy bien cómo son las cosas, Doc.− El Sheriff tenía conocimiento de todo, incluso de lo violento del temperamento de Caleb. Lo había echado a patadas tantas veces del saloon y durante tantos años, como para saber lo mal que le sentaba el alcohol al granjero. Era obvio que Caleb ya había pillado, esa mañana, su habitual borrachera.

Rebeca seguía despierta, con las lágrimas todavía brotando de sus ojos. Estaba demasiado asustada como para dormirse. Nada más llegar a la granja, su padre la había llevado a empujones al establo, y la había castigado violentamente con su cinturón de piel hasta que, desesperada, le contó una historia que él pudiera creer. Le contó que se había encontrado con un joven del pueblo que quería acompañarla. Cuando ella se negó, este la golpeó y la dejó a muchas millas de casa. Él sonrió, y aceptó ésta historia volviéndola a magullar por haber mentido a cerca de la forajida y los tres hombres. Y unos cuantos azotes más por haberse alejado tanto. Sólo cuando su fornido brazo comenzó a dolerle de tanto agitarlo al pegarle, tiró el cinturón al suelo y se largó del establo.

Rebeca se desplomó sobre el suelo, y los últimos sonidos que pudo escuchar fue la voz de su padre maldiciéndola de camino a la casa. Solo cuando estuvo segura de que él estaría lo suficientemente borracho como para caer inconsciente, se atrevió a salir del establo para entrar en su hogar. Su hermana Kate y su madre, la ayudaron a asearse y a ponerle ungüento sobre la multitud

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de cardenales y cortes que tenía en su espalda y piernas. Por alguna razón, Caleb descargaba su furia en Rebeca muchísimo más a menudo que en las otras dos mujeres. Sarah sospechaba que se debía a que no importaba lo mucho que Caleb la golpeara, él nunca podría atravesar su alma.

Ahora, tumbada en la cama, con su cuerpo dolorido en pura agonía, Rebeca se preguntaba por qué había decidido volver. Intentó girarse y rabió de dolor cuando la fina sábana le rozó las tiernas heridas. Un fuerte golpe en el piso de abajo le confirmó que su padre se había despertado de su borrachera. El miedo a sufrir otra paliza la aterrorizaba. Ésta no era forma de vivir, pensó. Cuando lo oyó subir las escaleras, escuchó cómo maldecía a su problemática hija, y que lo único que esperaba era que, esa maldita necia, no arruinara la oportunidad de encontrar un marido.

Rebeca esperó hasta escuchar los ronquidos que provenían de la habitación de sus padres para saltar de la cama. Caminó con mucho cuidado, tratando de no hacer crujir los tablones de madera que hacían las veces de suelo, para no despertar a Kate, quien dormía sonoramente al otro lado de la habitación. Cogiendo un vestido de campesina del montón de la ropa sucia, y agarrando un par de zapatos, salió silenciosamente de la habitación y se dirigió escaleras abajo. Después de vestirse rápidamente, encontró una pluma y un poco de tinta con la que escribió una nota a su madre y a su hermana, contándoles que las quería mucho, y que pronto les escribiría.

Una vez lejos de la granja, Rebeca se dio cuenta de que no tenía la menor idea de hacia dónde dirigirse. Además de su hogar, Chancetown era el otro único sitio que ella conocía. Sin ser realmente consciente de lo que hacía, se encontró a sí misma caminando a lo largo de la calle principal de la ciudad. El Sheriff Shelman salió del saloon justo cuando ella pasaba por delante.

− Un momento chica. ¿A dónde vas?

Rebeca lo miró presa del pánico. Aquellos ojos le recordaron al Sheriff los de un corderillo asustado.

− Yo-yo…− no estaba segura de lo que decirle. − Por favor, no diga nada − le pidió finalmente.

− Ven aquí.− La cogió del brazo con mucho cuidado. − No, por favor, no puedo volver…por favor, − suplicó.

− Tranquilízate, chica, − dijo a la vez que abría las puertas de su oficina. Encendió un candil y le indicó a la muchacha que se sentara, a la vez que él se disponía a hacer lo mismo al otro lado de su escritorio.− ¿Tienes algo de dinero? − No.

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Abrió un cajón y sacó una pequeña bolsa. Abriéndola, sacó dos dólares y se los ofreció.

− Ya sé que no es mucho, pero no puedes largarte por ahí sin nada. Cogió el dinero y se lo metió en la bota.

− No sé cómo agradecérselo, − comenzó Rebecca. El Sheriff la cortó con un movimiento de mano.

− No me lo agradezcas, chica. Conozco a tu padre. Debía haberle parado los pies hace mucho tiempo. Será mejor que estés lejos de aquí antes de que salga el sol y descubra que te has largado.− Rebeca se puso en pie.− ¿Hacia dónde te diriges?

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Serpientes

ebeca intentó seguir las huellas de la forajida, pero la media luna que brillaba aquella noche no cooperaba demasiado. Temerosa de su padre, puso su vida en pos de sus propios pasos y, finalmente, volvió a encontrar el rastro que buscaba para comenzar una nueva vida. Su vestido de campesina le estaba pegado a la piel cuando el anochecer, compasivamente, llegó. El estómago de Rebeca no paraba de rugir y su boca estaba pastosa. Sus pies le pesaban como el hierro mientras caminaba, sin estar siquiera segura de que las huellas de cascos que seguía, pertenecían al dorado caballo. Un buitre volaba sobre su cabeza anunciando con horribles graznidos su llegada. La cansada mujer estaba a medio camino entre el andar de un payaso y el de una persona normal y corriente. El abrasador naranja del atardecer le cegaba los ojos ante cualquier peligro. Solo el chivato tintineo, le dio una idea del peligro que la amenazaba.

Rebeca se quedó totalmente paralizada, con sus ojos totalmente abiertos por el horror. No era solamente una serpiente cascabel. Descuidadamente, se había metido en todo un nido de éstas mortales criaturas. La que tenía a su izquierda comenzó a moverse en ninguna dirección en particular. El corazón le latía tan fuertemente en su pecho, que estaba segura de que le rompería las costillas. Preparada para mover sus pies, éstos no estaban dispuestos a hacerle caso. La cascabel reptó por el suelo sacando y escondiendo, mecánicamente, la lengua en su boca. Por el rabillo del ojo, Rebeca vio otras serpientes comenzando a desenrollarse y a reptar hacia ella. Un desgarrador grito surcó el viento, y sus pies recobraron la vida comenzando a correr para alejarse de las venenosas criaturas. Volviendo a encontrar el rastro perdido, Rebeca corrió lo más rápido que pudo, sus pulmones abrasándola por el esfuerzo. Juraría haber escuchado los cascos de un caballo a lo lejos, o eran, simplemente, los latidos de su corazón que bombeaban la sangre a toda prisa.

