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Virtud y Democracia. Ideas Republicanas en le Pensamiento Contemporáneo

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VIRTUD Y DEMOCRACIA

Filipe Carreira da Silva

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Índice de contenidos

Preámbulo teórico-metodológico I- Formulando el problema

II- Comunidad y sociedad: la “gran narrativa” de Habermas III- J.G.A. Pocock y los lenguajes paradigmáticos

IV- Significado y contexto: el método de Skinner

Aplicando el método. El republicanismo de Florencia a Filadelfia I- El Maquiavelo de Skinner

II- De la austeridad de la virtud a la pulcritud de las maneras III- El contratualismo republicano de Jean-Jacques Rousseau IV- 4 de Julio de 1776. ¿El fin de la política clásica?

El republicanismo en América

I- Individualidad y comunidad. El pragmatismo americano II- G.H. Mead en sus contextos

III- Moral y política en G.H. Mead

IV- De Jefferson a Dewey: una tradición democrática V- La democracia deweyana en sus contextos

VI- De vuelta a Europa. El pruralismo democrático de Harold Laski El republicanismo de Habermas

I- De la historiografía con intención sistemática a las ciencias reconstructivistas

II- Dos tradiciones reconstruidas – pragmatismo y republicanismo III- El Mead de Habermas

IV- Sobre la pragmática y la ética de la interacción social V- La concepción procedimental de la democracia deliberativa VI- Conclusiones: ciudadanía y virtud

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Parte I

Preámbulo teórico-metodológico Capítulo I: Formulando el problema.

Una ciencia fundada sobre el olvido sistemático y deliberado de su pasado está, pace Whitehead, condenada a reconstruirlo de forma arbitraria, La validez de esta afirmación – que pretendemos demostrar en este libro – trasciende, creemos, las divisiones disciplinares que separan las teorías sociológicas de las teorías políticas. En ambos campos científicos, y al contrario de lo que Robert Merton sugiere1, la historia de la teoría y su “sustancia sistemática” no son dominios analíticos autónomos. De hecho, nuestra estrategia teórico-metodológica se sustenta sobre el presupuesto de que la forma como se reconstruyen contribuciones pasadas constituye un elemento indisociable del propio proceso de construcción teórica. Por otro lado, el modo como las teorías sociales y políticas reconstruyen su pasado refleja su naturaleza epistemológica. La distancia que separa una concepción acumulativa y continua de la historia de una visión fragmentada es la misma que separa el positivismo del post-positivismo. Esto significa que, tanto en sociología como en ciencia política, la teoría y la historia de la teoría no son más que momentos diferentes de una estrategia teórica, cuyo carácter epistemológico resulta, en gran parte, de la forma como los articula.

Pensamos poder clarificar las razones y propósitos de nuestra posición reconstruyendo, aunque de forma breve, el contexto intelectual de los años 60. Fue en ese momento en el que áreas tan distintas como la física (Thomas Kuhn), la antropología (George Stocking) y la historia de las ideas políticas (Peter Laslett, J.G.A. Pocock, John Dunn y Quentin Skinner – la llamada “Escuela de Cambridge”), surgió un movimiento a favor de aquello a lo que Merton llamó la “nueva historia de la ciencia”. En rigor, este movimiento era más que una mera nueva forma de hacer historia de la ciencia. A pesar de que las diferencias que distinguen las posiciones de estos autores no deban ser subestimadas, la verdad es que todos ellos compartían una actitud escéptica ante una concepción linealmente progresivista del conocimiento.

El caso de Kuhn, ya sea por su pionerismo, o por la influencia que ejerció más allá de las fronteras de las ciencias naturales, merece una referencia particular. Su escepticismo en relación al progresivismo impregna toda su argumentación en The Structure of Scientific Revolutions (1962)2: contra la “tendencia

persistente a hacer que la historia de la ciencia parezca lineal o acumulativa”,

además de que la “depreciación de los hechos históricos se encuentra incluida,

profunda y es probable que también funcionalmente, en la ideología de la profesión científica” (Kuhn, 2004, p. 216), Kuhn sugiere una reconstrucción

históricamente sustentada y normativamente guiada de la moderna ciencia occidental. Según esta concepción, es necesario distinguir entre dos

1 Es nuestra responsabilidad la alusión a las dos disciplinas, dado que Merton se refiere exclusivamente a la sociología. Véase Merton, 1967.

2 Versión en castellano, Kuhn, T., (2004), La estructura de las revoluciones científicas, Buenos Aires, FCE.

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modalidades de trabajo científico: la ciencia normal y la ciencia revolucionaria o extraordinaria.

La ciencia normal es la actividad científica que transcurre en el ámbito de un paradigma que está constituido por presupuestos teóricos generales, leyes y técnicas para su aplicación adoptadas por los miembros de una determinada comunidad científica. Por lo tanto, los científicos que resuelven problemas (o enigmas) de investigación dentro de un paradigma practican lo que Kuhn designa por “actividad para la resolución de enigmas” (Kuhn, 2004, p. 92), una actividad que va a articular o desarrollar el paradigma con el propósito de explicar el comportamiento de fenómenos tal y como estos se revelan, mediante los resultados de la experimentación. Con el transcurso de esta actividad, la ciencia en su régimen normal, se enfrentará con anomalías, con aparentes falsificaciones. Si no fuera capaz de resolverlas mediante las teorías del paradigma dominante, se instalaría un sentimiento generalizado de desconfianza en el paradigma en vigor y de inseguridad profesional, originándose un periodo de crisis científica. Esta crisis sólo sería resuelta con la aparición de un paradigma alternativo completamente nuevo, que conquistaría la adhesión de un creciente número de científicos, hasta que finalmente se abandonaría el paradigma anterior. Este abandono es lo que Kuhn designa por “revolución científica”. El nuevo paradigma serviría, entonces, de guía de investigación de una nueva actividad científica normal, hasta el momento en que surgirían serios problemas, apareciendo de esta forma una nueva crisis y, consecuentemente, otra revolución. Este es, para Kuhn, el patrón básico de la evolución de la historia de la actividad científica occidental, en el campo de las ciencias exactas o de la naturaleza.

Este concepto de “revolución científica” acentúa, por un lado, la inconmensurabilidad entre el paradigma anterior y el emergente y, por el otro lado, la necesidad de escoger un nuevo paradigma, lo que no será hecho mediante los procesos de evaluación que caracterizan a la ciencia normal. En palabras de Kuhn, existe un paralelismo entre las revoluciones políticas y las revoluciones científicas en la medida que “tanto en el desarrollo político como

en el científico, el sentimiento de mal funcionamiento que puede conducir a la crisis es un requisito previo para la revolución” (Kuhn, 2004, p. 150), una

metáfora que Kuhn lleva hasta las dimensiones sociológicas del proceso cuando afirma que “Como en las revoluciones políticas sucede en la elección

de un paradigma: no hay ninguna norma más elevada que la aceptación de la comunidad pertinente” (Kuhn, 2004, p. 152). La teoría que sustenta el nuevo

paradigma, además de ser más amplia que la anterior, incorpora una diferencia de fondo que las vuelve difícilmente compatibles: suscita la adopción de una nueva metodología, redefine el propio dominio de la investigación y rediseña el mapa de los problemas y de las soluciones. Diferentes paradigmas formulan distintas preguntas, así como normas diferentes que suelen ser incompatibles con las anteriores. La forma como un científico observa un determinado aspecto de la realidad está condicionada por el paradigma con el que trabaja. Es por esto que Kuhn afirma que los defensores de paradigmas diferentes “viven en mundos distintos”3. Es la famosa tesis del “cambio de configuración”

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o “desplazamiento de la gestalt”4 (en alemán, “forma” o “configuración”), que postula que una mudanza de paradigma implica una alteración de la forma como se configuran los problemas.

