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EL CONOCIMIENTO ESCOLAR EN DISPUTA EN CHILE: el caso del currículum fracasado de 1992

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Currículo sem Fronteiras, v. 18, n. 2, p. 614-638, maio/ago. 2018

EL CONOCIMIENTO ESCOLAR EN DISPUTA EN CHILE: el caso del currículum fracasado de 1992

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Sebastián Neut

Pontificia Universidad Católica de Chile Katholieke Universiteit Leuven, Bélgica

Resumen

El artículo analiza el intento gubernamental, desarrollado desde marzo de 1991 y, con centralidad, entre marzo y agosto de 1992, por implementar un nuevo currículum para todo el ciclo escolar. Sin embargo, las lógicas de articulación política y de establecimiento de los contenidos ideológicos fueron impugnadas por parte de quienes tenían incidencia en el sistema escolar, especialmente aquellos vinculados a la Dictadura recién terminada, lo que terminó por hacer fracasar la iniciativa.

Este proceso histórico es un ejemplo de la función política e ideológica que tiene el saber escolar y de la discordia que se produce por lograr su control político, lo que lo convierte en un espacio de enorme susceptibilidad y disputa pública. Se realizó una revisión de fuentes oficiales y no oficiales, diarios y periódicos de la época, y dos entrevistas a actores protagónicos del proceso.

Palabras clave: Currículum chileno, historia del currículum, disputa pedagógica, conocimiento escolar, conocimiento oficial.

Resumo

O artigo analisa a tentativa governamental, desenvolvida a partir de março de 1991 e, com centralidade, entre março e agosto de 1992, de implementar um novo currículo para todo o ciclo escolar. Com efeito, as lógicas da articulação política e o estabelecimento de conteúdos ideológicos foram invalidados por aqueles que tinham algum poder sobre o sistema escolar, especialmente aqueles ligados à ditadura recentemente concluída, o que acabou por causar o fracasso da iniciativa.

Este processo histórico é um exemplo da função política e ideológica do conhecimento escolar e da discórdia que é produzida na busca do seu controle político, o que o torna um espaço de enorme suscetibilidade e disputa pública. Uma revisão de fontes oficiais e não oficiais, jornais e periódicos da época, e duas entrevistas com atores principais do processo foram realizadas.

Palavras-chave: Currículo chileno, história do currículo, disputa pedagógica, conhecimento escolar, conhecimento oficial.

Abstract

The article analyzes the governmental attempt, developed from March 1991 and, with centrality, between March and August of 1992, to implement a new curriculum for the whole school cycle. As a matter of fact, the logics of political articulation and creation of ideological contents were blocked by those involved in the school system, especially those linked to the recently completed Dictatorship, which ended up making the initiative fail. This historical process is an example of the political and ideological function of school knowledge and of the discord that is produced by achieving its political control, which makes it a place of enormous susceptibility and public dispute.

A review of official and unofficial sources, newspapers and periodicals of the time, and two interviews with leading actors of the process were carried out.

Keywords: Chilean curriculum, history of curriculum, pedagogical dispute, School knowledge, official knowledge.

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El conocimiento escolar en disputa en chile: el caso del currículum fracasado de 1992

Introducción

La narrativa académica hegemónica que da cuenta de las políticas escolares desarrolladas en el contexto de la transición a la democracia en Chile postula que estas tuvieron “el carácter de políticas de Estado” (Cox, 2003, p.19) y que se trataron “en términos nacionales” (Cox, 2003, p. 43). Tal proceso habría sido, asimismo, inédito y novedoso;

consensual, acumulativo e incremental; técnico, desideologizado y pragmático, e institucionalmente mediado (Cox, 2003; Cox, 2006; Picazo, 2007; Picazo, 2013; Gysling, 2003; Magendzo, 2008).

El presente artículo estudia una contingencia fundamental que fungió a principios de la década de 1990 y que en sus antecedentes, desarrollo y consecuencias pone en cuestión, stricto sensu, tal interpretación. En concreto, desde marzo de 1991 y, con centralidad, entre marzo y agosto de 1992, el ministerio intentó sancionar un nuevo currículum nacional. Sin embargo, las lógicas de articulación técnica, de generación política y de establecimiento de los contenidos ideológicos fueron impugnadas por parte importante de quienes tenían incidencia en el sistema escolar, especialmente aquellos vinculados a la Dictadura recién terminada, lo que terminó por hacer fracasar la iniciativa.

Los escasos estudios que mencionan el proceso (Cox, 2006; Picazo, 2007; Picazo, 2013) interpretan que la causa central del revuelvo estuvo fundado en la ideologización de sectores de oposición cercanos a la Dictadura, quienes percibieron de manera errada que la propuesta era un intento por reinstaurar la Educación Nacional Unificada2, lo que habría impedido ver su naturaleza pragmática y desideologizada. Si bien aquel argumento estuvo presente, resulta inapropiado comprender el proceso a partir de tal “ceguera”. Ello, pues la argumentación desarrollada por los sectores aludidos estaba basada en un corpus ideológico que respondía a un ambiente de pensamiento muy difundido en la época, el que, además, se posicionó a nivel público con un enorme éxito. Tal interpretación – como contraparte – impide ponderar la naturaleza política e ideológica que inevitablemente poseía el proyecto curricular del gobierno, aunque apelase a su despolitización y desideologización.

De hecho, este pensaba que el diseño e implementación de un nuevo currículum nacional debía realizarse a partir de una acción técnico-política de restringido debate público, de manera tal de conjurar el populismo y la ideologización. Al diseño experto se contraponía la consideración de que era necesario permear la totalidad del proceso educacional de determinados fundamentos éticos, vinculados al conservadurismo católico, al neoliberalismo y a los derechos humanos. Por el contrario, la oposición consideraba que un amplio debate nacional era una condición necesaria para legitimar una materia tan importante para el futuro de la nación. Con todo, ello no implicaba una defensa del currículum común; por el contrario, consideró que la propuesta era un intento de ideologizar al sistema escolar y de poner en peligro la libertad de enseñanza.

El proceso reseñado es un ejemplo de la función política e ideológica que tiene el saber escolar y de la discordia que se produce por lograr el control del “conocimiento oficial”, es decir, “el conocimiento educativo que construye el Estado y distribuye a las instituciones escolares”. En la medida en que este remite al “discurso moral que crea orden, relaciones e

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identidad” (Berstein, 1996, p. 92), resulta un espacio de enorme susceptibilidad y de disputa política e ideológica (Apple, 2008, p. 18; Williams, 2003, pp. 127-128; Tadeu Da Silva, 1999, p. 5; Gimeno, 2010). Esto explica el que “la reforma de los curricula surge de la lucha entre grupos para convertir sus inclinaciones (y centros de atención) en norma y práctica del Estado” (Berstein, 1996, p. 92), lo que convierte al currículum en un políticamente sensible

“territorio en disputa” (Arroyo, 2013).

El presente artículo se sitúa en tal línea de investigación, en el sentido de que “la construcción del conocimiento prescrito, entendida en términos de conflictos, negociaciones, transacciones, imposiciones, intereses y luchas por el poder entre diversas tradiciones, subculturas y grupos de profesores, forma parte de la misma práctica” (Viñao, 2006, p. 250) educacional y no un apéndice político externo a la realidad escolar. Tal advertencia ayuda a conjurar un peligro que acecha a la investigación educacional actual chilena, a saber, restringir la explicación del fenómeno escolar a la búsqueda de “variables dentro del aula, o, por lo menos, dentro del marco individual de la escuela” (Goodson, 2000, p. 54).

Respecto a la estructura del escrito, un primer capítulo presenta el proyecto educacional diseñado por el equipo ministerial de educación de la transición a la democracia y las implicaciones políticas e ideológicas que tuvo la sanción legal de la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza. El segundo capítulo reconstruye el mecanismo político y sustento ideológico de construcción curricular de 1992. Un tercer capítulo devela la pugna política que se produjo en torno a la forma de construcción de la propuesta, mientras que una última sección desentraña la gramática pedagógica (Depaepe, 2006) e ideológica que articuló el posicionamiento de los diferentes actores involucrados en el debate curricular. En la conclusión se relevan las principales consecuencias que tuvo este evento para la generación de políticas educacionales futuras.