Tropezando con una gran piedra, sintió que su cara era lo primero que chocaba contra el polvoriento suelo. En la penumbra, la enorme yegua apenas la había visto tendida en el suelo. Solo en el último segundo,

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Phoenix había conseguido ladear la cabeza y desviarse para evitar pisar a la muchacha.

− ¡Sooo!

Josie miró a su alrededor buscando signos de más gente. No viendo a nadie más, desmontó y reparó en una conocida cara llena de mugre de ojos verdes. Casi se echó a reír por lo ridícula de la situación.

Con tono severo preguntó − ¿Has sido tú la que ha dado ese grito tan horripilante?

− Sí, había serpientes, un montón, y…

− ¿Y gritaste de esa forma por unas cuantas serpientes?− preguntó Josie incrédula.− Te he escuchado a varias millas de distancia.

− Estaba asustada. Había tantísimas.− Rebeca, lentamente, se alzó sobre sus pies, sus músculos protestando por el esfuerzo.

− No deberías andar por aquí.− Josie volvió a echarle un vistazo a la chica.− Te dejé en aquella ciudad.

− No podía quedarme allí por más tiempo.− Sin decir una palabra, Josie se inclinó hacia delante sobre Phoenix.

− No me sigas, chica − le advirtió antes de poner su caballo al galope de vuelta a su campamento. Realmente su cena se había arruinado. La había dejado asándose al fuego cuando escuchó aquel espantoso alarido cruzando el cañón. La hambrienta forajida se juró a sí misma que si volvía a ver a aquella molesta mocosa otra vez, la mataría de un solo disparo.

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La cena

nojada ante aquel pedazo de carne negro como el tizón que, se suponía iba a ser su cena, Josie lo pateó lanzándolo a varios pies de distancia. Sacando su cuchillo de la bota, se marchó en busca de otro conejo. Estaba totalmente oscuro, lo cual hacía su caza todavía más difícil.

Dos horas más tarde, un enorme conejo fue preparado e insertado en otro palo para ser cocinado. Josie se sentó sobre una gran roca y comenzó a desmontar y limpiar una de sus pistolas. Por motivos de seguridad siempre llevaba consigo un arma cargada. El juego de luces del confortable fuego, se reflejaba en el majestuoso metal, mientras lenta y metódicamente, pulía su arma. Una vez hubo terminado con sus dos Colt Peacemaker, fue a por su Winchester.

Josie acababa de abrir el percutor del rifle cuando escuchó, claramente, los sonidos de alguien acercándose a ella. Quienquiera que fuera, estaba haciendo demasiado ruido como para que se tratara de una emboscada, pero la forajida posó su mano sobre su revolver por si acaso. Una rama debió golpear a la muchacha, porque Josie escuchó, inmediatamente, una voz familiar maldiciendo. Relajó su agarre sobre la culata de su Colt.

− Será mejor que salgas de ahí si no quieres que lo haga yo a balazos − gritó de forma amenazante.

Rebeca caminó torpemente por entre los matorrales hasta llegar al claro donde se encontraba el pequeño campamento. Las llamas iluminaban el ceño fruncido de la forajida.

− Te dije que no me siguieras − dijo Josie con cara de pocos amigos y volviéndose para atender su cena.

− Lo siento. Es solo que tenía hambre y frío y olí tu comida y…bueno, supongo que simplemente seguí mi olfato…− dijo Rebeca andándose un poco por las ramas. Pero decidió callarse cuando vio la cara de enfado de la forajida. Josie no dijo nada, y volvió su atención al conejo que seguía cocinando. Insegura sobre lo que hacer, Rebeca se adelantó

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unos pasos más y se sentó con su rostro apenas visible a la luz de las llamas. Permaneció inmóvil mientras observaba cómo la morena limpiaba su rifle y la comida que, irremediablemente, iba a quemarse. − Vas a echarlo a perder, − dijo claramente, aunque por dentro estaba de lo más nerviosa. Josie la miró.

− Me refiero al conejo. Se está quemando.

Maldiciendo en voz alta, Josie se inclinó sobre él y lo giró un poco. Parte de la piel del animal estaba un poco ennegrecida, pero la mayoría de la carne estaba todavía en buen estado. Sin decir una sola palabra más, se volvió a echar hacia atrás y continuó limpiando su arma. Ésta vez, sin embargo, le siguió echando un vistazo a su cena con el rabillo del ojo. Rebeca miraba mientras Josie cortaba un pedazo de carne y lo dejaba sobre una tabla lisa a modo de plato improvisado. La pistolera fileteaba los trozos de carne con mucha destreza. Pinchándolos con el cuchillo, se comió la mitad del conejo mientras la otra mujer, hambrienta, la observaba. La morena la miró.

− Toma − dijo ofreciéndole un cacho de carne en la tabla. − Venga, sé que estás hambrienta. Tu estómago hace tanto ruido como tu boca. − A Josie no le importaba reconocer que, gracias a la advertencia de la chica, este conejo se había salvado de ser también chamuscado. Rebeca se acercó tímidamente y cogió la tabla. Una vez que el “plato” estuvo en sus manos, el olor del conejo asado hizo desaparecer todos sus miedos. Se sentó a tan solo unos pies de Josie y comenzó a engullir la carne.

− Mmm…está tan bueno…mmm….no he probado bocado desde…oh, por cierto, gracias. No sabía si ibas a…mmm…darme algo…aunque debieras…por haber salvado tu cena.

La ceja de Josie se alzó de manera acentuada mientras que el resto de su cara permanecía impasible e ilegible. Rebeca estaba segura de haber hablado de más y siguió comiendo, en silencio, mientras sus ojos no se separaban de la cantimplora.

− Ten − dijo Josie con tono inexpresivo mientras le acercaba el agua. − Intenta no acabártela toda. − Rebeca le hizo caso y tan solo bebió unos

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traguitos antes de devolvérsela. Su sed apenas estaba saciada, pero decidió no tomar más. Josie sabía, por el peso de la cantimplora, que la muchacha apenas había bebido. Los verdes ojos seguían posados en el recipiente. Maldiciéndose interiormente, le devolvió el agua a la chica. Rebeca sonrió y vació el contenido.