Esto sucede porque, de acuerdo con Kuhn, no existe un argumento lógico sobre la superioridad de un paradigma ante otro, dado que la opinión de un científico en relación a una determinada teoría está influenciada por su simplicidad, su conexión con alguna necesidad social urgente, y su capacidad para resolver problemas. Por otro lado, y relacionado con el hecho de que los adeptos a paradigmas rivales suscriben distintos conjuntos de normas y principios metafísicos, la conclusión de una argumentación sólo es convincente si se aceptan sus premisas. La cuestión relevante para Kuhn es el problema de los lenguajes5 usados por las teorías que se suceden en la historia: a su entender, la existencia de un lenguaje neutro y universalmente válido es hoy una ilusión abandonada por la filosofía. Rechazando la posición popperiana de un vocabulario básico y no problemático, y aliándose a Feyerabend, Kuhn afirma que “en la transición de una teoría a la siguiente las palabras alteran sus

significados o sus condiciones de aplicabilidad de maneras sutiles (...). Por eso decimos que las teorías que se suceden son inconmensurables” (Kuhn, 1974b,

p. 329). O sea, inconmensurabilidad para Kuhn y Feyerabend no significa incompatibilidad. Subraya apenas las dificultades de traducción entre dos lenguajes diferentes. Es este el sentido que Kuhn desea asociar a la afirmación de que “dos teorías son inconmensurables”.

Dado que deseamos utilizar una concepción próxima a las nociones kuhnianas de “paradigma” y “inconmensurabilidad”, consideramos conveniente introducir algunas de las objeciones más pertinentes que les han sido dirigidas. En primer lugar, Kuhn fue acusado de estar recuperando, bajo una designación diferente, el concepto de “presupuesto absoluto” o “sistema de presupuestos” de Colingwood (Toulmin, 1974, p. 50)6. En segundo lugar, Margaret Masterman empezó una crítica más profunda, identificando veintiuna acepciones de la noción de paradigma7. En tercer lugar, la noción de “programa de investigación” propuesto por Imre Lakatos constituye una noción alternativa a la idea kuhniana de paradigma. Todas estas críticas, y en particular la que se refiere a la imprecisión conceptual de la formulación kuhniana defendida por Masterman, serán tomadas en consideración cuando nos apropiemos del “contextualismo diacrónico” de Pocock8, basado en una concepción de paradigmas lingüísticos próxima a las propuestas de Kuhn.

4 Una postura que no fue introducida por Kuhn. De hecho, y contra la perspectiva “ortodoxa” de William Whewell de que el crecimiento científico se parece a la confluencia de diferentes afluentes para formar un río, ya Toulmin, un año antes que Kuhn, sugería la existencia de cambios conceptuales drásticos responsables de la sustitución de teorías científicas (véase Toulmin, Stephen, 1961, Foresight and Understanding). Por otro lado, y como el propio Kuhn reconoce, fue N.R. Hanson, con el libro de 1958 titulado Patterns of Discovery, quien sugirió por primera vez la noción de “gestalt switch”.

5 Un tema que asumiría un protagonismo significativo en la agenda de la teoría social de las décadas siguientes, hablándose hasta de un “giro lingüístico” (linguistic turn) en el caso concreto de la filosofía.

6 De forma particularmente reveladora de su posicionamiento teórico-metodológico, Skinner aprueba esta misma aproximación. Véase Skinner, 1969, p. 7.

7 Véase Masterman, 1974. 8 Véase la parte I, capítulo III.

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Con estas propuestas, Kuhn inició una “nueva historia de la ciencia” que estaría en el centro del debate epistemológico sobre el positivismo que marcó los años 60. Nos interesa aquí, no obstante, discutir la relación entre esta nueva aproximación a la historia de la ciencia y la interpretación que de ella hizo Merton, en el hoy ya clásico “On the History and Systematics of Sociological Theory” (1967)9. Dos razones justifican esta decisión: por un lado, creemos que nuestra tesis sobre la relación entre teoría e historia de la teoría ganará una creciente inteligibilidad cuando se confronte con las tesis mertonianas y, por el otro lado, esta confrontación nos reenviará a un debate similar en teoría política a través de las propuestas de Alasdair MacIntyre.

En un registro que se revestiría de un carácter referencial para generaciones de científicos sociales, Merton, en el artículo citado, critica el hecho de que las diferentes funciones desempeñadas por la historia de las ideas sociológicas y por la teoría sociológica no sean distinguidas satisfactoriamente. Tal confusión impediría el desarrollo de historias sociológicas de la teoría sociológica en las que serían analizadas cuestiones como la filiación compleja de los conceptos movilizados en sociología, las formas como estas ideas evolucionan a lo largo de los tiempos, las relaciones establecidas entre las practicas sociales y la actividad intelectual, la difusión del producto de esta actividad a partir de los centros de pensamiento sociológico y su modificación a medida que se procesa su difusión, y el modo como este proceso interactúa con la estructura social y el sistema social en el que ocurre.

Lejos de este escenario estaría, a su entender, la práctica de sus colegas de profesión: al contrario de lo que sucedía en otros campos científicos – y Kuhn es en este punto especialmente referido como un ejemplo a seguir10 -, los sociólogos confundirían su papel con el de los historiadores, dando origen a una auténtica “anomalía en el trabajo intelectual contemporáneo” (Merton, 1967, p. 2). Como consecuencia de esta anomalía, la sociología estaría privada de una historia sociológica de su propia disciplina, capaz de desempeñar un importante conjunto de funciones11.

Para Merton, la separación entre el presente y el pasado de las teorías sociológicas es un factor ineludible del progreso científico. La acumulación de conocimiento científico posibilitaría que cada generación de científicos se beneficiase del trabajo de sus predecesoras, a pesar de que únicamente las conclusiones relevantes para la resolución de problemas actuales serían retenidas e incorporadas en las teorías sociológicas del presente. Este presupuesto de continuidad acumulativa con el pasado refleja el carácter positivista de esta concepción de la ciencia, curiosamente en contradicción con las propuestas historiográficas de Kuhn. En efecto, si Merton pretendía ver en Kuhn un ejemplo de como se debía reconstruir histórica y sociológicamente la actividad científica pasada, de forma que la historia de la ciencia pudiese contribuir al progreso de sus teorías, la verdad es que las conclusiones de este

9 Este artículo recupera una tesis introducida en un texto anterior en que Merton discutía con Parsons “la posición de la teoría sociológica”. Véase Merton, 1948.

10 Merton, 1967, p. 3.

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método historiográfico contradicen el presupuesto de acumulación en el que se asienta su argumentación. Si Kuhn intentó demostrar que las ciencias naturales no evolucionan de forma linealmente acumulativa, sino mediante crisis y revoluciones científicas, ¿como podrá Merton sustentar que la sociología se debe regular por un ideal que hasta las ciencias naturales parecen desmentir? No es nuestra intención pretender fundamentar una crítica a las concepciones positivistas de la ciencia únicamente sobre las propuestas de Kuhn. Sin embargo, y a pesar del carácter reconocidamente datado y en ciertos aspectos insuficiente de sus tesis, la sociología de la ciencia post-positivista, desarrollada en las tres últimas décadas, ha venido a dar razón a las sospechas kuhnianas en relación al carácter acumulativamente evolucionista de la actividad científica. No solamente la práctica científica es mucho más compleja que la noción kuhniana de “ciencia normal” deja antever, sino que su proceso de evolución histórica es todo menos lineal, como presuponen los positivistas.