Para concretar la reconstrucción histórica hemos llevado a cabo una revisión documental de fuentes oficiales –como decretos y leyes-; documentos generados por el ministerio de educación; publicaciones de centros de pensamiento, y de prensa de la época, especialmente los diarios El Mercurio, La Nación y La Segunda, así como del semanario El País. Asimismo hemos realizado dos entrevistas a actores protagónicos del proceso descrito.

Contexto Histórico Educacional

El programa de educación de la Concertación de Partidos por la Democracia

El equipo formado para sumir el primer ministerio de educación del proceso redemocratizador tuvo una sentida convicción,a saber, que en un contexto en el que lo más importante para el oficialismo era consolidar la renaciente democracia, el ámbito educacional no sería considerado prioritario o estratégico, por lo que no debía constituir un flanco de molestia para tal fortalecimiento. Tal como manifestaba el ministro Ricardo Lagos, “asumió un Ministerio de Educación en un gobierno… en donde, por cierto, las prioridades eran otras.

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La primera prioridad era el manejo de la transición de la dictadura a la democracia”

(Entrevista a Lagos en Espínola, 1999). En consecuencia, se intentó postergar lo más posible, y de manera explícita, toda iniciativa de política educacional que pudiese herir susceptibilidades en los empoderados sectores afines a la Dictadura, cuya dimensión por antonomasia era la ideología, asociada en primer término al currículum.

Jaqueline Gysling relata al respecto que en la formulación de políticas por parte de los equipos educativos de la Concertación que enfrentaron la elección presidencial de 1989 “el currículum no es lo central”, para aventurar una explicación: “yo creo que no es lo central también porque… cuando se discute del currículum, sí o sí vas a caer en la conversación ideológica”. En consecuencia era preferible “no meterse en la discusión curricular para evitar eso” y que “la idea es postergar al máximo la entrada a esa discusión” (Entrevista a Jacqueline Gysling, enero, 2015). Al respecto, Cristian Cox, integrante de aquel equipo, planteaba que:

El currículum es la dimensión más política de la educación, en el fondo. Tienes que ponerte de acuerdo sobre los fines, para qué educar, en base a qué educar y por qué educar. No te haces esas pregunta si estás pisando sobre huevos y estás cuidando de que la democracia se establezca y se enraíce y salga Pinochet y los generales de ser la sombra sobre la transición (Entrevista a Cristian Cox, 2015).

En consecuencia, y aunque el nuevo ministerio provocó un quiebre en el discurso regulativo propugnado por la Dictadura al proponer una educación para la equidad y la calidad (Picazo, 2013), decidió mantener vigentes los planes y programas dictatoriales, que se basaban en la integración funcional al mercado laboral neoliberal y la naturalización de la desigualdad social (Neut, 2016; Lira, 2004; Magendzo, 1988). Ello se produjo, además, en un momento ideológico en el que los actores de políticas pensaban que era posible y además deseable evitar el tratamiento ideológico de los temas educacionales (Cox en García, 1989) y que, de manera virtuosa y simultánea, se ingresaba en una época de baja intensidad en esta sensible dimensión (Brunner y Cox, 1993)3.

Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE) y sus consecuencias

De todas formas la agenda gubernamental no logró tener un camino de implementación tranquilo ni lineal, entre otros motivos, porque la Dictadura despachó a última hora4 la LOCE que prescribía la Constitución de 1980, lo que daría un nuevo marco al desarrollo institucional y político en el ámbito educacional. Esta ley creó una nueva institución, el Consejo Superior de Educación (CSE), un organismo autónomo cuyas funciones fueron de acreditación de las instituciones de Educación Superior; asesoramiento al ministerio, y de aprobación de los objetivos fundamentales y contenidos mínimos de la enseñanza escolar presentados por el mismo ministerio.

Si hasta ese momento este establecía los planes y programas para las instituciones escolares, ahora solo debería proponer al CSE un mínimo escolar compartido a partir del

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establecimiento de planes, objetivos y contenidos (Art. 18), de manera tal que cada institución tuviese la posibilidad de generar sus propios programas de estudio (una vez aprobados por el Ministerio). Aunque los investigadores han planteado que tuvo la finalidad de restringir la incidencia ideológica del Estado en la educación (Gysling en Cox, 2003), es clave considerar que estatuyó el sentido global de esta (Art. n° 2) y definió los objetivos generales y los requisitos mínimos de egreso de cada ciclo escolar (Arts. n° 11, 12, 13 y 14).

A pesar de que el CSE fue planificado como un “enclave autoritario” más5, el oficialismo logró controlar a la mayoría de sus integrantes, dado que los representantes de las instituciones de educación superior y del Instituto de Chile estaban vinculados a la Democracia Cristiana6, como manifestaba en la época El Mercurio (18 de marzo,1992, A3.) y lo refrenda Cox al decir que “el consejo tenía una composición tal que no generó contradicción con el ministerio… y era liderado por concertacionistas” (Cox, 2015).

Finalmente, la ley estipuló que los objetivos y contenidos mínimos se establecerían “a partir del 1° de enero de 1991” (Art.n° 79), es decir, el ministerio disponía de algunos meses para generar la propuesta.

Política e ideología en el currículum de 1992

El plazo acotado terminó por forzar una política que estaba fuera de la agenda educativa (Cox, 2003; Picazo, 2007). Para enfrentar la situación, el ministro Lagos designó una comisión técnica en el Centro de Perfeccionamiento e Investigaciones Pedagógicas (CPEIP), la que evacuó un documento que fue rechazado por el CSE, “en base a criterios técnicos y de consistencia interna y comunicabilidad” (Cox, 2003, p.4) en diciembre de 1990. Como consecuencia, y siguiendo “los mandatos del contexto y de la política, más que de la ley”

(idem, p. 6), ambas instituciones concordaron la ampliación del plazo de presentación, sin establecer una fecha definitiva.

Para dar cumplimiento a la ley, el ministro formó en julio de 1991 una Comisión Técnica Central, la que estuvo “compuesta por 11 profesionales del Mineduc (Gysling, 2003, p. 220).

Quien lideró tal proyecto, Eduardo Castro, afirmaba que la propuesta deberá “establecerse por ley a partir del próximo año” (Castro, 1991, p. 42). Este grupo técnico-político solo solicitó apoyo a agentes del ministerio, de departamentos provinciales de educación, de instituciones de educación superior y a algunos académicos e investigadores (Propuesta Objetivos Fundamentales y Contenidos Mínimos, 1992). No obstante, para el comité “el proceso de participación fue amplio, en términos de la representatividad de los profesores y de los técnicos consultados” (Propuesta, 1992, p.1).

Tal modelo de construcción de currículum no resultó azaroso. Quienes accedieron a cargos de responsabilidad política en el Ministerio de Educación habían producido un enorme cuerpo teórico en torno a las características que debía tener la educación en democracia.

Postularon que el “desquiciamiento” padecido por el sistema educacional en los años previos al golpe de Estado de septiembre de 1973 tenía como causa central su ideologización y la introducción de lógicas clientelares, las que terminaron por “politizarlo” (Cox, 1985). Por

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ello en el nuevo contexto era requerido un manejo “experto” en el campo, lo que conduciría a la toma de medidas estrictamente “técnicas” y fuera de toda consideración política e ideológica (Cox, 1985; Núñez, 1987; Brunner y Cox, 1993).

La propuesta curricular resultante – conocida como Anteproyecto – estableció una forma inédita en la estructura curricular chilena, que consistió, por una parte, en el establecimiento de Objetivos Fundamentales Verticales, “cuyo carácter específico circunscribe su acción orientadora sólo a determinados cursos”. Por otra, estipuló Objetivos Fundamentales Transversales (OFT), que “demandan acciones didácticas y educativas de parte de todas las instancias y agentes involucrados en el quehacer escolar”, siendo comunes a todos los niveles. Los OFT, en consecuencia, “poseen casi sin excepción un marcado sesgo ético- axiológico” (Propuesta, 1992, p. 6).