La rubia dejó la tabla en el polvoriento suelo una vez hubo terminado y bajó su cabeza fijando la mirada en el suelo.

− Y ahora, ¿QUÉ? − gruñó Josie sin dejar de trabajar en su Winchester. − Lo siento, pero es que se está tan calentito junto al fuego.− Miró alrededor.− Y no hay serpientes.

− Hazte tu maldito fuego, − masculló la forajida, pero suficientemente claro y fuerte como para que la rubia la escuchara. Rebeca asintió con la cabeza, se alzó sobre sus pies, y comenzó a buscar alrededor.

− Gracias por el agua y la comida, − dijo mientras se alejaba y esperando que la pistolera le ofreciera quedarse con ella. No oyó ni una sola palabra.

Rebeca se alejó, pero tan solo hasta donde podía ver el campamento desde los arbustos. Se sentó en el suelo y apoyó su espalda contra el tronco de un árbol con su mirada enfocada hacia la mujer que permanecía junto al fuego. Se quedó durmiendo con la visión de Josie atizando la lumbre y preparando los troncos para pasar la noche. Silenciosamente, Josie se deslizó hasta donde sabía que la muchacha descansaba. La luz de la pálida luna pasó por entre las hojas de los árboles e iluminó la dormida cara. Fue entonces cuando advirtió los moratones que no pertenecían al día anterior.

− No me extraña que te escaparas, − pensó Josie para sí misma.− Pero yo no voy a hacer de tu maldita niñera.

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La sombra

ebeca despertó con los brillantes rayos del sol acariciándole el rostro. Rápidamente se levantó sobre sus pies contrayéndose por el dolor en su cuerpo. La pistolera se había marchado. Se acercó al campamento y pasó su mano sobre las brasas ya extintas. Estaban frías. Ignorando el dolor en sus pies y piernas, Rebeca se propuso seguirla. A medida que avanzaba, se preguntaba si la forajida sabía que había dormido a tan solo unos pies de distancia. Intentó recordar las historias que se contaban de Josie.

Los detalles eran incompletos para ella, pero la información general la tenía muy clara. A Josie se la buscaba en más de la mitad de los Estados por una razón u otra. Lideraba una banda que se dedicaba a asaltar trenes y diligencias. Rebeca había leído que el asalto a los trenes era la especialidad de la mujer de negro. Se corría el rumor de que “El Terror de los Asaltos a Trenes” era la responsable de no menos de cien muertes, asaltos y robos. Rebeca intentó asociar la imagen de la forajida con la que había leído, y luego con la que había conocido.

Josie aparecía en montones de las noveluchas que ella devoraba sentada sobre un barril del mercado, mientras su madre se dedicaba a hacer las compras. Pero la mujer descrita en esas historias apenas se parecía, a excepción de por el nombre, a la exótica mujer malhumorada que había compartido su comida con ella la pasada noche. ¿Por qué alguien como ella, considerada por todos como el mismísimo Demonio, iba a rescatarla de aquellos bandidos y a repartir su cena? Seguramente la habría dejado a su suerte o incluso la habría matado. No, no era para nada un demonio. Había algo bueno en ella, de eso Rebeca estaba segura. Se preguntaba qué le habrían hecho a aquella mujer de ojos tan intensamente azules, para convertirse en una de las mujeres más temibles de todo el Oeste.

Siguió las huellas de Phoenix durante el resto del día, descansando tan solo unos minutos en un pequeño riachuelo, para refrescar su cara y beber todo lo que pudiera sin atragantarse. No sabía cuanta ventaja le llevaba Josie, pero no quería que la distancia aumentase. Sus pies protestaban a cada paso, y sus piernas se quejaban a cada zancada.

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Rebeca no entendía por qué estaba tan obcecada en seguir a la pistolera. Solo sabía que tenía que hacerlo.

Ascendiendo una pequeña colina, Josie advirtió los signos de un campamento no muy lejos de allí. Un rápido vistazo a los caballos y tiendas, le indicaron la presencia de, al menos, cinco personas acampadas. Tres de ellos estaban enfrascados en una partida de cartas. No veía a ningún otro. Apremiando a Phoenix para bajar la colina, pensó en la rubia. Estaba segura de que la estaba siguiendo. Desmontó y se escondió junto a Phoenix por entre el follaje de los árboles. Sabía que en menos de una hora, la muchacha aparecería a lo lejos.

Josie no fue la única que se dio cuenta de la presencia de la granjera deambulando por el camino. Uno de los hombres del campamento, que había ido a una posición más elevada para aliviarse a sí mismo, la vio y avisó a sus compañeros.

− ¡Hey chicos!, adivinad lo que nos trae el camino.− Cinco hombres más subieron hasta donde estaba el primero para averiguar a qué se debía tal alboroto.

Josie se movió silenciosamente dando un paso atrás para ocultarse un poco más.

− Thomas, − dijo el primer hombre en voz baja, aunque Josie podía escucharlo perfectamente, − Tú y John ir hacia allá.− Se dirigió a los demás hombres.− Mike y Sam, por allá. Rich y yo nos quedaremos aquí. La rodearemos.− Todos sonrieron lascivamente.

Si había algo que Josie odiaba, era una panda de hombres tratando de tomar a una jovencita por la fuerza. Poniendo sus manos sobre sus Colt, dio un paso adelante saliendo de la protección de los árboles. − ¿Por qué no os metéis con alguien de vuestro tamaño? ¿O es que tan solo podéis con muchachitas indefensas?

Dos de los hombres intentaron alcanzar sus armas, pero las balas de Josie volaron alcanzando a ambos.

− ¿Alguien más quiere intentarlo?

Rebeca escuchó los disparos y se asustó. Se agachó junto al arbusto más cercano y rezó para que ninguna parte de su vestido quedara al

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descubierto. Hubo un intercambio de disparos antes de que llegara un largo período de silencio.

− Ya puedes salir, chica, − dijo Josie con tono de enfado.

Rebeca, muy despacio, se alzó de entre los arbustos y miró a la forajida. Josie se bajó ágilmente de su silla de montar y con tres largas zancadas llegó hasta Rebeca.

− Tú no oyes bien ¿verdad? He tenido que matar a seis hombres para evitar que te violaran. Eso hace un total de nueve hombres muertos con mis manos por tu culpa.− Rebeca no sabía qué decir. Se sentía mal por aquellas defunciones.

