FRAN ISCO CALVO
SERRALLER
. {/)~k
~
LOS GÉNEROS
DE LA PINTURA
TAURUS PENSAM 1 ENTO(0 Fo :ooodN<'O ( ::olvo Seo o :ollt-r, 200!í <O lk t'NI:O c<lld6oo:
S:ooorill:ooo:o Ediciunt·s G ncralcs, S. L., 2005 'l'orrclagoooo:o, 60. 2H043 Madrid
T ·l(·foooo !) 1 744 !)0 60 'l'clct:.ax 91 744 92 21 www.launas.santill~n~.cs
• A~ooilar, Alr ·a, Taurus, Alfaguara S. A. 1\to:o?,lcy 3860. 1437 Buenos Aires
• S:onrill:ona Ediciones Generales, S. A. de G. V. Avda. Uooivcr•sidad, 767, Col. del Valle, M(·xico, D.F. C. P. 03100
• l)isrrihuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Calle 80, n.0 10-23
1\og-or:í, Colombia T!'i(·fúno: (571) 6351200
Dist·aio de cubierta: Pep Carrió y Sonia Sánchez
llooNI r:aci{¡oa de ubierta: David Teniers el Joven, El Archiduque Leopoldo Guillenno 11i1itrwrlo sot roiJJcci6n de Bmselas, 1651-1653, Fundación Lázaro Galdiano
ISI\N: fl'l-!106-0517-7 lkp. l.cg-:oi:M-39.894-2005
l'o inrt·cl ioo Sp<~in-Impreso en España
Q11c·da prohibida, salvo excepción ptl•vista t.'ll la 1 ·y. cualquier forrna dc•oqJrOdllccióll, disoribución, f'Otllunicaci6n püblica y transformación dt• est:1 ohra si11 contar ron lt1 autorización tic• lo~ oit11lao·cs de la pi'Opicdad intelectual. l .. t itdl acd(u, d(' los dc•·cchos attcnciottados p11c·dl' st·r <'On~tilllliva dC' ddito C<)ntra l:c Jli'Oplc•d:rd illtt'it•Ctll:tl
(:11 t.<, 270 y S~ t.<. (:(ldii(O f'c•ll:ti) ..
,.
lNDICE
=/\PITUL l. DE LAS HlSTORlAS INMORTALES
A LA MUERTE DE LA HISTORIA . . . ... .. . .
Non colossus sed historia: la misión de narrar ... . .
[1 el a icismo o la jerarquización de los géneros ... .
R ivindicación del modelo trágico ... ... . ubversión de los géneros y triunfo de la comedia ... . . 1 1 cielo a la tierra ... ... .. ... ... ... . /\poleosis de lo narrativo ... ... ... .
9 19 19 26 29 30 36 46
El ane actual y la ausencia de canon. . . 52 CAPfTUL ll. EL DESNUDO
na forma de arte ... .
Pa eo por el Museo del Prado .
Rub n , Velázquez y Rembrandt. .... .... ... .... . El di currir poslerior. . . . .. ... ... . 1\1 a ho el 1 de nudo . . . . .... . La Il"tiracla el lo prohibido 55 55 63 93 101 114 122
<O Fo :u o risco Calvo Serr:olkr, 2005
O lk t·st:o edid6oo:
S:uuill:ooo:o Ediciones Generales, S. L., 2005 cron·claguna, 60. 28043 Madrid
T ·léfouo 91 744 90 60 Tclcf:ox 91 744:92 24 www.laurus.santillana.es
• A!{toil:or, Altea, Taurus, Alfaguara S. A. lknl ·y !l860. 1437 Buenos Aires
• S:uolillana Ediciones Generales, S. A. de C. V. Avda. Universidad, 767, Col. del Valle, M(·xico, D.F. C. P. 03100
• l)islribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Calle 80, 11. 0 10-23
ll<o!{OI{o, Colombia Td{·lbno: (571) 6351200
l)ist·oio de wbierta: Pep Carrió y Sonia Sánchez
llooslnoci6u de cubierta: David Teniers el joven, El Archiduque Leopoldo Guillermo
m\ilfniii/J.~tt rolt•rci6n de Bruselas, 1651-1653, Fundación Lázaro Caldiano
<.