Los OFT estuvieron permeados por las tradiciones ético-políticas asociadas a los derechos humanos, al neoliberalismo y al catolicismo conservador, como se podrá ver a continuación. Por ejemplo, los “relativos a la formación moral de los alumnos”, (Propuesta, 1992, p. 20) relevaron la trascendencia “hacia planos ascendentes de espiritualización, bienestar y felicidad, [de] respeto, amor y protección al prójimo [y de] amor y respeto por la verdad, la justicia y la belleza” (Propuesta, 1992, p. 20). Otros enfatizaron el “desarrollo de comportamiento autónomo, del espíritu de iniciativa, de empresa y las capacidades para prever las consecuencias de los actos” (Propuesta, 1992, p. 21). Otra categoría de OFT estableció “temáticas emergentes” acordes a los requerimientos de los nuevos tiempos (Propuesta, 1992, p. 7): los Derechos Humanos, la Creatividad, la Revolución Científico- Tecnológica, Afectividad y Sexualidad Humana, Protección y Defensa del Medio Ambiente y la Valoración de la Cotidianeidad. Esta categoría estaba alineada al ideario de los Derechos Humanos (Propuesta, 1992, p. 21) y, como se explicitará más adelante, fue la que generó mayor polémica.

¿Un gran debate nacional de educación?

Como ya se mencionó, “no estaba en el espíritu de las nuevas autoridades democráticas la idea de convocar a un encuentro nacional sobre la educación como algunas voces de la derecha lo reclamaban”, en virtud de que –según sus protagonistas – “no se quería ideologizar la discusión” (Picazo, 2014, p. 319). Por ello la propuesta curricular solo fue comunicada a fines de 1991 a representantes de la Confederación de la Producción y el Comercio (CPC), de la Federación de Instituciones de Educación Particular (FIDE) y del Colegio de Profesores (El Mercurio, 5 de marzo de 1992, C7). Dirigentes de la CPC plantearon que “no participaron en forma institucional en la elaboración del informe entregado al Consejo Superior, salvo en algunas reuniones de carácter informativo” (El Mercurio, 19 de marzo de 1992, C1).

A partir de estas, el Anteproyecto “es conocido por los medios de comunicación e ingresa, no por diseño, a la arena pública” (Cox, 2003, p. 6). Consultado por parte de la prensa el 4 de marzo acerca de la existencia de tal iniciativa, el subsecretario de Educación respondió que “el trabajo fue participativo, pero la ley dice que le corresponde al Ministerio de

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Educación hacer la propuesta y que la cartera va a cumplir con esta responsabilidad” (El Mercurio, 5 de marzo, 1992, C7). El 9 de marzo el ministro expresaba públicamente que

“estamos entregando a consideración del CSE, una propuesta de objetivos fundamentales y de contenidos mínimos para cada curso de los ciclos básicos y medios” (La Nación, 10 de marzo, 1992, p. 14), mientras que un par de días después respaldaba su diseño político al afirmar que “hacer un debate es ejercer una suerte de presión que no queremos que ocurra sobre el Consejo Superior” (El Mercurio, 12 de abril de 1992, D20).

El gobierno hizo entrega de la propuesta al CSE el día 12 de marzo, aunque no fue presentado dando cumplimiento al artículo n° 18, que lo sometía a su evaluación, sino que en calidad de consulta (LOCE, art. 37f). Lo más probable es que con tal decisión el ministerio buscase repetir el fracaso de construcción curricular ocurrido en 1990. De todas formas, el documento solo fue hecho público en abril (Magendzo, 1992) junto con una cartilla de educación sexual, días antes de que el mismo CSE evacuara su informe (CSE, 11 abril 1992, acuerdo n° 51/92).

Aun así, el proyecto del gobierno de institucionalizar y tecnificar la toma de decisiones educacionales encontró férreas resistencias, fundamentalmente por parte de aquellos sectores que defendían el legado dictatorial. Los dirigentes de la CPC Carlos Neely y Carlos Schlesinger habrían manifestado al equipo ministerial que “estos temas, de tanta importancia para la suerte de millones de niños, debían recoger la opinión de muchos otros sectores de la sociedad chilena” (El Mercurio, 5 de marzo, 1992, C7).

Pronto el diario más influyente del país –y opositor de derecha – El Mercurio se sumó a las críticas. En su editorial del 18 de marzo se leía que “resulta extraño que en plena democracia se maneje con sigilo, en una primera etapa, el contenido de la proposición educacional” (El Mercurio, 18 de marzo de 1992, A3), para a continuación plantear una idea que ganaría cada vez más fuerza, a saber, que “la determinación administrativa de los planes y programas de estudio es un asunto crucial, respecto del cual debiera existir un amplio debate nacional” (El Mercurio, 18 de marzo de 1992, A3). Ese mismo día el gremio empresarial planteaba “la necesidad de realizar un debate de carácter nacional en torno a los objetivos fundamentales y contenidos mínimos para el sistema escolar” (El Mercurio, 19 de marzo de 1992, C1). En esta misma línea, pero en un tono conciliador, Julio Valladares, representante del Colegio de Profesores, proponía que “ojalá, se tomen en cuenta las mayores opiniones sobre el tema” (El Mercurio, 19 de marzo de 1992, C1).

Frente a tales interpelaciones, el ministerio se mostró dispuesto a aceptar aportes, los que serían recibidos hasta el 11 de abril (El Mercurio, 19 de marzo, 1992, C1). Asimismo, para dar a conocer la propuesta planificó una Jornada Técnica de Difusión del documento, entre cuyos invitados se encontraban “la Confederación de la Producción y el Comercio… los encargados educacionales de los partidos políticos, los presidentes de las comisiones de educación del Senado y de la Cámara de Diputados, junto a otras entidades” (El Mercurio, 21 de marzo, 1992, C9) como el Colegio de Profesores.

El resultado de tales iniciativas amplificó las voces de alerta, a las que se sumó la derecha política. Eugenio Cantuarias – alcalde designado durante la década de 1980 y senador – planteaba el 10 de mayo que la propuesta tenía un

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carácter confidencial [y que] tanto su elaboración como su contenido final han carecido de un debate previo que involucrara a todos los sectores de nuestra sociedad, no obstante la innegable trascendencia que su aplicación ejercerá en el destino de las futuras generaciones de estudiantes (El Mercurio, 10 de mayo, 1992, E19).

A estas alturas, y como con lucidez planteó un periodista, “lo que había nacido como un proyecto destinado al CSE, ahora estaba convertido en una polémica nacional” (El Mercurio, 12 de abril, 1992, D20). De acá en más, el ministro de educación asistió a un importante programa de entrevistas para dar cuenta del Anteproyecto y este se debatió al interior de instituciones educativas (Edwards et al, 1995, p.140), en el Congreso Nacional (El Mercurio, 7 de mayo, 1992, C7), en el amplio abanico de partidos políticos (El Mercurio, 12 de junio, 1992, C4), en el Colegio de Profesores y en la masonería, entre otros.

A pesar de la polémica levantada, el gobierno empezó a manifestar que la propuesta debía ser perfeccionada pero no rehecha. En consonancia con esto, el CSE dio una opinión muy favorable respecto del Anteproyecto, al que solo pedía mayor especificación de sus componentes (CSE, Acuerdo n° 51, 1992). Como resultado de las presiones, el subsecretario hizo un llamado “a todos quienes quieran aportar planteamientos sobre los ‘objetivos fundamentales y contenidos mínimos’ [para que en un plazo de] 2 ó 3 meses los hagan llegar a dicha secretaría de estado” (El Mercurio, 12 de mayo, 1992, C9).

Tal invitación originó una nueva fase política, en la que las instituciones iniciaron procesos de consulta interna para producir aportes propios. El Colegio de Profesores y la CPC convocaron a sendos encuentros nacionales de sus respectivas bases (El Mercurio, 1 de junio, 199, C10; idem, 15 de junio, 1992, A11). Además, en el seno del mismo Congreso Nacional se conformó una Comisión Especial7, la que inició sus actividades de evaluar el Anteproyecto (El Mercurio, 16 de junio, 1992, C7). A estas alturas la presión ejercida para aplazar y, de ser necesario, desechar la propuesta, se mostraba exitosa, como lo reconocía el diario de derecha:

El debate suscitado en días pasados entre el Presidente de la Confederación de la Producción y el Comercio y el Ministro de Educación demuestra que las gestiones de diversos grupos, y entre ellos de dicha entidad gremial, para provocar un fecundo intercambio público sobre el tema de los objetivos fundamentales y contenidos mínimos de la enseñanza han logrado sus propósitos (El Mercurio, 25 de junio de 1992, A3).