Esta es, en nuestra opinión, la principal dificultad que enfrenta la concepción mertoniana de la historia de las teorías sociológicas. Al atribuir al pasado un carácter ejemplar12, presuponiendo que los problemas enfrentados, los vocabularios utilizados y las soluciones encontradas por nuestros antecesores son fácilmente traducibles para el presente, Merton pretende aislar la actividad de producción teórica de la necesidad de auto-reflexión histórica. Una consecuencia de este intento de separar la historia de la teoría de su “sustancia sistemática” consiste en desatender la naturaleza irreductiblemente histórica de los conceptos teóricos utilizados en teorías sociales y políticas. Bajo el pretexto de analizar científicamente hechos sociales, se nos propone una concepción de la teoría sociológica puramente orientada hacia el estudio de las presentes estructuras, actores y grupos sociales. Este tipo de concepción teórico-metodológica es usualmente etiquetada de “presentista”13.

Por lo tanto, no es accidental la omisión en toda la argumentación mertoniana de una discusión sobre la importancia de una historia de la ciencia (inspirada por el nuevo modelo entonces emergente) en su dimensión sistemática. Tal omisión no sólo parece desmentir una intención declarada por él mismo en el inicio del artículo – de que la “historia” y la “sistemática”, si son convenientemente distinguidas, interactúan con vastas implicaciones para ambas14 - sino que levanta la cuestión de saber si Merton era realmente consciente de cuales eran esas implicaciones. Al etiquetar de mera “exégesis escolástica” la autorreflexión histórica empezada por algunos sociólogos “eruditos”, Merton se encuentra encerrado en el presente, incapaz de convocar a la historia de las ideas para traer algún orden al caos conceptual que padecen las actuales teorías sociales y políticas. El hecho de suscribir por nuestra parte esta posición no significa, no obstante, que sea una aportación

12 Sintomáticamente, Habermas rechaza atribuir a la historia una función de proporcionar ejemplos a seguir: “La historia puede ser como mucho un profesor crítico que nos dice como no tenemos que hacer las cosas” (Habermas, 1997, p. 13).

13 Para una crítica del carácter presentista de las tesis presentadas por Merton en este artículo, véase Jones, 1983a.

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genuina, ya que fue Alasdair MacIntyre quien, en After Virtue (1981)15, introdujo este argumento.

Comprobando que el enfrentamiento entre estrategias teórico-metodológicas presentistas e historicistas trasciende a las divisiones disciplinares convencionales, MacIntyre16 sugiere que la disensión moral en las sociedades modernas occidentales no es susceptible de resolución racional. El desacuerdo moral de nuestras sociedades, argumenta, puede ser entendido mejor si consideramos las tres características compartidas por la mayoría de estas discusiones. En primer lugar, en todas ellas, encontramos aquello que MacIntyre, adoptando una expresión kuhniana, designa como “inconmensurabilidad conceptual” de los argumentos en disputa. Todos los argumentos son lógicamente válidos, las conclusiones se derivan de las respectivas premisas, pero no hay forma de evaluar racionalmente estas últimas. Eso explicaría el carácter interminable con que se reviste el desacuerdo moral en nuestras sociedades (es por eso que, igualmente, Kuhn subraya la necesidad de un “desplazamiento de la gestalt” cuando suceden los cambios de paradigma).

En segundo lugar, estos argumentos son presentados como racionales e impersonales. Por ejemplo, en respuesta a la cuestión “¿Como debo actuar?”, no se sugiere que se debe hacer “lo que se desee”, sino que se debe hacer lo que “proporcione felicidad al mayor número de personas” o que se debe “actuar de acuerdo con nuestro deber moral”. O sea, se apela a consideraciones independientes de la relación social concreta entre los contendientes, presuponiendo la existencia de criterios impersonales, como la justicia, la generosidad o el deber.

En tercer y último lugar, MacIntyre considera que las premisas inconmensurables de los argumentos rivales usados en discusiones morales presentan orígenes históricos extremamente variados. Si se discuten virtudes, la referencia a Aristóteles y Maquiavelo es inevitable; si el debate es entorno a la noción de derechos individuales, Locke es usualmente contrapuesto al universalismo kantiano; si la discusión se desarrolla entorno a la naturaleza positiva o negativa de la libertad, Rousseau y Adam Smith son normalmente invocados como argumentos de autoridad por las partes en confronto. O sea, se esgrimen argumentos apelando a la autoridad de la tradición intelectual particular (kantiana, aristotélica, utilitarista, por ejemplo) en la que se identifican.

Sin embargo, MacIntyre considera que la profusa citación de nombres, a pesar de sugestiva, puede ser equívoca: la mera citación de nombres no constituye una reconstrucción de una autentica “tradición intelectual”, sino más bien solamente la apropiación de algunos fragmentos sobrevivientes de esas tradiciones. Como tal, la mera relación cronológica de “contribuciones del pasado” subestima la complejidad de la historia de las ideas y de la ancestralidad de esos argumentos. Aún así, el catálogo de referencias sugiere la heterogeneidad y la extensión de la diversidad de fuentes de las que el

15 Versión en castellano, MacIntyre, A., (1987), Tras la virtud, Barcelona, Crítica. 16 Véase, en especial, MacIntyre, 1981, pp 6-11.

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pensamiento social y político moderno es heredero. En suma, MacIntyre critica la apropiación selectiva, conducida a la luz de intereses contemporáneos, de contribuciones pasadas ya que estas acaban privadas de los contextos culturales en los que su significado fue inicialmente construido. De este modo, estos “conceptos sobrevivientes”, cuando se utilizan en la actualidad, en vez de permitir el entendimiento mutuo, generan mucha de la confusión que existe en las teorías sociales y políticas contemporáneas. Dejando un análisis de su carácter políticamente “comunitario” para más adelante, conviene retener, en este momento, que en términos metodológicos este tipo de posición es usualmente etiquetada de “historicista” o “contextualista”.

Una vez confrontadas las tesis de Merton y MacIntyre sobre la función de la historia de las ideas sociales y políticas, nuestra aserción inicial según la cual, en el ámbito de esta discusión teórico-metodológica, debemos trascender la frontera disciplinar entre la sociología y la ciencia política, parece ver reforzada su plausibilidad. Por consiguiente, es en el horizonte configurado por el debate que opone “presentismo” a “historicismo”17 donde nuestra estrategia teórico-metodológica deberá situarse.

La designación de “presentismo”, tal y como la entendemos en este debate, se refiere a una orientación hacia textos considerados “clásicos” que subraya su relevancia continuada para el pensamiento social y político contemporáneo. La importancia de estos textos está justificada por la excepcional contribución que aportaron para clarificar y problematizar temas y cuestiones considerados centrales y perennes de la cultura occidental, sobre todo en su fase moderna. En términos metodológicos, una aproximación “presentista” a los textos clásicos se caracterizaría por el presupuesto de que los autores de estos textos reconocían estos temas como especialmente relevantes, que intentaron encontrar respuestas convincentes para esas cuestiones eternas, y que lo hicieron de forma tan elocuente que constituyen verdaderos ejemplos a seguir por las siguientes generaciones. Por último, su localización histórica en un determinado contexto es menos relevante que los puntos en común entre las sucesivas generaciones de autores, dado que el conjunto de cuestiones que cada generación pretende resolver es, en lo esencial, el mismo. Como Quentin Skinner observa, la justificación de obras escritas en el pasado consiste en el hecho de que contienen “elementos intemporales”, en la forma de “ideas universales”, y hasta una “sabiduría eterna” de “aplicación universal”18.

Podemos encontrar ejemplos de esta orientación metodológica tanto en sociología como en teoría política. Si Robert Nisbet considera que la sociología debe su carácter distintivo a la existencia de “ideas-unidad”, cuya generalidad y continuidad son tan visibles hoy como lo fueran cuando los textos de Tocqueville, Weber o Durkheim hicieron de ellas las piedras fundadoras de la sociología19, Leo Strauss, en Natural Right and History (1953)20 acusa al

17 Nuestro análisis de este debate seguirá, a grandes rasgos, la exposición de Baehr y O’Brien, 1994, p. 67 y ss.

18 Skinner, 1969, p. 4.

19 Nisbet, 1966, p. 5. Donald Levine rotula la concepción de la historia de la sociología sugerida en The sociological tradition (1966) de “humanista”, dado el pesimismo con que abordaba el presente. Véase Levine, 1995, p. 64 y ss.