− Lo siento, − dijo dócilmente. En un visto y no visto, la pistola de Josie le apuntaba, justo, la nariz. Escuchó el inconfundible sonido del percutor al prepararse.

− No lo sientas tanto y trata de hacerlo algo mejor. Encuentra la manera de salvar tu propio pellejo. Estoy harta de hacerlo por ti.− Miró a la pensativa rubia.− Debería matarte ahora mismo y así me aseguraría de que no me molestarías más.

Rebeca no dijo nada ya que estaba concentrada en el revolver que tenía pegado a su nariz. Decidiendo que ya había dicho todo lo que tenía que decir, Josie enfundó su arma volviendo el percutor delicadamente a su posición original. Se montó en Phoenix y volvió al campamento de aquellos hombres.

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Repartiendo el botin

osie hizo inventario de los enseres que le habían dejado aquellos bandidos. Los hombres estaban bien abastecidos. Había gran cantidad de comida y otros bártulos que le serían de utilidad. Las armas no merecían la pena, ya que las suyas propias eran, con diferencia, muchísimo mejor. Pero sí que cogió algo de munición que guardó en un saquito que metió en sus alforjas. Nunca se tienen demasiadas balas, pensó. Estaba a punto de entrar en las tiendas para buscar el mejor saco de dormir cuando escuchó a Rebeca vomitar por entre los arbustos. Maldiciéndose mentalmente, Josie se acercó a la chica.

Rebeca estaba limpiándose la boca cuando Josie se le acercó. − Te dije que no me siguieras. ¿Qué parte es la que no has entendido?, − dijo la pistolera malhumorada, aunque interiormente preocupada por la palidez en el rostro de la rubia, cosa que acentuaba aún más sus moratones.

− Te he entendido perfectamente, − respondió Rebeca enfadada. Le daba vergüenza que la viera así, al fin y al cabo aquellos hombres eran unos bandidos. Pero la imagen de esos cuerpos inertes tendidos en el suelo todavía afectaba a la inocente chica.− No puedes llevarte todas sus cosas, así que no veo motivo alguno por el que yo no pueda coger algo. Al fin y al cabo yo también necesito algunas cosas.

− ¡Sírvete tú misma, niña!, dijo Josie.

− Mi nombre es Rebeca, − contestó. ¡Y no soy una niña!

− Eso me da exactamente igual − contestó revolviendo los cacharros de los bandidos.

Saliendo de una tienda con su nuevo saco de dormir en la mano, Josie advirtió el estofado de carne que se estaba calentando. Mirando la hoguera supo que Rebeca había echado más troncos para avivar el fuego, y que ahora estaba cocinando algo de la comida que encontró. El estómago de la pistolera gruñó por la mezcla de olores tan suculentos

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que de allí emanaban y que le recordaban a las comidas tan sabrosas de antaño.

− Hay más que suficiente para las dos, − dijo Rebeca mientras removía el estofado de ternera. Mantenía sus ojos fijos en la comida temerosa de la mirada de irritación de la forajida. − Quiero decir que no hay razón alguna para malgastarla. Es más, la carne no aguantará todo el camino, y si nosotras no nos la comemos, entonces los buitres lo harán.

Josie admitió que tenía razón y su estómago volvió a gruñir ante la idea de disfrutar de una comida decente. Sin decir nada, la pistolera continuó revolviéndolo todo en busca de algo que les sirviera. Volvió con una pala plegable, unos trozos de pedernal, unos dólares, unas monedas, dos cantimploras más y algunas ropas de repuesto. Sus alforjas estaban repletas de muchas más cosas de las que necesitaba para cuando Rebeca le anunció que la comida ya estaba lista.

La rubia esperó unos minutos hasta que Josie se acercara y cogiera el plato de estofado antes de servirse el suyo propio. Le pasó la cantimplora de agua. La pistolera no hizo el menor esfuerzo por cogerla, concentrada como estaba, en engullir aquella suculenta comida. Dejando el recipiente de agua en el suelo entre las dos, Rebeca volvió la atención a su cena. Iba a servirse algo más de estofado, cuando vio a Josie acercarse con el plato en la mano. La rubia sonrió mientras le servía un poco más.

Después de rebañar el plato con el último pedazo de pan del campamento, Josie lo dejó, junto a los cubiertos, en el suelo. Y con un seco “gracias”, se levantó y desapareció. Rebeca permaneció sentada junto al fuego que comenzaba a extinguirse, con miedo tanto de irse como de quedarse. La enorme yegua descansaba a unos pocos pies de distancia pastando hierba, así que, con toda seguridad, la morena volvería. Eligiendo entre lanzarse a lo desconocido y la asesina que ya había intentado matarla, Rebeca decidió permanecer junto al fuego. Intentaba mantenerlo encendido, pero la mayor parte de las llamas se habían prácticamente consumido. Quedaban apenas unos rescoldos y la granjera empezaba a preguntarse si realmente la pistolera volvería, a pesar de la evidencia de que Phoenix seguía ahí.

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Rebeca dio un salto al oír la voz de Josie, justamente, detrás suya. La pistolera pasó de largo hasta el otro lado del fuego y dejó caer unos cuantos troncos en el suelo. Cogió un hacha y comenzó a partirlos para hacer astillas e ir echándolas directamente al fuego.

− N-no sabía si debía irme o no. Quiero decir, no me gustaría que tuvieras que matar a alguien más o algo así, − dijo Rebeca nerviosamente. Josie no dijo nada y continuó con los troncos.

Sin saber qué más hacer, la joven se levantó y caminó alrededor del campamento hasta llegar a donde se encontraban atados todavía los caballos de aquellos bandidos. Registrándoles las alforjas, encontró una pluma y un poco de tinta. No halló ningún trozo de papel o pergamino. Escudriñando un poco más, tan solo se topó con apenas unos fragmentos de papel y una Biblia de bolsillo. Había una página en blanco al principio del Santo libro, pero Rebeca no se atrevía a usarla. Una vez dobló la esquina de una página de la Biblia de su padre y recibió una paliza tremenda. Volviendo a dejar el libro donde lo encontró, regresó junto al fuego.

Josie había terminado de cortar la leña y estaba ahora limpiando uno de sus revólveres. Colocándose en una posición en la que pudiera ver lo que hacía la pistolera, pero sin estar demasiado cerca, se sentó. Los largos dedos de la forajida se movían ágilmente por el suave metal, sacándole brillo con un viejo y tiznado trozo de tela. Rebeca escuchó el suave clic del tambor al abrirse para frotarlo. Las horas parecía volar mientras Josie limpiaba todas sus armas y la rubia la observaba.