Entonces la situación política se centró en la espera de los documentos institucionales, los que fueron finalmente entregados por la FIDE (El Mercurio, 16 de junio, 1992, C9), la CPC (El Mercurio, 8 de agosto 1992, C8) y la Conferencia Episcopal (El Mercurio, 8 de agosto 1992, C8). Producto de la paciencia gubernamental el presidente de la CPC, José Antonio Guzmán, llegó a afirmar a fines de agosto que “la propuesta del Ministerio en el

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proyecto sobre Objetivos Fundamentales y Contenidos Mínimos para la educación se ha formulado en un momento oportuno” (El Mercurio, 22 de agosto, 1992, C13).

Con los aportes recibidos, el ministro mantenía la opinión de que el Anteproyecto podía quedar sancionado legalmente antes de fin de año (El Mercurio, 12 de agosto, 1992, C8).

Aunque la retórica ministerial tomó finalmente una apertura a la incorporación de opiniones, de acá en más la institución intentó apagar la polémica desechando el Anteproyecto. Fue la última gran tarea del ministro antes de dejar su cargo el 27 de octubre de 1992 para asumir una precandidatura presidencial.

La Conferencia Episcopal y el currículum

La irritabilidad política e ideológica involucrada en el espacio curricular fue tal, que incluso se produjo una situación compleja al interior de la jerarquía eclesiástica y entre esta y el gobierno. El día 25 de marzo monseñor Camilo Vial, encargado de educación de la Conferencia, y monseñor Faustino Huidobro, Vicario de la educación, se reunieron con el ministro del ramo, recogiendo con beneplácito la medida (El Mercurio, 26 de marzo, 1992, C9). Aunque algunos días después Faustino Huidobro corroboraría tal postura (El Mercurio, 30 de marzo, 1992, C8), el obispo de Rancagua, monseñor Medina, planteaba días más tarde que “es una falta de realismo publicar un documento de esta envergadura e importancia y conceder menos de dos meses para enviar aportes” (El Mercurio, 7 de abril. 1992, C5).

El tema fue tratado en la sexagésima asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal que se desarrolló a principios de mayo. A diferencia de ocasiones previas, al final del encuentro no se produjo una rueda de prensa y se prefirió entregar un comunicado cuya parte más extensa estaba referida al documento curricular, en el que se leía:

la Iglesia ha aportado sus puntos de vista, tanto positivos como críticos a las propuestas del Ministerio de Educación. Reconoce y agradece la deferencia que se ha tenido al consultársele… Ante versiones que hacen aparecer a la Conferencia Episcopal apoyando el documento de trabajo sobre educación sexual, debemos manifestar que ésta no se ha pronunciado sobre el mencionado documento (Comité Permanente del Episcopado, Asamblea Plenaria 63°, 1992).

Asimismo encargó a “su Área de Educación, un detallado informe acerca de la reforma educacional que el Gobierno está impulsando” (Comité Permanente del Episcopado, Asamblea Plenaria 63°, 1992). A pesar de que la institución intentó zanjar de manera interna sus diferencias, radicando prontamente los debates en la Comisión doctrinal del Episcopado (El Mercurio, 24 de mayo, 1992, C1-C4), la intensidad del debate público no menguó. De hecho, se produjo una escalada de opiniones que hicieron sospechar la existencia de un profundo quiebre dentro de la jerarquía y, a la vez, entre parte de esta y el gobierno. Frente a críticas vertidas por monseñor Cristian Caro, el ministro secretario general de gobierno, Enrique Correa, debía explicar públicamente que había tratado infructuosamente de tener

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contacto con la Conferencia Episcopal para aclarar lo que pudiese estar provocando algún desencuentro (El Mercurio, 12 de junio, 1992, portada y A20; La Nación, 12 de junio 1992, p. 6). Para aplacar tales rumores, en la sesión ordinaria del miércoles 8 de julio el Comité Permanente del Episcopado decidió emitir una declaración en la que planteaba que

esta diversidad de opiniones ha suscitado preocupación en algunos como si la diversidad de juicios implicara un división profunda en la Iglesia [...] Cuando la Iglesia, a nivel nacional, quiere dar a conocer su juicio sobre determinadas materias lo hace a través de la Asamblea Plenaria de los Obispos o en receso de aquella, a través del Comité Permanente del Episcopado (Comité Permanente del Episcopado, 8 de julio, 1992).

La situación más conflictiva se produjo tras una publicación del semanario ultraderechista El País, el que tituló la edición correspondiente a esa fecha: “Con proyecto educacional el gobierno intenta dividir a la Iglesia” (El País, 9 al 15 de Julio, 1992, Portada), cuestión que incluso debió ser desmentida públicamente por la misma Conferencia Episcopal (Servicio, Agosto 1992, p. 3).

El comité permanente del episcopado, a partir del trabajo de su comisión doctrinal, entregó el informe de su posición oficial al ministerio el 18 de agosto. Con esto dio por solucionado el impasse público. Mientras que el ministro de educación “resaltó la calidad de

‘aporte’ y no crítica que hizo la Conferencia Episcopal de Chile a la propuesta ministerial sobre objetivos fundamentales y contenidos mínimos de la educación” (El Mercurio, 21 de agosto, 1992, C1- C3), el presidente del episcopado expresó que “las discrepancias surgidas al interior del clero chileno fueron subsanadas en forma civilizada” (El Mercurio, 19 de agosto, 1992, C5). A esas alturas el ministro Lagos intentaba terminar con la polémica liquidando la propuesta.

El pensamiento educacional de los actores: ideología y currículum

El presente capítulo está destinado a comprender las argumentaciones ideológicas levantadas en el debate a partir de aquellos temas que generaron mayor controversia: el nivel de definición central de un currículum común, la manera en que el Estado debía intervenir en el proceso de socialización, y los alcances valóricos y actitudinales involucrados en tal proceso, especialmente en lo relacionado a los OFT. Es reconocible una configuración del campo pedagógico de transacción y disputa, que se articuló en torno a quienes apoyaban y quienes impugnaban la propuesta. Al mismo tiempo, los diferentes actores que se insertaron dentro de cada posición levantaron fundamentos propios, cuestión que da cuenta de la inestabilidad propia del campo.

Actores que apoyaron la propuesta

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Quienes defendieron la propuesta fueron el oficialismo -a través del ministerio del ramo, el diario oficialista La Nación, y los partidos políticos de la coalición gobernante –, algunos centros de pensamiento educativo – específicamente el Programa Interdisciplinario de Investigaciones en Educación-, y el Colegio de Profesores. Por una parte arguyeron que, respecto de la tradición curricular chilena, la propuesta establecía márgenes más amplios de flexibilidad curricular; mientras que por otra, postularon que existía un “mínimo común” que aseguraba la integración social de las nuevas generaciones. Asimismo, plantearon que los valores que estaban a su base eran compartidos por la comunidad nacional, lo que los hacía no ideológicos y no proselitistas.

Gobierno y oficialismo

En relación al planteamiento político pedagógico el ministerio interpretaba que la estructura curricular del Anteproyecto resultaba inédita, al abrir un margen no menor de flexibilidad en torno a la generación de planes y programas institucionales propios. Al respecto, el ministro planteaba que los contenidos mínimos comunes debían abarcar aproximadamente el 80% del año escolar, mientras que “el 20% restante puede el establecimiento dedicarlo a su especificidad: reforzando la parte matemática, o la artística, esa es la libre elección del establecimiento” (El Mercurio, 15 de marzo, 1992, A16). En la misma línea, el subsecretario de educación comentaba que en la propuesta “la flexibilidad se amplía, bajo el criterio de motivar metodologías activas, o sea, un rol conductor del profesor, pero, al mismo tiempo, gran creatividad del alumno” (Comisión, 1992, p. 29).