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“convencionalismo” (la designación que adopta para referirse a las tesis historicistas) de hacer olvidar el carácter universal de que se revisten nociones como los derechos naturales, así como de conducirnos al nihilismo: “El intento

por hacer que los hombres se familiarizasen completamente con este mundo finalizó en el desamparo absoluto del ser humano” (Strauss, 2000, p. 51)21. Esta orientación metodológica gozó de un estatuto de casi ortodoxia hasta mediados de los años 60, momento en que, como hemos visto, un conjunto de contribuciones de la historia de la ciencia, antropología e historia del pensamiento político empezaron a cuestionarla. En sociología, la reacción a las teorías presentistas (de las que Merton era uno de los principales exponentes), fuertemente influenciada por esta nueva literatura, sucedió en la década siguiente con nombres como Lewis Coser22, Roscoe Hinkle23, Wolf Lepenies24 y, sobretodo, Robert Alun Jones25 y Charles Camic26. A pesar de las divergencias significativas que separan a estos autores, es posible afirmar que una metodología historicista rechaza fundamentalmente el anacronismo en el estudio de los textos clásicos: no debemos confrontar a los clásicos con cuestiones que ellos mismos no se plantearon. O sea, se rechaza la existencia de un conjunto de cuestiones perennes, a las que las sucesivas generaciones de pensadores intentan, con mayor o menor éxito, responder; al revés, debemos intentar identificar las preguntas a las que cada texto quiso responder. Para eso, la reconstrucción del contexto intelectual, cultural, social y político aparece como un elemento imprescindible.

Sucede que esta atención dada al contexto puede acabar resultando un ejercicio de reducción de un texto a las condiciones que lo vieron surgir. Esta es una dificultad considerable para quien, como nosotros, se propone realizar del análisis textual el principal elemento de su actividad intelectual. En este sentido, argumentamos que una perspectiva de inclinación historicista es conceptualmente independiente de una orientación que reduce un texto a su contexto – historicismo no debe ser confundido con contextualismo. Si, por un lado, la reconstrucción histórica de los diferentes contextos relevantes constituye un elemento que ayuda a interpretar las ideas expresadas en un texto, por el otro, estas no se pueden reducir a las condiciones que las configuraron. Una reconstrucción histórica puede corregir una reconstrucción racional, pero no puede substituirla. La demostración de esta tesis constituye el principal desafío teórico-metodológico de este libro. “¿Como interpretar los textos de los autores clásicos de la sociología o de la teoría política?” – esta es la cuestión que presentistas e historicistas pretenden responder. Como hemos sugerido, cualquier posicionamiento ante esta problemática no es teóricamente

20 Versión en castellano, Strauss, L., (2000), Derecho natural e historia, Barcelona, Círculo de Lectores.

21 La base del argumento de Strauss se asienta sobre la oposición entre el derecho natural clásico y el derecho natural moderno, por él criticado. Si aquel impone principios universales de moralidad, este defiende el carácter histórico y relativo de la moral; si aquel se basaba en una concepción del saber fundada sobre la contemplación y la dialéctica, este confía en la ciencia experimental. Véase Strauss, 2000, p. 169 y ss.

22 Véase, por ejemplo, Coser, 1971. 23 Véase, por ejemplo, Hinkle, 1980. 24 Véase, por ejemplo, Lepenies, 1988. 25 Véase, por ejemplo, Jones, 1977. 26 Véase, por ejemplo, Camic, 1992.

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neutro. Partiendo de esta asunción, argumentamos que una estrategia metodológica presentista enfrenta dificultades significativas, desde una concepción continuista del pasado (y, a veces, evolucionista) hasta la creencia en un conjunto de cuestiones perennes, pasando por subestimar la relevancia de factores contextuales para la propia interpretación. Si esto nos reenvía hacia el otro polo, no dejamos de tener serias reservas en relación a una historia de las ideas cerrada sobre si misma: no (obviamente) en relación a su legitimidad, pero sí en relación a su utilidad a la luz de nuestros propósitos teóricos y en relación a su adecuación ante nuestra posición metateórica. Si pretendemos sugerir una contribución a la teoría deliberativa de la democracia, contribución encuadrada y sustentada por la tesis metateórica de que teoría e historia de la teoría son dos caras de la misma moneda, nuestra estrategia metodológica deberá reflejar estas dos posiciones, recurriendo a una “reconstrucción histórica” de una experiencia concreta (parte II, capítulo I), a una “reconstrucción diacrónica” de un paradigma político-ideológico (parte II, capítulo II), a una “reconstrucción diacrónica” de una teoría social y política a la luz de este paradigma (parte III) y, finalmente, a una crítica al “reconstructivismo racional” de una teoría construida mediante la apropiación de múltiples propuestas y corrientes, incluyendo aquellas que serán el objetivo de nuestra atención (parte IV). Antes de ir clarificando el sentido de cada una de estas expresiones, se impone la discusión de un conjunto de cuestiones previas – “¿Que es un clásico?”, “¿Cuales son sus funciones?” y “¿Como se forma un canon?”.

En relación a la primera cuestión, la posibilidad de respuestas es amplia. En nuestra opinión, la definición avanzada por Jeffrey Alexander según la cual los “clásicos” son textos históricos a los que conferimos un estatuto privilegiado a la luz de textos contemporáneos de naturaleza semejante, parece cubrir lo esencial (Alexander, 1998a). Esta idea es, además, retomada por Italo Calvino, que identifica este “estatuto privilegiado” como la capacidad que los clásicos tienen de no únicamente generar una gran cantidad de críticas, como de responderlas27. En el contexto de esta discusión, deberá entenderse por un clásico un autor o un texto28 escrito en el pasado pero que conserva la capacidad de generar controversias entre los actuales científicos sociales debido al carácter ejemplar de la forma como lidió con un determinado problema, constituyendo, por consiguiente, un instrumento intelectual útil para investigaciones en el presente.

En relación con sus funciones, la idea de que un clásico constituye una figura simbólica que reduce la complejidad (entendida como el número de posibilidades de acción)29 inherente a la actividad científica, constituye la mejor

27 Calvino en Poggi, 1996, p. 46.

28 Si usualmente un texto se relaciona con un autor con un determinado nombre o biografía, de forma que, en el caso de los “clásicos”, se suele acabar por no distinguir los textos de sus autores (por ejemplo, Aristóteles y la Política, o Weber y Economía y Sociedad), esto no siempre se verifica: pensamos en los autores de libros como La Tora judaica o en el debate en torno a la figura de Homero. Para este propósito véase Baehr y O’Brien, 1994, p. 53.

29 Véase Luhmann, 1979. Debemos subrayar que una idea similar ya había sido presentada dos décadas antes por Alvin Gouldner, en su introducción al libro de Durkheim Socialismo. Gouldner, discutiendo las funciones desarrolladas por los mitos sociológicos, sugirió que “Un padre fundador es un símbolo profesional” (Gouldner en Jones, 1977, p. 292).

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explicación de la razón por la que los científicos sociales, en lugar de discutir elementos específicos de una teoría en particular, usualmente se refieren al nombre de ese autor dando por supuesto que se considera el conjunto de sus escritos. Es, por lo tanto, una cuestión de reducción de la complejidad de un “Durkheim” o de un “Hobbes”. Además, estas figuras simbólicas influencian la definición del campo científico “sociología” o “ciencia política”, así como el vocabulario profesional que utilizan tanto sociólogos como politólogos, y también los problemas que pueden ser legítimamente el objetivo de una “investigación sociológica” o de un “estudio de ciencia política”30. Otra función simbólica relevante desempeñada por un clásico está relacionada con la creación de “rituales de solidaridad” entre los científicos sociales31.