El acogedor fuego, su estómago saciado y el hipnótico ritmo de los dedos de Josie moviéndose sobre le metal, sirvieron para arrullar a Rebeca que cayó inmediatamente dormida. La pistolera la observó durante unos minutos antes de taparla con una de las mantas. Horas más tarde, Josie todavía permanecía sentada, intentando descifrar por qué aquella fastidiosa granjera se empeñaba en seguirla.

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8

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Masontown

− ¡Levántate!, − la llamó Josie bruscamente al mismo tiempo que la zarandeaba con la punta de su bota.

−Hhhuummmrrphhff…..− y aquel bulto durmiente se acurrucó bajo las mantas.

−Levántate ahora mismo o te dejo aquí, − la amenazó Josie. Rebeca inmediatamente se puso en pie intentando despejar su cabeza.− Tienes un minuto para hacer un viaje a los arbustos, después me marcho.

− ¿Y el desayuno?, − gimoteó mientras se estiraba. Josie la miró con el ceño fruncido.

−No puedes viajar vestida así, − dijo señalando el traje de granjera y los zapatos de medio tacón.

− ¿Y qué es lo que se supone que debo llevar?, − gritó mientras se dirigía hacia los arbustos.

Josie caminó hasta el interior de una tienda y sacó dos camisas y un par de pantalones. Haciéndolos una bola y lanzándolos encima de la manta de Rebeca, la pistolera buscó al pequeño hombre propietario de esas ropas.

−Póntelas, − dijo Josie señalando el montón de ropa que ahora incluía unas botas camperas y un Stetson beige. Rebeca cogió la ropa y la miró, luego a la tienda y luego a Josie otra vez.− No voy a esperar todo el día, − dijo la forajida mientras se cruzaba de brazos y le levantaba una ceja a la rubia.

− Lo siento, − susurró Rebeca. Alcanzó el primer botón y comenzó a deshacerlo, entonces miró a la pistolera. Josie frunció el cejo y murmuró una maldición antes de darse la vuelta y asegurar, por segunda vez, las alforjas y cinchas de Phoenix. Rebeca rápidamente se desvistió y se puso los pantalones. Eran demasiado anchos y grandes para ella.− ¿Y el corset?, − preguntó.

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− Estarás más cómoda sin él, − fue la respuesta. Se lo quitó y se deslizó dentro de la holgada camisa.

− Te ensillaré uno de esos caballos, − se ofreció Josie. Rebeca estaba tirando de sus nuevas botas para meterse dentro cuando Josie comenzó a preparar el caballo.

− No se….montar sola, − protestó aun cuando la pistolera estaba ensillando al más pequeño de los equinos.− Me dan miedo los caballos. Cuando era pequeña, uno me dio una coz y desde entonces no puedo montar sola. ¿No podría montar contigo, por favor? Me siento segura cuando tú estás detrás mío.− Josie miró los inocentes y verdes ojos de la rubia y supo, que ésta era totalmente sincera en lo que decía. Así y todo no era factible cabalgar las dos juntas durante un largo período de tiempo. Sería demasiado duro para la bestia, además de incómodo para Josie. Josie se encontraba únicamente a gusto junto a una mujer en la cama. Y una vez terminaba de hacerle el amor, entonces necesitaba su espacio. Encogiéndose de hombros, ató sus nuevas pertenencias. Planeaba coger dos de los caballos de esos hombres, pero si Rebeca no iba a montar, no había razón para ello. Terminó de ensillar al pequeño corcel, montó sobre Phoenix e, inclinándose hacia delante, miró a la granjera cuya cara curiosa la observaba a la expectativa. − Entonces irás a pie, − dijo sin ningún tono de emoción en su voz.− No puedo cargarle peso extra a Phoenix con este calor.− Chasqueó la lengua y la dorada yegua comenzó a moverse, seguida del pequeño corcel. Con un suspiro, la rubia se conformó y cerró la procesión. A medida que avanzaba la mañana, Rebeca se iba quedando más y más atrás. Sus pies le dolían muchísimo por todo lo que anduvo el día anterior y, por supuesto, no se encontraba tan fresca como la descansada yegua. Su estómago vacío gruñía, y su habitual predisposición y vitalidad se estaban viniendo, visiblemente, más abajo. − ¡Josie!, − llamó a la mujer que iba por delante.− ¡Josie, por favor, espera!, − la joven vio cómo los caballos se detenían. Cuando fue obvio que Josie no iba a acercarse para ver lo que quería, Rebeca comenzó un pequeño trote antes de que la pistolera cambiara de opinión y comenzara a cabalgar de nuevo. Llegó hasta donde se encontraban jinete y caballo mientras sus pulmones luchaban por tomar el aire.

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− No puedo caminar más, − dijo fastidiada.− Los pies me están matando y estoy hambrienta ¿Es que las forajidas no comen?− El tono en la voz de Rebeca y los pucheros de su cara, hicieron que Josie soltara una risotada. Se giró e intentó mostrar un semblante serio.

− Sí, solemos comernos a las granjeras bajitas y rubias para el desayuno. Y no veas la suerte que tengo de tener una tan cerca.

Rebeca elevó su mano para palmear el muslo de la pistolera, pero la fría mirada en aquellos ojos azules hizo que se lo pensara dos veces. Dejó caer la mano y murmuró, − Hablo en serio. ¿Podemos parar y comer algo?... ¿por favor?

− Oh, vale.− Josie se deslizó de lomos de su caballo y, buscando algún lugar sobre el que reposar, descubrió una pequeña arboleda en lo alto de un cerro.− ¿Puedes caminar hasta allá?, − dijo señalando aquel peculiar oasis en la distancia. Rebeca asintió con la cabeza y desesperadamente comenzó a subir la colina. Josie observó cómo la rubia se alejaba y una sonrisa vino a su cara. Sacudió la cabeza y se preguntó, no por primera vez, qué diablos la había poseído para permitirle a la rubia que le hablara con ese descaro y, más aún, que le permitiera hacer aquel viaje con ella.

Rebeca se echó en el suelo apoyando se espalda contra el tronco de un gran roble, y se quitó las botas de sus doloridos pies. Se le habían formado numerosas ampollas, y muchas de ellas se habían reventado dejando sus pies prácticamente en carne viva. También se quitó los calcetines para que sus pies descalzos sintieran el frescor de la suave brisa.