Por lo dicho previamente, rechazaban la opinión de quienes pensaban que restringía la libertad de enseñanza, la que, por el contrario, era profundizada. En este sentido, Raúl Allard descartó “toda posibilidad de estatización incorporada a los programas de estudio de la educación chilena, indicando que, por el contrario, en estos ‘hay mayor flexibilidad’” (La Nación, 21 de abril, 1992 p.6). Para el ministro la libertad de enseñanza hasta ese entonces había “consistido solo en la facultad de abrir y mantener establecimientos. Lo que se propone es un instrumento para una libertad prácticamente no ejercida: la libertad de cada establecimiento educacional – privado y público – para elaborar planes y programas propios”

(El Mercurio, 7 de mayo, 1992, C7). De todas formas, el gobierno rechazaba la posición de sectores de derecha que impugnaban la idoneidad de contar con un currículum de base común. Ello, pues “esta libertad debe ser compatible con un sentido de integración nacional, a través de un ordenamiento mínimo que compartan los establecimientos educacionales del país” (El Mercurio, 15 de marzo, 1992, A16).

Por otra parte, el ministerio negaba que contuviese algún sesgo político o doctrinario (El Mercurio, 25 de marzo, 1992 C7; El Mercurio, 31 de marzo, 1992, C8), lo que, sin embargo, no equivalía a postular la inexistencia de fundamentos éticos. En palabras del ministro, “es iluso una educación desprovista de criterios valóricos y puramente cognitiva” (El Mercurio, 31 de marzo, 1992, C8). Al respecto, frente a la acusación de que la propuesta estaba

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permeada por el “relativismo moral” al no definir una antropología explícita que sirviese de marco regulador de la educación, desde el ministerio respondían “que esta concepción del ser humano se deduce claramente en el proyecto mismo y es la que está internalizada en la propia sociedad chilena” (El Mercurio, 21 de agosto, 1992, C1 y C3). En otra ocasión planteaba que “no hay relativismos. Lo que estamos impulsando son los valores basados en la persona humana. Y esos son los valores concentrados por toda la sociedad chilena” (El Mercurio, 9 de julio, 1992, C7). El subsecretario Allard abundaba en tal apreciación, al plantear que se estaba “formando hombres con ciertos valores esenciales, propios de la civilización cristiano occidental en que estamos y, específicamente, de la sociedad chilena.

Es bueno que esos valores se expliciten, pero en la perspectiva de un concepto fundamental:

la persona humana” (Comisión Senado, 1992 p. 31).

En el proyecto ministerial el tema de los derechos humanos, uno de los que causó mayor conflicto, fue vinculado a la defensa de la democracia liberal antes que al recuerdo y recuperación ética de las violaciones a estos cometidas hacía solo un par de años antes. Al respecto, el director del CPEIP, Gabriel de Pujadas, decía que “un currículo pertinente a la idea de realización de una democracia plena debe considerar una perspectiva ética, en la cual los derechos humanos y el respeto por el otro sean uno de los elementos fundantes”

(Magendzo, 1992, p. 1).

Junto con ese tema tomó fuerza el de la habilitación para el mundo laboral. El ministerio insistía en la necesidad de formar a las nuevas generaciones en habilidades blandas, las que les permitiesen incorporarse a un mercado laboral desregulado y sometido a fuerzas globalizadoras. En tal sentido, Allard explicaba que “la idea es ir formando al niño y joven, desde pequeño, en esta capacidad de emprender, de crear su propio empleo, que tiene mucho que ver con una economía dinámica” (El Mercurio, 5 de marzo, 1992, C7).

Finalmente el ministerio debió tomar postura pública respecto al tema de la sexualidad y el género. Para el ministerio resultaba imprescindible enfrentarlo con una mirada que incorporase como criterio el contexto social y cultural vigente, especialmente, como planteaba el ministro, en relación al “cambio de la conducta sexual de la juventud y la amenaza del Sida [que] colocan a esta materia en lo que es precisamente un ‘tema emergente’” (El Mercurio, 21 de agosto, 1992, C1 y C3).

El Colegio de Profesores

Las máximas autoridades de esta entidad gremial estaban alineadas con el oficialismo, entre otros motivos porque parte importante de sus representantes eran democratacristianos.

La entidad evaluó de manera positiva el nivel de intervención estatal sobre el proceso pedagógico. Su presidente opinaba que no creía “que el documento en cuestión ponga en peligro la libertad de enseñanza” y que “la propuesta sobre los objetivos fundamentales y contenidos mínimos es curricularmente flexible en el sentido que apunta a una educación de unidad e integración nacional” (El Mercurio, 26 de marzo, 1992, C4). En misma línea, el Vicepresidente Nacional planteaba que la

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mayor preocupación era que esta libertad curricular o de enseñanza significara una dispersión cultural y una suerte de atomización. Nos parece que la fórmula general de haber señalado que el 80 por ciento de los contenidos sea común y obligatorio garantiza una identidad nacional. Es una situación que se resuelve positivamente (El Mercurio, 19 de marzo, 1992, C1).

En relación a los contenidos doctrinarios, la institución se mostró contraria a quienes planteaban que estaban ideologizados, aunque tal opinión solo alcanzó un nivel declarativo.

Para Verdugo “no tiene sesgo político. No hay resocialización ni estatismo. No hay una vuelta atrás. Las críticas sobre manipulación e ideologización están fuera de contexto y no las comparto” (El Mercurio, 30 de marzo, 1992, C5). En la misma línea, respecto de los temas emergentes, la entidad negó que existiese un afán por imponer un código estatista, ya que

“los objetivos transversales y temas emergentes a la familia le cabe un rol sustantivo y anterior a los organismos públicos” (El Mercurio, 2 de abril, 1992, C6).

Con todo, la visión de la cúpula no representaba al universo de sus integrantes. Por ejemplo el dirigente Mario Delanays, militante UDI, expresó que la propuesta “pretende manipular e instrumentalizar sus objetivos” y que “con ella se busca el control de la tarea del profesor, sin considerar factores geográficos, socioeconómicos y culturales, en que se produce el proceso de enseñanza aprendizaje, por tanto, es solo una intromisión a la capacidad que tiene el docente” (El Mercurio, 10 de abril, 1992, C11). Por el contrario, el dirigente comunista Jorge Pavéz expresó en tono general “que aparece sorprendente que los partidos políticos de la derecha expresen que hay un intento de estatizar la educación, cuando, al contrario, deberían estar muy contentos, pues todo sigue exactamente igual que antes” (El Mercurio, 4 de mayo, 1992 C5).

Centros de pensamiento progresistas: el Programa Interdisciplinario de Investigaciones en Educación

El Programa Interdisciplinario de Investigaciones Educativas (PIIE, 1992; La Nación, 19 de abril, 1992, p.6; La Nación, 4 de julio, p. 13; Magendzo, 1992) se constituyó en el principal núcleo académico que defendió la propuesta. Para sus académicos el currículum se debía jugar en las decisiones centrales y en las locales, mientras que los valores en los aspectos comunes como en los diferenciadores. Para ellos la noción clave era mantener un

“equilibro” curricular. Respecto del nivel de flexibilidad de la propuesta, el curriculista Abraham Magendzo expresaba que de manera inédita

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se observa una clara y bien definida tendencia de desconcentrar el proceso de elaboración de currículum, compartiendo responsabilidades. Estimo que el hecho de que otros niveles educacionales distinto al nivel estatal comiencen, a partir de un “rayado de cancha” establecido por el Estado (OF CMO), a incursionar en propuestas curriculares que perfilen una identidad educacional propia, constituye un desafío educacional indiscutible (La Nación, 19 de abril, 1992, p.6).

Con todo, ello no implicaba eliminar la función estructuradora que tenía el Estado en la definición de un marco curricular cultural común. En referencia a tal “rayado de cancha”, Rolando Pinto retrucaba a quienes planteaban que este no era necesario, que “el carácter nacional y obligatorio a los OF y CMO… genera una condición de no discriminación de la enseñanza, impartida a lo largo y ancho del país asegurando por igual el movimiento y continuidad de la formación” (PIIE, junio 1992) de los estudiantes.