Respecto a la última pregunta enunciada, pensamos que si consideramos la complejidad y las implicaciones del proceso histórico de formación de un canon, la relación existente entre a teoría y la historia de la teoría, tal y como nosotros la delineamos, saldrá clarificada. Centraremos nuestro análisis en el caso del canon sociológico, dado que nuestro objeto de estudio se sitúa fundamentalmente en este dominio: Habermas se posiciona en referencia a la tradición sociológica y filosófica occidental y, en menor medida, en relación con la tradición de la teoría política32. Una tesis reciente sugiere que la sociología emergió en el entorno de una dinámica cultural en que la tensión entre el liberalismo y el imperialismo era central, que habría entrado en crisis en la primera mitad del siglo XX y que la sociología americana de post-guerra habría contribuido decisivamente en la actual formulación del canon33.

Contra la auto-imagen convencional de la historia de la sociología (que comprende un momento fundador asociado a la transformación socio-económica de las sociedades europeas durante el siglo XIX, un conjunto de textos que abordan de forma ejemplar e inspiradora estos eventos sin precedentes en la historia de la humanidad, y una línea de descendencia directa que enlaza los clásicos con el presente), se sugiere otra visión del pasado de la disciplina; siguiendo una orientación metodológica historicista y asumiendo una perspectiva centrada en el caso norteamericano34, se da prioridad a los sociólogos de esa época (si es que se puede utilizar con rigor este término) en la reconstrucción histórica del canon sociológico. En primer lugar, nos damos cuenta de que la definición de una pequeña lista de nombres clásicos y de “textos canónicos” (no nos olvidemos del origen etimológico del término “canon” – una regla o edicto de la Iglesia) es un fenómeno que se inicia en los años 30 de nuestro siglo; hasta entonces, era común la opinión según la cual, en una ciencia emergente como la sociología, era el trabajo colectivo y no el genio de un grupo de figuras lo que determinaba el avance del conocimiento científico. Era, por lo tanto, una concepción enciclopédica de la ciencia, y no

30 Véase Connell, 1997, p. 1512.

31 Para un análisis de esta función simbólica, véase Stinchcombe, 1982.

32 Para un interesante estudio de la Escuela de Cambridge sobre la formación institucional de la ciencia política, véase Collini, 1983.

33 Nos referimos a Connell, 1997.

34 Una concepción alternativa, ya que se centra en los casos de las tradiciones alemana, francesa e inglesa, puede encontrarse en Lepenies, 1988.

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canónica, la que caracterizaba a los contemporáneos de Durkheim, Weber o Giddings.

Sin embargo, sería la concepción canónica la que tuvo más éxito, talvez debido a la “regla de los pequeños números” de la que habla Randall Collins35. El papel que Talcott Parsons y su The Structure of Social Action (1937)36 desempeñaron en el establecimiento de la concepción canónica fue decisivo, aunque no libre de oposición37. Curiosamente, Parsons encontraría a un poderoso aliado en C. Wright Mills, el cual, a pesar de atribuir a la sociología una función de crítica social, no dejaba de atribuirle un pasado canónico: en

Sociological Imagination (1959)38, como ejemplos de “analistas sociales clásicos” aparecían Marx, Durkheim y Weber, a la vez que Spencer, Veblen y otros. El trío de los “padres fundadores”39 empezaba a imponerse. Tuvieron una importancia central en este proceso de institucionalización de esta interpretación del pasado de la disciplina los manuales de enseñanza dirigidos a los alumnos de estudios secundarios y superiores. De hecho, fue mediante una pedagogía construida en base a la lectura y análisis de los textos clásicos entre las generaciones de estudiantes de sociología de los años 50 y 60 como esta visión canónica se transformó en la historia oficial de la disciplina. Como observa Donald Levine en Visions of the Sociological Tradition (1995), fue entonces cuando “traducciones frescas, ediciones, y análisis de autores

clásicos se volvieron una de las más crecientes industrias dentro de la sociología” (1995, p. 63). La inclusión relativamente tardía de Marx en el trío de

fundadores, en una época marcada por revueltas sociales como el debate entorno a los derechos civiles en los Estados Unidos o las revueltas estudiantiles en los dos lados del Atlántico, demuestra, sin margen de dudas, que la agrupación de Marx, Durkheim y Weber es un acontecimiento reciente en la construcción del canon, fenómeno que merecería alguna mayor reflexión teórica40.

En tercer lugar, se subraya la importancia del contexto geopolítico liberal e imperialista en la emergencia de la sociología. En vez de destacar la importancia de los fenómenos de industrialización y urbanización de las sociedades europeas del siglo XIX, Connell sugiere que debemos cuestionar esta versión analizando la evidencia más concluyente – los textos escritos por los sociólogos de la época. Su conclusión es clara: De acuerdo con L’Année

Sociologique, una revista (bajo la responsabilidad de un equipo de sociólogos

franceses orientados por Durkheim) que compilaba anualmente todas las publicaciones sociológicas o relevantes para la sociología41, únicamente el 28% eran sobre las sociedades europeas o norte-americana, y apenas una parte de estas se refería al proceso de modernización. La pregunta relevante es,

35 Véase Collins, 1987.

36 Versión en castellano, Parsons, T., (1968), La estructura de la acción social; estudio de teoría social, con referencia a un grupo de recientes escritores europeos, Madrid, Guadarrama. 37 Es el caso de Sociological Theory (1955) de Nicholas Timasheff.

38 Versión en castellano, Mills, C.W., (1961), La imaginación sociológica, México, FCE.

39 Para una fascinante discusión sobre la idea de “padres fundadores”, véase Baehr y O’Brien, 1994, p. 33 y ss. Esta cuestión será recuperada en la parte III, capítulo IV, cuando discutamos el ejemplo de Thomas Jefferson.

40 Véase, por ejemplo, Giddens, 1971 y Alexander, 1982.

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entonces, ¿sobre que temas escribían las primeras generaciones de sociólogos? La respuesta sugerida por Connell es que la mayor parte de la literatura sociológica en ese momento se inclinaba sobre “sociedades antiguas

y medievales, coloniales o remotas, o estudios globales de la historia humana”

(1997, p. 1516).

Las implicaciones de esta conclusión merecen nuestra atención, no sólo porque también afectan a la ciencia política, una vez que, como enfatiza Collini, en el siglo XIX, la sociología y la ciencia política estaban aún lejos de la autonomía disciplinar de que hoy gozan42, sino también, y sobre todo, debido a la atención que dedican al contexto ideológico dominante en la época. En efecto, el nacimiento de la sociología se produce en un contexto ideológico dominado por un liberalismo asentado sobre un sistema global de imperios coloniales y de comercio internacional. Si parte de su atención se dirigía a los fenómenos de transformación social acelerada en las metrópolis, la gran mayoría de textos escritos durante el “momento fundador” de la sociología recurrían al método comparativo para confrontar los diferentes grados de evolución social de las sociedades modernas e industriales y de las sociedades primitivas: si Hobhouse recopiló información sobre más de 500 sociedades, también Durkheim (cuando discute el paso de las hordas a las sociedades segmentadas) y Weber (en los estudios que componen las segunda parte del primer volumen de Wirtschaft und Gesellschaft – 1922) adoptaron esta orientación.