Josie ató los caballos a la sombra, a unos metros de distancia, y buscó entre sus alforjas algo de cecina para comer. Desató la correa de la cantimplora que estaba sujeta a su silla de montar y se acercó donde la rubia yacía sobre la hierba. Entornó los ojos al ver en el estado en el que se encontraban los pies de Rebeca y, mentalmente, quiso patearse al culo al haber insistido en que aquella pobre mujer caminara. Se arrodilló junto a la rubia y le ofreció la cantimplora en una de sus manos y un trozo de cecina con la otra. Al cerrar sus ojos Rebeca se había casi dormido, pero cuando notó la cantimplora contra su mano, los abrió y sonrió. − Gracias, − dijo agradecida acercando sus labios secos al recipiente y

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bebió unos cuantos tragos largos. Tosió cuando un poco de aquel refrescante líquido se coló por el conducto equivocado.

− Despacio,− la amonestó Josie.− no te haría ningún bien si te atragantases hasta ahogarte.− Desde donde se encontraba, podía ver perfectamente los oscuros moratones que cubrían la preciosa cara de aquella inocente chica, además de otras marcas que, evidentemente, habían sido causadas mucho antes. Josie puso su dedo debajo de la barbilla de Rebeca y le giró la cabeza para verlas mejor.

− ¿Quién te hizo esto?, − preguntó despacio.

A Rebeca se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas mientras observaba cómo la pistolera la examinaba. Bajó lentamente la cabeza y Josie la soltó.

− Mi padre.

− Alguien debería darle a probar su propia medicina, − susurró Josie con los dientes apretados. Se prometió a sí misma que si alguna vez se topaba con aquel hombre, gustosamente, le daría una lección.

Rebeca agitó su cabeza, y las lágrimas contenidas en sus ojos comenzaron a resbalar por sus mejillas.

− En realidad no es un hombre malo, − protestó.− Era un buen padre. Muy estricto de pequeñas, pero justo. Cuando a mi hermano lo mataron en la guerra, se le partió el corazón. Entonces comenzó a beber y, cuando bebe…

− No hace falta que me lo digas, he estado con muchos de esa clase de hombres. No deberías excusarlo. Lo que le ocurrió a tu hermano no tiene nada que ver contigo.

− Lo sé, pero…

− ¡No!, − dijo Josie severamente. Se acordó de su propio padre, el hombre más amable y noble que había conocido, y deseó que aquella inocente chica, hubiera podido criarse en un ambiente tan seguro y afectuoso como el suyo.− Un padre jamás debería hacerle daño a su hijo, no importa el motivo.− Sintiendo sus propias emociones salir a la superficie, se levantó rápidamente abochornada, y dejó vagar sus ojos libremente como si estuviera buscando algo.− Ahora vuelvo, − dijo bruscamente. Se

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dirigió hacia una aglomeración de arbustos y en unos segundos desapareció de la vista de Rebeca.

La joven granjera no imaginaba qué podía haber causado tan repentina marcha, a menos, claro está, que buscara un lugar donde aliviarse. Con un suspiro, Rebeca comenzó a masticar la cecina seca. Parecía que su apetito había desaparecido, incluso pensó en tirar su comida, pero recapacitó y se dio de cuenta que, más tarde, posiblemente se arrepentiría. Se guardó el trozo de carne seca en el bolsillo y se tumbó sobre la hierba esperando a que la pistolera retornara.

Josie estaba de pie, mirando aquella bola humana que permanecía todavía bajo el árbol. La cara de Rebeca estaba totalmente relajada mientras dormía, sus labios ligeramente abiertos. Qué inocente le parecía en ese momento a la morena, a pesar de que ya no era ninguna chiquilla. Josie calculó que debía tener alrededor de dieciocho años, más mayor que cuando ella decidió seguir los pasos de su propio destino. Y se encontró a sí misma deseando proteger a aquella mujer de cualquier abuso que pudiera sufrir.

− ¡Hey, despierta perezosa!, − dijo suavemente. Rebeca todavía respiraba rítmicamente, así que la salteadora se arrodilló junto a ella y dijo algo más fuerte, − traje el postre.− Los verdes ojos se abrieron inmediatamente y observaron a Josie, quien sostenía su chaleco entre sus manos con un gran bulto que caía hacia abajo.

− ¿Postre?− Rebeca bostezó y se estiró. Josie dejó el chaleco en el suelo para dejar ver un montón de gordas y maduras moras. Una enorme sonrisa cruzó la cara de Rebeca. Su apetito volvió con voracidad con aquellas frutas tan apetitosas. Cogió una y se la metió en la boca, empujándola hacia arriba con su lengua hasta aplastarla contra su paladar y así esparcir el jugo y disfrutar su sabor.− Ohhh, estoy el cielo, − dijo cogiendo otra con su mano. Josie la miraba mientras unas detrás de otras desaparecieron.

− Oh, lo siento. No prendía comérmelas todas. Iré a coger unas cuantas para ti.− Rebeca comenzó a levantarse pero Josie le puso una mano sobre el hombro.

− No es necesario. Comí un montón mientras las recogía. Vuelve a sentarte y deja que le eche un vistazo a tus pies.− Se sentó en la hierba y puso los pies de Rebeca sobre su muslo. Estaban demasiado tiernos como para volver a intentar ponerle las botas si no cicatrizaban antes un poco.−

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Me temo que no podrás volver a llevar esas botas en un tiempo. − ¡Oh, maldición!, comenzaban a gustarme, − dijo sarcásticamente. − Quédate aquí, − dijo Josie levantándose y dirigiéndose hacia sus alforjas, de donde sacó un rollo de venda. Volvió junto a Rebeca y una vez más, cogió sus pies entre sus manos. Con mucho cuidado vendó cada uno de ellos y luego la sujetó haciendo un nudo alrededor de sus tobillos.− No queda muy sexy, pero al menos te protegerá de la suciedad mientras te cicatrizan.− Josie se levantó y le ofreció sus manos a la joven, quien se aferró fuertemente a ellas. Josie tiró enérgicamente, y cuando la rubia se alzó, inmediatamente la cogió en brazos y se dirigió hacia Phoenix. Volvió a dejarla suavemente de pie en el suelo para así poder cogerla de la cintura y alzarla sobre la parte trasera del caballo.