Asimismo, los investigadores rechazaban el requerimiento de sectores opositores para quienes la propuesta incursionaba en un terreno ético que debía quedar salvaguardado a la intromisión del Estado. Frente a ello planteaban que

Es imposible imaginar una propuesta curricular sin que contemple una referencia a la formación ético-axiológica… No debemos olvidar que, en definitiva la educación está llamada a formar una moral, a entregar condiciones para el desarrollo de una identidad, para la formación de una conciencia… Ahora bien, en este plano no correspondería – o más bien sería antitético a su naturaleza – no ser explícitos y claros (PIIE, junio 1992, p.5).

Enfrentando a quienes planteaban que se estaba imponiendo un código valórico particular, el mismo autor postulaba que los OFT propuestos tenían un “carácter nacional e institucional” ya que “hay una tendencia unánime en la sociedad para que se enfrenten con altura de miras y de manera formativa los temas más centrales que hoy aquejan a la sociedad moderna” (PIIE, junio 1992, p.6), es decir, los “temas emergentes” del Anteproyecto. Con todo, planteaba que “los temas relevantes son, y no podría ser de otra forma, el espacio de mayor tensión de la Propuesta” (PIIE, junio, p.15), especialmente Derechos Humanos y Afectividad y Sexualidad.

Otra investigación retrucaba a los sectores que se oponían a la propuesta en virtud de que pensaban que estaba ideologizada. Estos lo fundamentaban en que

la propuesta hace una sugerencia de los valores a nivel abstracto y de deber ser.

No podría ser de otra manera en un documento de carácter general y cuyo objetivo es marcar una orientación, un sentido, un horizonte para las acciones educativas que adquirirán múltiples dinámicas en los diferentes establecimientos educacionales. En este sentido, uno no puede sino estar de acuerdo con el conjunto de valores sugeridos ya que estos expresan – a nuestro modo de ver – una ética humanista, y haciéndose cargo de problemas fundamentales que el desarrollo le plantea a la sociedad (Edwards en PIIE, junio 1992, p. 50).

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En síntesis, los investigadores ponderaban de manera muy positiva la estructura pedagógica de la propuesta así como los valores que proponía y rechazaban las críticas que ellos pensaban se hacía a la propuesta: que esta no estaba basada en la neutralidad ética o que, por el contrario, estaba hiperideologizada.

Oposición al documento

Quienes impugnaron el proyecto fueron los gremios empresariales –especialmente la CPC-, centros de pensamiento de derecha neoliberal – específicamente Libertad y Desarrollo – y el conservadurismo católico. Todos ellos encontraron en el diario El Mercurio un espacio de amplificación de sus opiniones. Para esta parcialidad la propuesta resultaba lesiva de la libertad de enseñanza, al establecer márgenes menores de flexibilidad curricular. Estos, de hecho, debiesen ser casi totales en la medida en que se resguardasen valores fundamentales de la nación, como el esfuerzo por integrarse al mercado laboral, el amor a la patria y/o el respecto por una antropología de base cristiana conservadora. Por ello mismo, la tendencia de la propuesta a prescribir el tratamiento de valores como los derechos humanos, la ecología o el género no resultaba adecuada, debiendo quedar estos temas confinados a la estricta libertad de los padres sobre la educación de sus hijos.

La Corporación de Fomento de la Producción

En la multigremial de los empresarios existía poca preocupación en torno al tema de la intervención pedagógica del Estado en el currículum y, por el contrario, mucha más en torno a los contenidos procedimentales y valóricos que debían ser inculcados a las nuevas generaciones. De hecho, los representantes de la institución consideraban que “el documento confeccionado en el Ministerio de Educación está bien hecho en términos técnicos y pedagógicos” (El Mercurio, 19 de marzo, 1992, C1). Asimismo, que el problema del nivel y alcances en la actuación curricular del Estado no se basaba en un dilema ético sino que en su dimensión práctica. El encargado de educación de la institución, Carlos Neely, postulaba que

“las intenciones del gobierno de fomentar una buena formación moral, apoyándose, en lo primordial, en sus atribuciones de autoridad, corren el riesgo de ser inconducentes… a menos que logre concitar una vigorosa resistencia nacional, enraizada en torno a cada escuela, en contra de la propaganda de la inmoralidad que propagan los medios audiovisuales” (El Diario Financiero, 9 de julio, 1992, p. 2).

En la misma ocasión, Neely planteó respecto de la dimensión moral que “un cierto temor por el riesgo de conflictos doctrinarios irreductibles… es infundado, a esta altura de los tiempos, en Chile” (El Diario Financiero, 9 de julio, 1992, p. 2). Ello, de todas formas, no implicaba que no tuvieran aprehensiones a la propuesta, sobre todo en relación a los OFT, que, según la institución, presentaba un déficit central al no aludir de manera explícita a la economía de mercado. El 19 de marzo Carlos Neely planteaba al respecto que el documento

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“carece de una visión de desarrollo futuro del país, en donde las concepciones del libre mercado y la competitividad son factores vitales de progreso” (El Mercurio, 19 de marzo, 1992, C1).

A las opiniones de los representantes vinculados al área educación se sumó la del presidente de la CPC, José Antonio Guzmán, el que manifestaba en El Mercurio la importancia del tema, ya que una “correcta inversión en educación aparece claramente como la más rentable que pueda realizar el país”. Expresaba que:

en los objetivos fundamentales denominados transversales… lamentamos la omisión de aquellos valores que tiendan a destacar y estimular el emprendimiento personal, el aprecio por la calidad, el respeto a los compromisos contraídos, la importancia de competir lealmente y de asumir riesgos razonables y, en fin, otras cualidades y virtudes personales que son la base en que se sustenta la economía de mercado que se impone hoy en el mundo (El Mercurio, 29 de marzo, 1992, A2).

Junto a ello, expresaba su preocupación por los contenidos propios de la formación técnico-profesional, ya que “los objetivos fundamentales propuestos parecen desconocer las características que deben poseer los técnicos para desempeñarse en la empresa privada donde la competencia obliga a generar niveles crecientes de productividad, eficiencia y calidad” (El Mercurio, 29 de marzo, 1992, A2). En otras palabras, la educación debía servir como mecanismo para “incrementar la productividad y la calidad de nuestros productos para competir con éxito en una economía cada vez más globalizada” (idem, 15 de junio, 1992, A11).

El documento oficial que sintetizaba la posición del organismo recuperó tales posiciones (El Mercurio, 8 de agosto, 1992, C8; La Nación, 8 de agosto, 1992, p. 14). Al respecto, el sistema de transmisión escolar debía “incentivar entre los estudiantes valores como la diligencia, laboriosidad, confiabilidad, prudencia para asumir riesgos, lealtad en las relaciones interpersonales, resolución de ánimo para ejecutar decisiones difíciles y dolorosas y para hacer frente a eventuales reveses en el mundo empresarial” (La Nación, 8 de agosto, 1992, 14).

Centros de pensamiento de derecha neoliberal: Libertad y Desarrollo

Para uno de los principales centros de pensamiento de derecha, Libertad y Desarrollo, la propuesta amenazaba la libertad de enseñanza y pretendía imponer un código valórico totalitario. A pesar de que la institución elogiaba las políticas educativas desarrolladas durante la década de 1980, planteaba que el nivel de intervención que impuso la LOCE sobre el currículum era perjudicial al implicar “aspectos específicos” como el de Contenido Mínimo, lo que equivalía a entrometerse en la libertad de enseñanza (Libertad y Desarrollo, 14 de marzo, 1992, p.20). De todas formas, el ministerio iba más allá, al sobrepasar “las

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disposiciones de la LOCE… con respecto de los llamados Contenidos Fundamentales Transversales. No figura en la ley el fundamento para operacionalizarlos” (Libertad y Desarrollo, 14 de marzo 1992, p.21). Asimismo, según los autores la propuesta aumentaba la rigidez del currículum vigente, al establecer un margen de flexibilidad que solo alcanzaría un 10 a 20%. En este sentido, pesar de “que la institucionalidad” se yergue como el garante de

“la libertad de enseñanza, ésta se ve hoy amenazada por el proyecto del Ministerio de Educación que establece los objetivos fundamentales y contenidos mínimos por los que deben regirse todos los establecimientos educacionales… El Estado no debiera tener injerencia alguna en los programas de los colegios particulares, reservándose a lo sumo el derecho de supervisar el rendimiento de los alumnos de los colegios subvencionados, para lo cual existen otros instrumentos como son las pruebas periódicas (idem, p. 73).