Es importante, por lo tanto, retener que el proceso de formación del canon de la sociología supuso la creación de una concepción canónica (en oposición a una concepción enciclopédica), la selección de ciertos padres fundadores, y la extensión e institucionalización de esta visión mediante una práctica pedagógica reiterada a lo largo de las generaciones. Lo que hoy se considera “sociología”, sus métodos, sus teorías, su lenguaje profesional distintivo y sus ámbitos de estudio es el resultado de ese proceso de creación de una identidad institucional, en el que las respectivas tradiciones nacionales jugaron un papel decisivo. Sin embargo, podemos generalizar esta conclusión y afirmar que los sucesivos presentes de la sociología son, como lo fueron en el pasado y lo serán en el futuro, el producto de un pasado reconstruido para garantizar su legitimación. La teoría sociológica, lejos de ser una actividad aislada de su pasado por la vía del “presentismo endémico” sugerido por algunos43 es, en realidad, una práctica intelectual orientada a una reflexión sobre el presente a partir de un cierto posicionamiento ante su propio pasado. Tanto si utilizamos selectivamente algunas de las contribuciones legadas por los “grandes maestros” para la resolución de problemas actuales, como si privilegiamos exclusivamente modelos teóricos cuya relación con el pasado es remota, o incluso si intentamos establecer un dialogo con nuestros antecesores en sus

42 “De hecho, durante el siglo XIX abrazaba parte del territorio hoy asignado a los dominios semi-autónomos de la economía y la sociología...” (Collini, 1983, p. 3). Para una antología de artículos sobre la relación entre la teoría y la historia de la ciencia política, véase Farr et. al., 1999b. Para una controversia entre James Farr, John Gunnell, Raymond Seidelman, John Dryzek y Stephen Leonard sobre este tema, véase Farr et. al., 1990.

43 Véanse, por ejemplo, las siguientes posiciones asumidamente presentistas: Alexander, 1998a, p. 66 y ss; Gerstein, 1983 (para la respuesta, véase Jones, 1983b); y Turner, 1983.

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propios términos y a la luz de nuestras preguntas, la relación entre teoría e historia de la teoría es omnipresente.

Un argumento confluente con esta afirmación fue defendido por Richard Rorty en relación con su análisis a las diferentes aproximaciones historiográficas a los “grandes filósofos muertos”44. Su tesis es que no existe necesariamente una oposición entre los varios tipos de reconstrucción de las ideas del pasado45. Son tres las reconstrucciones que prevalecen en la literatura. Skinner nos propone un modelo metodológico basado en la reconstrucción del contexto intelectual en que los autores estudiados vivieron y produjeron sus obras, de forma que percibamos las diferencias entre nuestro modo de vida y las formas de vida anteriores, así como para evitar anacronismos. Llamemos a esta modalidad “reconstrucción histórica”. Otros autores, como Habermas, consideran que la justificación del carácter anacrónico que reviste algunas de las reconstrucciones consiste en la importancia de recorrer a “antiguos” colegas de profesión para resolver problemas actuales; en cierto modo, se establecen diálogos entre “nosotros”, en el presente, y “ellos”, en el pasado. Este tipo de relación con el pasado de la teoría puede asumir la designación de “reconstrucción racional”. Finalmente, existe una tercera alternativa que aún enfatizando la naturaleza histórica de las reconstrucciones que propone, subraya su carácter diacrónico. Es así como Pocock pretende trazar los contornos de la evolución histórica de tradiciones intelectuales o ideológicas, mediante la influencia que estas ejercen sobre sucesivas generaciones de autores. A la reconstrucción histórica de paradigmas lingüísticos la llamaremos “reconstrucción diacrónica”.

A pesar de que esta taxonomía no agota todas las posibilidades46, vamos a desarrollar nuestra argumentación exclusivamente en base a estas tres propuestas. Las entendemos, siguiendo a Rorty, como opciones no-exclusivas: mientras que seamos conscientes de que son analíticamente distintas y que persiguen diferentes fines, es perfectamente legítimo combinar, en un mismo estudio, estas tres formas de reconstrucción de la teoría social y política. Partiendo de este presupuesto, defendemos que una crítica al pensamiento político de Jürgen Habermas debe articularse a tres niveles: a nivel metateórico, teórico y metodológico. El desafío de articular una crítica simultáneamente en estos tres niveles resulta de la fuerte pretensión de congruencia que reclama el sistema de pensamiento habermasiano. De este modo, una objeción en cualquiera de los niveles tiene necesariamente implicaciones en los restantes.

Así, nuestra crítica metateórica a Habermas cuestiona la validez de la concepción de construcción teórica asentada sobre la síntesis racional de

44 Rorty, 1998. Para la opinión de este autor sobre la relación entre la filosofía y la historia intelectual, véase Rorty, 2000.

45 Para un argumento semejante sugerido por un sociólogo, véase Camic, 1996, p. 177.

46 Pensamos en la Geistesgechichte (“historia del espíritu”, en una traducción literal) propuesta por Hegel, en la Begriffsgechichte (“historia conceptual”) sugerida por Reinhardt Koselleck, o en la “historia intelectual” de la que habla Rorty (a pesar de que este mismo termino sea reclamado por muchos otros historiadores de ideas). La idea a retener es que, en el espacio comprendido entre los polos presentista e historicista, la variedad de aproximaciones posible resiste a cualquier intento de enumeración exhaustiva.

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múltiples contribuciones teóricas pasadas. Al contrario, entendemos que es más ventajosa una concepción de pluralismo teórico pautado por una ineludible conflictividad, en que cualquier confluencia, si sucede, deberá poseer un carácter reconstructivista histórico. Al nivel de la teoría política deliberativa propuesta por Habermas, cuestionamos una concepción procedimental de democracia deliberativa constituida a partir de elementos retirados de dos tradiciones políticas antagónicas, el liberalismo y el republicanismo. En particular, pensamos que la distinción entre los planos de la ética y de la moral con que Habermas trabaja es demasiado rígida; el resultado, como veremos, es una concepción de democracia despojada de cualquier contenido utópico, es decir, despojada de su elemento motivacional. Pasando al nivel metodológico, nuestras objeciones se centran sobre la concepción habermasiana de “ciencias reconstructivistas”, puramente racionales y, por consiguiente, insensibles a la dimensión histórica de los elementos teóricos que se propone reconstruir. Nuestra alternativa metodológica a este reconstructivismo racionalmente solipsista es, como hemos visto, una reconstrucción del proceso de evolución histórica de paradigmas conceptuales o, en otras palabras, un reconstructivismo diacrónico.

El problema que hemos estado formulando en este capitulo inicial puede ser ahora debidamente articulado. Desde luego, el presupuesto de nuestra estrategia teórico-metodológica – la interdependencia entre teoría e historia de la teoría -, determina la decisión de seguir el método de reconstrucción histórica (Skinner) para corregir la reconstrucción racional de los paradigmas pragmatista y republicano cívico elaborada por Habermas (parte IV, capítulo II) y el método de reconstrucción histórica diacrónica (Pocock) para criticar la teoría deliberativa de Habermas y presentar una alternativa a su concepción procedimental de la democracia deliberativa (parte IV, capítulo III). El problema al que intentamos responder es, pues, “¿Como articular una crítica constructiva y sustentada al pensamiento político de Habermas?”. Nuestra respuesta, como hemos visto, va en el sentido de distinguir varios niveles de discusión a partir de los cuales desarrollaremos nuestras críticas y propuestas.

Es ahora el momento de explicitar algo que hasta ahora ha sido apenas sugerido. La línea que une los dos niveles menos abstractos (metodológico y teórico) y que nos permite abordar crítica y constructivamente el pensamiento político habermasiano es la línea que asocia un método presentista a una ideología Whig. No es casual que una concepción presentista de la historia, articulada a partir de las nociones de progreso, evolución y continuidad, sea también designada de whiggista, en una referencia explícita a la ideología Whig que le dio origen47. A la luz de esta relación, nuestra decisión metodológica de seguir aproximaciones historicistas para reconstruir la tradición política republicana aparece como inevitablemente necesaria. De hecho, tampoco es ciertamente accidental la coincidencia entre las propuestas metodológicas de cuño historicista de la Escuela de Cambridge48 y el objeto de estudio preferido

47 Véase Butterfield, 1931.

48 Para dos profundos estudios sobre este movimiento metodológico véanse Boucher, 1985 y Richter, 1997.

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por sus miembros – el republicanismo clásico y el humanismo cívico49. Es en referencia a esta vasta fractura que separa métodos presentistas de métodos historicistas, liberalismo de republicanismo como se define nuestro posicionamiento teórico-metodológico.