− Parece ser que al final tu deseo se ha hecho realidad,− dijo mientras se subía ágilmente sobre la silla de montar.− Pon los brazos alrededor de mi cintura y agárrate fuerte,− dijo Josie mientras ponía en marcha a Phoenix. Ambas mujeres se encontraban sumidas en sus propios pensamientos mientras cruzaban el Oeste. Rebeca se sujetaba pegada a la espalda de la morena a la vez que se movía arriba y abajo al ritmo del caballo, con los recuerdos del doloroso pasado que dejaba atrás en su cabeza. − Sooo.− Josie tiró de las riendas de Phoenix para detenerlo justo antes de llegar a los límites de la ciudad.− Bájate, − dijo mientras miraba cómo Rebeca se resbalaba hacia abajo.

− ¿Qué ocurre?− preguntó la furtiva mientras veía cómo la salteadora rebuscaba en sus alforjas y sacaba el vestido de granjera.

− Póntelo, − dijo Josie ofreciéndole la prenda.− No querrás ser vista conmigo. Será más fácil para ti si llevas tus propias ropas. Así estarás a salvo.

− ¡Espera!, ¿es que no vienes conmigo?− Rebeca miró hacia arriba y posó suavemente su mano sobre el muslo de la pistolera.

− No. No es seguro para mí. Ya sabes, han puesto precio a mi cabeza.− Miró hacia abajo y enarcó una ceja. Rebeca tragó fuerte y retiró su mano.

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− Lo siento. Es una costumbre, supongo. Me gusta tocar a las personas mientras hablo con ellas.− Un silencio momentáneo cayó entre ambas.− ¿Quieres que te consiga algo? Quiero decir, puedo ir y traerte algo. − ¿Y esperas que confíe en ti con mi dinero en tus manos?, − preguntó Josie incrédula.

− Todavía no te he mentido. Y no tenía el por qué haberme ofrecido.− Rebeca se sentía herida por su desconfianza. Los azules ojos de Josie la miraron tratando de encontrar algún signo de engaño. La cara de la joven era pura inocencia y honestidad. Aunque cautelosa, Josie decidió darle una oportunidad. Había demasiadas cosas que precisaba y que no podían encontrarse en la llanura.

− De acuerdo. Confiaré en ti, − dijo Josie mientras desmontaba. Antes de que Rebeca pudiera reaccionar, las manos de la forajida se agarraron a las de la rubia dolorosamente.− Pero si me traicionas, te enviaré con tu Creador en menos que canta un gallo.− Sus palabras eran firmes y amenazadoras.

− S-sí. Por favor, me haces daño.− Miró las manos que la estrujaban y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. Josie la dejó ir y se giró hacia sus alforjas.

− ¿Sabes leer?

− Por supuesto que sé leer. También sé escribir. De hecho soy una muy buena escritora, aunque esté feo que yo lo diga. La mayoría de las cosas que escribo son poemas o cuentos para niños, pero lo que realmente me gustaría, es convertirme en una novelista de verdad, ya sabes, escribir historias de personajes famosos y lugares…

- Solo te pregunté si sabías leer.− dijo Josie molesta. Sacó la tinta, la pluma y el papel, y escribió una lista con todas las cosas que necesitaba. El total debía ser algo menos de dos dólares y medio. Podía permitirse perder eso si la engañaba. Dándole la nota a Rebeca, dijo, − no le digas a nadie para quién es todo esto, y no le menciones a nadie mi nombre. Cuando lo tengas todo vuelve aquí.

− Vale. Rebeca mantenía la mirada firme, pero por dentro, estaba disfrutando de ver que se le brindaba la oportunidad de ayudar a la mujer que le había salvado la vida en dos ocasiones.

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MasonTown era la típica ciudad del Oeste. Varios edificios pequeños formaban lo que era la calle principal, y un enorme establo se situaba justo al final de la ciudad. Estaba dotada de los servicios típicos: la oficina de telégrafos, la cárcel, el Saloon, la herrería, el banco, el hotel, un almacén de víveres y la casa del doctor. Rápidamente, Rebeca sacó la lista y comenzó a buscar todo lo que en ella había escrito.

Estaba en el almacén cogiendo lo último que necesitaba de la lista de Josie, una bobina de hilo fino para coser, cuando se acercó al mostrador y oyó al dueño y a otro hombre hablando. Se detuvo al final del mueble y escuchó. A juzgar por la estrella de plata que uno de ellos llevaba en el chaleco, a la altura del pecho, este debía ser el sheriff.

−… te estoy diciendo que de ninguna forma vamos a poder salvar el pellejo ni nuestras pertenencias. Yo digo que les entreguemos lo que nos piden y les roguemos que nos dejen, al menos, vivir.

− Mike, ¿qué te hace suponer que van a coger el dinero y largarse así sin más? Aunque nos rindamos, nos matarán. Yo digo que luchemos, − dijo el sheriff.− Si podemos conseguir los suficientes hombres para apostarlos en los tejados, les prepararíamos una emboscada. No podemos simplemente sentarnos y esperar que nos sacrifiquen como al ganado. Rebeca avanzó un poco y colocó todas las compras sobre el mostrador. El sheriff tocó el ala de su sombrero con los dedos y lo bajó ligeramente a modo de saludo ante la desconocida dama. Mike sonrió mientras lo empaquetaba todo.

− Dos dólares, señorita.

− ¿De quienes están ustedes hablando?, − preguntó mientras le daba las monedas al tendero.

− Usted no es de por aquí, ¿verdad?, − preguntó Mike. − No, solo estoy de paso.

− Bien, en ese caso espero que su esposo vaya bien armado. Nosotros ni siquiera tenemos los medios para combatirlos.− Miró al tendero y luego otra vez a Rebeca.− Le sugiero que vuelvan por donde han venido, señorita. Un granjero cuyas tierras se encuentran cerca del cerro, dijo que vio el campamento ayer mismo, a unos días a caballo de aquí. Calculo que llegarán con las primeras luces del alba de mañana.

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Cuando Rebeca se dirigió hacia las afueras de la ciudad, vio una gran multitud de mujeres y niños. Había escuchado las historias que se contaban a cerca de la Banda de los Caram. Ni siquiera los niños estaban a salvo de esos asesinos. Aumentó la marcha y sus pies protestaron por el abuso. Sus zapatos eran mejores que las botas, pero aun así le producían bastante dolor.

Josie salió de detrás de unos árboles después de asegurarse de que Rebeca venía sola.