No solo ello. Para estos autores la propuesta valórica explícita en los OFT era una clara manifestación de ideologización por parte de un sector particular de la sociedad sobre el sistema escolar, ya que “las opciones valóricas de los alumnos deben responder primordialmente a las exigencias de la colectividad…disminuyendo así la facultad individual de los alumnos o de sus familias para adoptar libremente a los valores morales a los cuales desean adherir” (Libertad y Desarrollo, 14 de marzo, 1992). En consecuencia – y como mencionaba otra investigadora –, el “Gobierno de turno, adquiere así el poder de determinar lo que es el bien y lo que es el mal, y para obligar a cada persona a hacer suya su particular visión de la moral” (Artes y Letras, 3 de mayo, 1992, E5).

Con todo, “ello no equivale a una opción a favor de la neutralidad moral en la educación”

(Libertad y Desarrollo, 28 de marzo, 1992, p. 73). Lucía Santa Cruz preguntaba: “¿Puede el Estado ser neutral en materias valóricas? ¿Lo ha sido históricamente? La respuesta es evidentemente negativa”, para acotar que “sin embargo, el Estado puede incursionar en el campo valórico de maneras muy diversas, en mayor o menor extensión y con mayor o menor respeto por la libertad individual” (Artes y Letras, 3 de mayo, 1992, E4). En consecuencia,

la alternativa real es: ¿serán nuestros hijos educados de acuerdo a los valores de sus familias, según los proyectos educativos que ellas elijan? O bien, ¿serán ellos educados de acuerdo a los valores que el Estado, vale decir, determinadas autoridades de gobierno que administran el aparato estatal, defina como correcto?

(Artes y Letras, 3 de mayo, 1992, E3).

En una clara expresión del dicotomismo axiológico que estructuraba el modo de pensar neoliberal chileno, el informe planteaba que

la opción radical, entonces, es si podrán sobrevivir la pluralidad y diversidad de valores, sentimientos y culturas que de hecho existen en el país o, por el contrario, se instaurará una suerte de Religión Civil, de contenidos valóricos precisos,

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planificados centralmente por la burocracia educacional que uniformará a todos en una misma sensibilidad (Libertad y Desarrollo, 28 de marzo, 1992, p. 53).

De ocurrir lo último, es decir, de llegar a implantarse la propuesta curricular, “el Estado se transforma… en el gran formador de las conciencias”, cuestión que “sólo tiene precedentes históricos en los regímenes totalitarios que pretendieron fijar masivamente los códigos éticos y determinar lo que las personas debían sentir, la forma en que podían o no expresar sus afectos” (Libertad y Desarrollo, 28 de marzo, 1992, p. 53).

Pero ello no significaba que el Estado debiese restringir totalmente su incidencia ideológica sobre el sistema escolar. Por el contrario, debía ejercerla fuertemente para la totalidad de los escolares a partir de aquellos valores realmente compartidos por la comunidad nacional, los que estaban identificados con el amor patrio y el respeto por el sistema jurídico. Respecto del primer punto Santa Cruz planteaba que

Ello ha sido producto de una evolución espontánea de la sociedad, a través de la acción de múltiples y variados agentes, y ha generado un conjunto de valores nacionales, casi universalmente aceptados porque se han demostrado como los más aptos para asegurar una supervivencia social armónica (Artes y Letras, 3 de mayo, 1992, E4 y E5).

Respecto del segundo, los investigadores Harald Beyer y Eugenio Cáceres planteaban que “ellos, en general, se han recogido en nuestro sistema jurídico, el cual, a su vez, sirve como pauta de conducta que mantiene y refuerza la vigencia de estos valores” (Artes y Letras, 3 de mayo, 1992, E5).

La adición de otros valores sería lo que precisamente haría del Anteproyecto un documento controvertible, ya que estos “aparecen como ampliamente compartidos sólo en la medida en que su formulación se mantenga como una mera tautología” (Artes y Letras, 3 de mayo, 1992, E5). Una vez que esta se ha desarticulado, “nos encontramos con que representan cuestiones en torno a las cuales caben innumerables opciones legítimas y las más agudas divergencias” (Artes y Letras, 3 de mayo, 1992, E5). La solidaridad servía como ejemplo: “¿Es ella un valor que resulta de un acto libremente expresado por un individuo? O

¿se refiere a las acciones que el Estado (el gobierno) asume en representación de la sociedad y que impone obligatoriamente a través de políticas públicas?” (Artes y Letras, 3 de mayo, 1992, E5). Lo mismo sucedía con otros “temas emergentes”:

diseñados, por sobre todo, para transmitir o reforzar valores como la ecología y el medio ambiente, el pacifismo, la participación social, el instinto grupal, etc., Esto… vulnera uno de los objetivos principales de todo proceso educacional, cual es el de fomentar la capacidad para analizar en forma crítica los pro y los contra de determinados fenómenos o propuestas… En este sentido, lo que se propone es más funcional a una suerte de ingeniería social que a la formación académica de los alumnos (Libertad y Desarrollo, julio 1992, p. 28).’

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Por ello, los autores del texto citado opinan que si bien “uno de los objetivos declarados del documento es garantizar la supervivencia de la homogeneidad de la cultura nacional”

(Libertad y Desarrollo, julio 1992, p. 28), los contenidos valóricos seleccionados no apuntarían en tal dirección. La visión antiliberal en lo axiológico de tal institución terminaba por inducir a la crítica valórica de la misma democracia representativa, por lo que se preguntaban: “¿por qué habría el alumno de valorar necesariamente las autoridades establecidas?” (idem, p. 44).

Estas ideas sintetizan el pensamiento del centro académico neoliberal Libertad y Desarrollo –y con este, de gran parte de la derecha chilena –, para el que la propuesta ministerial intentaba acabar con la libertad de enseñanza al proponer temas controversiales como los Derechos Humanos y la Ecología; por el contrario, la defensa de aquella implicaba potenciar la autonomía de las familias y esto, a su vez, la valoración común del sistema jurídico chileno –pero no de las autoridades concretas- y de la historia patria.

El conservadurismo católico

Para esta tradición, toda educación, incluida la del Estado, debiese estar regida por la verdad que deriva de una ley natural y de un orden moral objetivo deseado por Dios. Esta ley definiría tanto las características que debiese tener la sociedad como la persona, y cuyo fin no sería otro que alcanzar la salvación. Esta argumentación trascendentalista ayuda a entender la posición de un escandalizado académico por la propuesta ministerial, quien escribía:

la primera exigencia de este servicio [el del gobernante al pueblo] es su sometimiento a las normas de naturaleza, morales y aun jurídicas que al tiempo que ‘codifican’ los valores culturales más fundamentales, trascienden, fundan y determinan (o debieran hacerlo) la particularidad operatividad política de tal o cual gobierno. Aquello constituye para éste, a la vez, e indisolublemente, un dato, un patrimonio y una norma. Lo cual se traduce primero, en una exigencia de derecho natural, que es normativa aún en relación a las conciencias individuales (Artes y Letras, 3 de mayo, 1992, E6).

El obispo Felipe Vacarezza, por su parte, explicaba que “la naturaleza del hombre se realiza según la verdad cuando el hombre ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo” (Artes y Letras, 28 de junio, 1992, E8 y E9), y que, en consecuencia, la iglesia sabe que “la solución de estos problemas sólo está en la predicación de Cristo” (Artes y Letras, 28 de junio, 1992, E8 y E9). En otras palabras, “en eso consiste el cristianismo, en sostener que el Salvador del mundo es Cristo y no un sistema de educación” (Artes y Letras, 28 de junio, 1992, E8 y E9). A pesar lo anterior, los prelados y exegetas rectos mantendrían a recaudo una moral concreta, la que, en virtud de estar ordenada a lo verdadero y lo

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trascendente debiese irradiar el ámbito público. De acá que todo orden social, así como educativo, debiese estar basado en aquella moral objetiva.