Y, a pesar de no pretender extraer conclusiones de la oposición presentismo/liberalismo vs. historicismo/republicanismo hacia el nivel metateórico, no podemos dejar de señalar dos consecuencias. En primer lugar, la orientación teórico-metodológica que adoptamos resulta, en términos metateóricos, de una posición pluralista y lingüísticamente genealógica: el panorama de las teorías sociales y políticas convencionales puede, desde este punto de vista, ser concebido como una pluralidad de propuestas cuya autonomía, lejos de ser cuestionada, es antes reforzada por un esfuerzo de reconstrucción histórica de los conceptos que las componen. La genealogía de los diferentes vocabularios paradigmáticos puede limitar la inconmensurabilidad existente entre las varias alternativas disponibles y asentar las bases para una unidad de la pluralidad del campo de las teorías sociales y políticas. Mucha de la confusión conceptual que mina los debates teóricos surge, pensamos, de la utilización de conceptos sin tener consciencia de la historia de los sucesivos significados que tuvieron en el pasado. Siendo conscientes de la genealogía de las palabras que usamos para describir, explicar y criticar la realidad social y política, podemos participar en los conflictos lingüísticos que definen la reflexión teórica proveídos con un instrumento de intercomprensión – la historia de las ideas. En segundo lugar, y revertiendo el sentido de nuestro pensamiento, pensamos que la estrategia metateórica de Habermas (sintético-reconstructivista) tiene consecuencias no subestimables para su concepción de la teoría política deliberativa. Al pretender conciliar republicanismo cívico y liberalismo, Habermas acabará por beneficiar, en contra de sus intenciones declaradas, la tradición que se ve a sí misma como hegemónica – una hegemonía resultante del proceso natural de evolución de la humanidad, en donde el orden social espontáneo está garantizado por la persecución egoísta de los intereses particulares y por una concepción moderna de derechos individuales defendidos por el imperio de la ley.

49 Es justamente en este sentido en el que Pocock afirma que “nunca me ha gustado el historicismo en el sentido de la auto-creación romántica de una identidad en el transcurso de la historia por causa de sus potencialidades irracionales e iliberales, y he intentado practicarlo únicamente en el sentido de una crítica auto-disciplinada de lo históricamente dado” (Pocock, 1970b, p. 153).

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Capítulo II: Comunidad y sociedad. La “gran narrativa” de Habermas.

La tendencia hacia la producción de síntesis es, probablemente, la nota que más destaca en el panorama de las teorías sociológicas en las últimas tres décadas. Este límite temporal coincide con la pérdida de hegemonía del paradigma estructural-funcionalista de Talcott Parsons50 y con el ascenso de múltiples propuestas concurrentes, entre las que destacaríamos, sin pretensión de exhaustividad, la teoría del conflicto (Collins), el interaccionismo simbólico (Blumer), la teoría del intercambio (Homans), el positivismo (Blalock, Jonathan Turner), el neo-marxismo (Antonio, Elster), la teoría de la acción (Coleman), la etnometodología (Garfinkel), y el neofuncionalismo (Gerstein, Alexander)51. La historia reciente de la sociología parece así resistir a una aplicación directa de las tesis de Kuhn sobre el desarrollo de la ciencia (formuladas, cabe recordar, pensando en el caso de las ciencias naturales). En efecto, la noción kuhniana de anomalía (un problema teórico o empírico no explicable por una determinada teoría) no parece cubrir los acontecimientos históricos que o bien incentivan o bien desacreditan los paradigmas de la sociología52. Sin embargo, y de forma reveladora (si tenemos en cuenta su notable resistencia a las críticas) es a la noción de “paradigma” a la que los sociólogos recurren para describir sus familias teórico-metodológicas.

Uno de los autores que rechazan la noción kuhniana de paradigma53, aunque no deja de señalar a Kuhn como la mayor influencia detrás de la discusión de propuestas teóricas rivales a través de sus hipótesis fundamentales (sobre todo las que se refieren a la naturaleza de la acción y del orden social) es Jeffrey Alexander (1982, pp. 62-112). Sin embargo, es su tesis según la cual la teoría sociológica de posguerra (sobre todo vista desde una perspectiva norteamericana) comprende tres fases54 la que nos interesa aquí analizar. Esto porque Alexander, en Neofunctionalism and After (1998), designa la tercera y actual fase de la sociología como “nuevo movimiento teórico”, refiriéndose a los intentos de integración de diferentes líneas de pensamiento protagonizados,

50 Alexander, 1987, p. 111.

51 Véase Wiley, 1990, pp. 394-396, y Ritzer, 1990, pp. 5-15.

52 Estamos pensando, por ejemplo, en la migración interna o la creciente urbanización, entre el fin de la Guerra Civil americana y el inicio de la I Guerra Mundial, que inspiraron a la primera generación de científicos sociales norteamericanos; el efecto que la Gran Depresión de los años 30 tuvo sobre la Escuela de Chicago (incapaz de analizar un colapso social), o las revueltas estudiantiles o el movimiento por los derechos cívicos en los Estados Unidos, que venían a cuestionar los presupuestos de orden y evolución social del paradigma estructural-funcionalista.

53 Aunque debe decirse que sus objeciones se refieren a la concepción original sugerida por Kuhn, y no a la noción de “matriz disciplinar”. Presentada en el epílogo de The Structure of Scientific Revolutions, en 1970, hacía frente a las críticas, como las de Alexander (1988, p.22), de que un paradigma incluiría elementos de diferentes niveles de generalidad, sin diferenciarlos debidamente. Así, una matriz disciplinar incluiría cuatro tipos de elementos distintos: las generalizaciones simbólicas, los paradigmas metafísicos, los valores y los modelos o ejemplos. 54 La primera de esas fases se caracterizaría por la hegemonía de Parsons (hasta mediados de los años 60); en los diez años siguientes, una intensa polémica entre propuestas rivales definiría otro momento, y a partir de finales de la década de los 70, una tendencia hacia la integración de las diferentes perspectivas constituiría la fase más reciente. Para un análisis de la evolución de las teorías sociológicas de posguerra desde el punto de vista norteamericano, véase Alexander, 1987.

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entre otros, por él mismo (neofuncionalismo), Giddens (teoría de la estructuración), Bourdieu (teoría de la práctica) y Habermas (teoría de la acción comunicativa)55.

Adoptándose o no esta terminología56, usándose con o sin reservas la noción kuhniana de paradigma, la mayoría de los autores coincide en un punto esencial: los intentos de integración o de síntesis han marcado las dos últimas décadas de la historia de la sociología. Los principales teóricos de la disciplina están mucho menos interesados en defender una interpretación tradicional de las teorías que en hacer confluir múltiples contribuciones teóricas en “nuevas” y más sintéticas teorías57. Es el caso de Jürgen Habermas y de su Theory of

Communicative Action (1981)58.

Al contrario de las grandes obras de síntesis de Parsons o de Alexander, la

magnum opus habermasiana surge como la culminación de una carrera que

acumula varias décadas de intensa producción científica. A pesar que esta obra no fue escrita con la intención de narrar la historia de la teoría social moderna, la verdad es que, por detrás de los argumentos teóricos, se encuentra una reconstrucción de este pasado. Es cierto que se trata de una reconstrucción racional, cuyo principal objetivo es la producción de una teoría general de la sociedad, pero no sería menos correcto afirmar que la estrategia teórica utilizada se asienta sobre una “gran narrativa” de la principal línea de desarrollo de la teoría social moderna.