− ¿Lo conseguiste todo?, − le preguntó mientras se acercaba. − Sí. Josie, ¿has oído hablar de la Banda de los Caram?

− No hay ni uno decente en el lote, por lo que he escuchado, − dijo mientras le cogía de las manos a Rebeca los enseres comprados y se los ordenaba en sus alforjas.

− Van a cabalgar hacia MasonTown mañana.

− Entonces será mejor que pongamos algo de distancia entre MasonTown y nosotras antes de que el sol se ponga, − dijo la pistolera mientras aseguraba las correas que sujetaban sus pertenencias. Rebeca se acercó a ella atónita, incapaz de creer que una mujer pudiera ser tan insensible ante el peligro que se avecinaba a esas personas inocentes. Josie miró hacia atrás para asegurarse de que la joven granjera la seguía. Rebeca se volvió sobre sus talones y se fue en dirección a la ciudad. − ¿A dónde vas?, − preguntó la forajida.

Sin volverse, Rebeca contestó − Voy a hacer lo que pueda para ayudar a esa gente.

− Conseguirás que te maten y eso no le servirá a nadie de ayuda, − dijo Josie bruscamente.

Rebeca se detuvo y dijo sobre su hombro, − Es posible. Pero al menos lo habré intentado.− Reanudó la marcha. No había caminado más que unas pocas yardas cuando Josie le gritó:

− ¿Qué planes tienen?− Josie no podía ver la sonrisa que asomaba en los labios de Rebeca, porque cuando volvió la cara hacia donde la pistolera se encontraba, ésta se puso seria.

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− Oí decir al sheriff que no creía que pudieran hacer frente a la Banda. Josie, hay niños en la ciudad y a esos asesinos no les importará. − ¿Qué te hace pensar que a mí sí?

− No lo sé.− Rebeca miró fijamente a los ojos azules de la pistolera. En ésta ocasión fue Josie quien rompió el contacto visual. Le ponía nerviosa.− Supongo que solo pienso que serías incapaz de dejar que le ocurriera algo a esos niños.

− Si voy a esa ciudad, me colgarán del cuello antes del anochecer. − No lo harán. Josie, tú eres su única esperanza. Ven a la ciudad conmigo. Hablaremos con la gente. Estoy segura de que querrán que les ayudes. − No puedo ir a la ciudad, Rebeca. Es demasiado peligroso. ¿Sabes lo que te harán incluso a ti si descubren que estás conmigo?

− Si la Banda de los Caram destruye ésta ciudad, Chancetown será la próxima. Tienen que escucharme. Tengo una idea. Quédate aquí.− Rebeca se dio la vuelta y se dirigió hacia la ciudad, ignorando el daño en sus más que castigadas piernas y las rozaduras en sus tiernos pies. − Será mejor que sea una buena idea, − murmuró Josie para sí misma mientras volvía al cobijo de los árboles. Una fina sonrisa afloró a sus labios cuando se dio cuenta de que, una vez más, su astuta compañera la había vuelto a embaucar.

Si había algo que la pistolera odiaba, era esperar. Pasó al menos una hora antes de que oyera el tintineo de unos arneses y se arrastrara por entre los árboles para averiguar de quién se trataba. Rebeca conducía un carromato hacia donde Josie esperaba. Un hombre se sentaba a su lado y un segundo permanecía en la parte posterior del carro. Josie seguía escondida entre los arbustos, a pesar de que sus sentidos le decían que aquel trío tenía mucho más que temer de ella que al revés. Ninguno iba armado. El que lucía una estrella de plata sobre el chaleco llevaba unas pistoleras, pero éstas estaban vacías. Y el más mayor parecía como si en toda su vida jamás hubiera empuñado un arma.

− ¿Josie?, − la llamó Rebeca entornando los ojos buscando a la mujer vestida de negro. Pasaron unos incómodos segundos antes de que la pistolera se dejara ver con sus manos posadas ligeramente sobre la culata de sus pistolas.− Bien, sabía que esperarías. Este es el Alcalde

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Mcgregor, − dijo señalando al corpulento hombre de su izquierda.− Y éste es Tom Glance, el sheriff de MasonTown.

− Señora, − dijo Tom saludándola con un movimiento de su sombrero. Josie asintió con la cabeza a cada uno de los hombres. El sheriff había decidido correr un gran riesgo al encontrarse con una asesina sin ir armado, y para colmo de todo, estaba siendo amable y cortés.

− Sheriff, entiendo que usted necesita ayuda para mantener a la Banda de los Caram alejados de su ciudad. Gustosamente haré lo que esté en mi mano, pero necesito ciertas garantías antes que nada.

− Lo que sea. No somos ricos ni nada por el estilo. Pero podemos prometerle cuanto tengamos.

− Todo lo que necesito es algo de avena para mi caballo y algo de carne de cerdo salada.

− ¿Es eso todo?, − Tom la miró incrédulo. No tenía sentido que ésta forajida ni siquiera hubiera mencionado el dinero. Por supuesto que él no iba a hacerlo. Josie imaginó lo que estaba pensando y le dirigió una fiera sonrisa.

− Señor, si lo que quisiera de su ciudad fuera el dinero, al alba no quedaría nada para esa banda de asesinos.− Recorrió con sus largos y finos dedos el contorno de la culata de sus pistolas. Satisfecha de haber llegado a una especie de acuerdo, Josie silbó para llamar a Phoenix.

A pesar del murmullo por parte de algunos de los ciudadanos de MasonTown a cerca “del plan suicida organizado por aquella perversa mujer”, Josie consiguió situarlos en sus posiciones para el anochecer. A ambos finales de la calle principal, unos hombres esperaban con unos carromatos preparados para evitar que la banda escapara. Sobre los tejados, y vigilando la calle, los más jóvenes y mujeres que no sabían cómo manejar un arma, aguardaban con botellas llenas de aceite y cerillas de sulfuro. Si Josie y los demás hombres armados no podían pararlos, el plan era lanzar las botellas ardiendo sobre ellos. Esperaba que aquello no llegara a suceder, porque los edificios de madera podían arder fácilmente y reducirlo todo a cenizas. Una vez terminados todos los preparativos, lo único que quedaba hacer era esperar. Josie permanecía atrincherada en lo alto de un edificio, con sus ojos continuamente alerta en dirección a la calle principal y a la extensión de tierra yerma que circundaba la ciudad. Rebeca, de buen grado aceptó esperarla en la

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