En tal sentido, la propuesta ministerial, según tales personas, no estaría en la línea correcta de la moral. Monseñor Antonio Moreno, por ejemplo, señalaba a la Comisión del Senado, que la propuesta carecía “de la importancia de la verdad, de su búsqueda y de que es posible encontrarla” (Informe, 1992, p. 40), para luego remarcar “que el ser humano tiene una dimensión trascendente y una conciencia moral que la propuesta debe contener”

(Informe, 1992, p. 40).

En definitiva, como mencionaba también Felipe Vacarezza, el que la propuesta no explicitase su marco filosófico y valórico sería una clara muestra de su relativismo moral:

Después de haber estudiado detenidamente este documento sostengo que decir que un documento de educación no tiene una concepción del hombre es imposible, porque entonces no es de educación. Si es de educación, debe tenerla. Decir que no existe una concepción del hombre: eso es el relativismo en su estado más puro.

Como esa afirmación no corresponde a la verdad, la Iglesia no la puede aceptar.

Ella tiene una que es muy clara, aquella que ha sido revelada por Cristo y que es la que está en la naturaleza del hombre (Artes y Letras, 28 de junio, 1992, E8 y E9).

Tal relativismo sería, de todas formas, todo menos inocente:

Tanto la pretensión de modelar las conductas como el verdadero reemplazo valórico que operan sus ‘objetivos fundamentales transversales’ delatan objetivamente un designio gramsciano (luego, marxista) de modelación educacional, y de apropiación antropológica; fundamental para llegar, a través de un radical cambio cultural, a las transformaciones políticas requeridas por el modelo de sociedad (o por la utopía) al que el socialismo de hoy (“renovado” o no), indudablemente apunta (Artes y Letras, 3 de mayo, 1992, E6).

El tema de mayor repercusión en esta tradición fue el del género y la sexualidad. El obispo Jorge Medina planteaba que “sería para nosotros algo extremadamente doloroso que el peso enorme del aparato estatal aplastara en definitiva, aún sin quererlo, a la familia y a cada comunidad escolar” y que “me causa mucha sorpresa que el documento no vincule en forma directa, constante y explícita con el matrimonio y con la multiplicación del género humano”(El Mercurio, 07 de abril de 1992, C5).

Conclusión

“El escenario educacional ha estado marcado este año por el intenso debate público sobre

‘Los objetivos fundamentales y los contenidos mínimos’ del sistema escolar propuesto por el ministerio de Educación” (La Nación, 20 de agosto, 1992, p. 14), empezaba una columna

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Julio Valladares, vicepresidente del Colegio de Profesores. Tal frase hubiese resultado inverosímil a principios del mismo año. Sin embargo, la opción ministerial por implementar un nuevo currículum tuvo consecuencias inesperadas.

El caso del currículum fracasado fue una experiencia hito en la que todos los actores políticos y gremiales involucrados pudieron ejercitar su campo de influencia y poner en juego acoplamientos de intereses, y cuyo resultado no pudo ser más adverso para el gobierno y su ministerio de educación.

Cristian Cox nos recuerda que tras este embarazoso proceso, hubo tres lecciones que legó como propósito el ministro Lagos: (i) separar la producción curricular entre la educación básica y la media, (ii) que las nuevas propuestas debían ser muy claras en relación al sentido cultural y valórico en que se sustentaba cada objetivo fundamental y contenido mínimo y (iii) que los objetivos transversales no serían tratados como temas emergentes, sino como comportamientos personales susceptibles de evaluarse (Cox, 2003).

El aprendizaje político más importante para el gobierno fue que no lograría implementar políticas educacionales duraderas sin el concurso ni aprobación de aquellos sectores que representaban a la derecha y al mundo conservador. Finalmente, el “gran debate nacional de educación” al que estos apelaban se concretó en 1994, cuando un nuevo gobierno concertacionista creó una Comisión Nacional para la Modernización de la Educación y un Comité Técnico Asesor. Este último – que por su naturaleza “técnica” trabajó sin consultas públicas y cuyo informe final aceptó la Comisión – estaba compuesto por 17 “expertos” en educación, entre los cuales se contaban dos investigadores de Libertad y Desarrollo; un empresario de la educación y ex ministro del ramo en Dictadura; y cuatro grandes empresarios y dirigentes patronales. No hubo representantes del Colegio de Profesores ni de ningún organismo estudiantil secundario ni universitario. Dicho esto, es importante subrayar que el proceso acá analizado no sólo fue clave en su temporalidad más inmediata, sino que propició y delineó la naturaleza de la posterior Comisión Nacional. Luego, tal como plantea Cox, “el diagnóstico y las propuestas de la Comisión Nacional pasaron a ser, por el resto de la década, la referencia clave para prácticamente cada discusión y toma de decisiones de nivel nacional sobre educación” (Cox, 2006, p.22).

En definitiva, creemos que los investigadores de la educación han descuidado una dimensión central que, desde nuestra perspectiva, permite comprender el desarrollo de las políticas escolares del período, a saber, el tema de los fines sociales de la educación, de los saberes otorgados y las disputas en las diferentes esferas involucradas. En el campo escolar chileno de la transición a la democracia existió una “columna vertebral” que dio articulación al amplio cuerpo de políticas escolares, y en todas ellas la finalidad de la educación tuvo un lugar central: el currículum fracasado de 1992, la Comisión Nacional de la Modernización de la Educación de 1994, y la sanción entre 1996 y 1998 del marco curricular de la educación básica y media.

Notas

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1. Asociado al proyecto Fondecyt n° 1110428. Una versión previa fue parte de una tesis en magíster en historia cursada en la Universidad de Santiago de Chile, co-dirigida por los profesores Patricio Miranda y Cristina Moyano, a quienes agradezco comentarios críticos. Dominique Méndez Mardones excedió en mucho la colaboración intelectual propia de un ayudante de investigación.

2. Proyecto educacional diseñado en 1973 por parte del derrocado gobierno de la Unidad Popular.

3. En concreto, la agenda del primer Ministerio de Educación transicional tuvo tres políticas centrales: mejorar la desmedrada situación laboral del profesorado a partir de la dictación de un Estatuto Docente; apoyar material, técnica y profesionalmente a las 900 escuelas que habían obtenido los peores resultados en el SIMCE del año 1988 a partir del Programa de las 900 escuelas (P-900), y centrar la atención en la calidad de la educación básica mediante el programa Mejoramiento de la Calidad y la Equidad de la Educación (MECE Básica).

4. El 29 de enero de 1990 la Junta de Gobierno remitió el proyecto de ley al Tribunal Constitucional, el que lo despachó el 1 de marzo, rechazando algunas de sus disposiciones, para ser promulgada el 7 y publicada el 10 del mismo mes.

5. Los “enclaves autoritarios” consistieron en una serie de disposiciones jurídicas que legó la Dictadura al proceso de transición que restringían la expresión de la voluntad popular. Por ejemplo, el establecimiento de Senadores designados, los que accedían a la Cámara sin mediar elección democrática. Varios de ellos impugnaron públicamente el proyecto curricular.

6. Por ejemplo Héctor Croxato, Iván Lavados y María José Lemaitre, quien ofició de Secretaria Ejecutiva entre 1990 y 1998.

7. En estricto rigor fue denominada “Comisión especial encargada del estudio de la propuesta del ministerio de educación denominada ‘Objetivos fundamentales y contenidos mínimos de la enseñanza general básica y de la enseñanza media’”.

La Comisión estuvo compuesta por Máximo Pacheco (DC), Francisco Prat (RN), Ronald Mc-Intyre (designado), Ricardo Núñez (PS), Anselmo Sule (PR), William Thayer (designado) y Eugenio Cantuarias (UDI). Por motivos que desconocemos, posteriormente también aparecen participando como integrantes Olga Feliú (designada), Enrique Larre (independiente de derecha) y Humberto Palza (DC). Como se observa, la mayoría estuvo compuesta por autoridades vinculadas, además de la dictadura, al conservadurismo moral. Ver Informe de la Comisión Especial Encargada del Estudio de la Propuesta del Ministerio de Educación denominada “Objetivos Fundamentales y Contenidos Mínimos de la Enseñanza General Básica y de la Enseñanza Media”, Valparaíso, septiembre de 1992.

Referencias Bibliográficas

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COMITÉ PERMANENTE DEL EPISCOPADO. Diversidad en comunión. Santiago, Chile, 8 de julio, 1992.

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