Como cualquier narrativa, también esta tiene sus héroes. Pero, como observa Rorty, “Los que cultivan la reconstrucción racional en realidad no se molestan

en reconstruir filósofos menores y en discutir con ellos” (1990, p. 81).

Sintomáticamente, Habermas adopta una concepción canónica de la historia de la sociología y de la filosofía en la que los héroes no sólo son escasos sino que entablan diálogos imaginarios entre sí mediante su propia pluma. ¿Y cuales son estos héroes? Si la convergencia de Pareto, Durkheim, Marshall y Weber estuvo en el origen de la síntesis de Parsons en 1937, Habermas, en 1981, hace converger a Marx, Durkheim, Mead, Weber, el propio Parsons y Goffman, con contribuciones de otras ciencias como la psicología (Freud y Piaget), la filosofía fenomenológica (Husserl y Schütz) y la filosofía del lenguaje (Wittgenstein y Austin).

“... si es verdad que la filosofía en sus corrientes postmetafísicas,

posthegelianas, parece afluir al punto de convergencia de una teoría de la

racionalidad, ¿como puede entonces la Sociología tener competencias en lo

55 Alexander, 1998b, p. 6.

56 Norbert Wiley, refiriéndose al caso americano, habla de tres periodos de interregno en el desarrollo de la sociología: uno inicial que termina con la publicación de The Polish Peasant in Europe and America (1918-1920); un segundo, entre los años 30 y el ascenso del estructural-funcionalismo, en los finales de la siguiente década; y un tercero, desde los años 60 hasta el presente, caracterizado por la inexistencia de un paradigma hegemónico. Wiley hizo coincidir estas tres fases con tres ideas-llave: interacción (Escuela de Chicago), estructura social (Parsons) y cultura (años 80 y 90). Véase Wiley, 1990.

57 Ritzer, 1990, p.2.

58 La edición castellana de esta obra que vamos a referenciar en este libro es: Habermas, J., (1987), Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus.

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tocante a la problemática de la racionalidad?” (Habermas, 1987a, p.16) – es la

pregunta que conduce a esta reconstrucción racional. Si existe la necesidad de hacer converger algunas concepciones de racionalidad es porque en algún punto de la historia ellas divergieron a partir de un punto común: para Habermas, este punto común es la tradición filosófica alemana. En particular, Hegel es considerado como quien captó en primer lugar la esencia de los “tiempos modernos” como aquellos en los que, por primera vez en la historia del género humano, la humanidad dejó de buscar inspiración en el pasado para su modelo de organización social, y pasó a confiar exclusivamente en la razón humana para crear su propia normatividad.

Pero Hegel habría cometido un error de vastas consecuencias al hacer derivar la razón subjetiva por medio de una filosofía de la consciencia. En vez de seguir el modelo de una intersubjectividad abstracta propia de la formación de la voluntad sin coerción, propia de una comunidad de comunicación regida por un ideal de cooperación racional, Hegel optó por una concepción monológica de razón, en la que el autoconocimiento es inevitablemente introspectivo y, por tanto, subjetivo. A pesar de eso, la concepción hegeliana del derecho permitía algo muy importante: realizar la síntesis de dos mecanismos de control social – la integración social y la integración sistémica59. Conviene recordar que la convergencia a la que Habermas se refiere en texto supracitado tiene como propósito integrar, una vez más, tres líneas que divergen a partir de Hegel60. Una primera línea de desarrollo de la teoría social se sustenta sobre una concepción monológica de racionalidad y puede ser encontrada en las obras de Dilthey, Weber y Parsons. Esta línea estaría en el origen de una teoría general de la acción humana. Una segunda, desarrollada sobre todo por la teoría económica, vino a originar la concepción sistémica del orden social regulada por el mecanismo “dinero”. Estas dos líneas fueron objeto, digamos, de un intento de integración por parte de Parsons que otorgaba a la acción racional un papel privilegiado en la adaptación al medio ambiente. Finalmente, una tercera vía, cercana al joven Hegel, fue desarrollada por G.H. Mead al pretender identificar las características estructurantes de la interacción simbólicamente mediada. A pesar de la validez de este esfuerzo pionero en construir una teoría de la acción comunicativa, fundada sobre una concepción de racionalidad intersubjetiva, Habermas la critica por no incluir un análisis autónomo sobre las raíces pre-lingüísticas de la acción orientada hacia el entendimiento, y recurre a la noción durkheimiana de “consciencia colectiva” para cubrir esa laguna61. Desde el punto de vista de la teoría política, la apropiación de la teoría comunicativa de la democracia de Mead puede ser

59 Si con la “integración social” se refiere al proceso de reproducción simbólica del mundo vivencial, la “integración sistémica” está relacionada con la reproducción material de la sociedad, que cubre tanto las dimensiones simbólicas como las sistémicas de las formaciones sociales.

60 Nuestra exposición sigue, en este punto, a Levine, 1995, p. 57.

61 Para un análisis detallado sobre esta reconstrucción racional de las teorías de Mead y Durkheim, véase el capítulo II, parte IV.

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vista, igual que la reconstrucción de la teoría de la racionalidad de Weber, como un intento de reconstrucción del marxismo occidental62.

La función del esfuerzo de síntesis de Habermas es promover la reintegración de estas tres líneas. Con su concepción dual de las formaciones sociales – “sistema” y del “mundo de la vida” -, las dos primeras líneas son reconstruidas desde el punto de vista de una teoría de la racionalidad institucionalizada en los subsistemas de la economía, la burocracia y de la formación de la voluntad (parlamento y tribunales), mientras que la tercera es reconstruida por medio de una teoría de la acción comunicativa, que regula las esferas de la experiencia cotidiana (cultura, sociedad y personalidad).

No siendo propiamente una tesis original de la sociología, ya que Ferdinand Tönnies, en Gemeinschaft und Gesellschaft (1987)63, sugería una síntesis de la concepción hobbesiana de racionalidad instrumental y de instituciones establecidas contractualmente con la concepción del romanticismo alemán de comunidades orientadas por valores y sentimientos64, la Teoría de la Acción

Comunicativa no deja de ser un notable esfuerzo de producción teórica

orientado por una clara estrategia metateórica. Si lo mismo puede ser dicho de la Theoretical Logic de Alexander, la búsqueda de la interdisciplinaridad entre la sociología y un extenso conjunto de ciencias limítrofes (con excepción de la economía) es un atributo exclusivo de la obra habermasiana. En suma, habiendo Habermas abandonado una fundación epistemológica para su teoría de la sociedad65, no deja de rechazar la sustitución positivista de la teoría por los métodos, manteniendo, sin embargo, una fuerte concepción de racionalidad y universalidad. Una estrategia metateórica orientada hacia la síntesis de varias teorías asociada a una estrategia teórico-metodológica puramente racional vuelve a Habermas poco sensible a la historia de las tradiciones que pretende integrar. No obstante, el efecto retórico de esta combinación de estrategias es incuestionable. El lector es convidado a recorrer siglos de historia del pensamiento político y social mediante las interpretaciones que Habermas realiza de un conjunto de héroes intelectuales, interpretaciones que están conducidas por una constante motivación: el intento de hacerlas converger a la luz de un ideal normativo de comunicación democráticamente accesible y participado.

62 Es el propio Habermas quien lo sugiere en Autonomy and Solidarity. Véase Habermas, 1986b, pp. 148-149. Esta relación es igualmente comentada por Rober Antonio (1990, pp. 99-100).

63 Versión en castellano: Tönnies, F., (1947), Comunidad y sociedad, Buenos Aires, Losada. 64 Véase Levine, 1995, p. 57.

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