ISI\N: H~>!\06-0517-7 lkp. 1 .q.¡:oi:M-39.894-2005
l'o ioo1erl ioo Spnin -Impreso en España
Q1u·tl:! prol1ibida, salvo excepción
p•t•vist:at·•• la ley, cualquier fonna tlt• ll'prodiiCCÍÓI\, disLribución,
f'OIIIIIIIÍcaci(m pltblica y transformación
dt• t•:u:• t)hl a sin con lar con la aulorización
<1<-ln~ oiotolao·csdc la propiedad intclccLUal.
l.a inll a dbn de los derechos mencionados
p1wdc ,'it'r «'OIIstitutiva de delito contra
l:o ¡oo•opl<-olarl itoodcclloal (.oo 1.<. \!70 y Sf:lS. CódiJ.(o 1'~11al) ..
...
l
N
DI
CE
PRóLOGO... .. ... .... . ... .. .. . . .... . . ... ... 9
CAPÍTULO l. DE LAS HISTORIAS INMORTALES
A LA MUERTE DE LA HISTORIA .. .... . . .. ... .
Non colossus sed historia: la misión de narrar ... . . El clasicismo o la jerarquización de los géneros ... ... . Reivindicación del modelo trágico ... ... ... .. .
Subversión de los géneros y triunfo de la comedia .... . Del cielo a la tierra ... .... .... ... .. ... .. . Apoteosis de lo narrativo ... ... .... ... ... . 19 19 26 29 30 36 46 El arte actual y la ausencia de canon. . . 52
CAPÍTULO ll. EL DESNUDO . . . ... ... . Una forma de arte ... ... ... ... .. .... ... .
Paseo por el Museo del Prado ... .. .. ... ... .. .
Rubens, Velázquez y Rembrandt ... ... . El discurrir posterior .... .... .... .. ... .... .... .. .. . Al acecho del desnudo ... .... ... .... . . La mirada de lo prohibido .... . ... ... ... . 55 55 63 93 101 114 122
APÍTULO lll. EL RETRATO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
Contrahacer el natural . . . 139
Escorzo especulativo. . . 149
Emografía del retrato ... ... : . . . 158
El retrato español.. . . 165
La existencia al natural . . . 182
CAPiTULO IV EL AUTORRETRATO . . . . . . . . . . . . . . . . 193
Ceremonial de Narciso . . . 193
Significación estética del rostro . . . 195
Retrato y vanguardias . . . 203
Nuevas tipificaciones del retrato. . . 213
El autorretrato en las vanguardias artísticas españolas . . . 215 A Prl ULO V EL PAISAJE. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 233
De «pago», a «país» y «paisaje» . . . 233
Naturaleza más luz interior . . . 237
«Pintura de yerbas» y «labrado de menudencias» . . . 241
De género inferior a protagonista . . . 248
Lo sublime y lo pintoresco . . . 258
CAPÍTULO VI. EL BODEGÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267
Formalización como género. . . 267
isLemaLizaciones doctrinales en la España del XVII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 269
La cuc 1 ión Lcrminofógic:a . . . 284
El bodegón en Espai'la. . . 286
Entre tradición y vanguardia . . . 317 Valor modernizador de la Escuela Española . . . 324 Un caso especial: la «pintura de flores» . . . 340
EPILOGO. EL ARTE CONTEMPORANEO COMO TRANSGÉNERO. . 363
PRóLOGO
Para Maria Cifuentes
A
unque la definición histórica de los géneros en pintura tuvolugar en época relativamente tardía, aproximadamente du-rante el siglo xvr, el origen de éstos, sin embargo, permanece
ín-timamente ligado a la propia invención del arte occidental en la
antigua Grecia. Ya desde esta época remota, en efecto, abundan los
testimonios arqueológicos de, por supuesto, retratos, pero tam-bién de paisajes, bodegones, escenas de costumbres y desnudos; todo ello por no hablar del género por excelencia, el más
aprecia-do ya desde la propia antigüedad: la representación de acciones humanas memorables, protagonizadas por dioses o por héroes - género que, posteriormente, a partir del renacimiento, se dio en llamar «pintura de historia»- . No es arriesgado decir que este último subsumía todos los demás, pues, al fin y al cabo, un rostro expresivo, un fondo de naturaleza o un desnudo no eran sino elementos fragmentarios que se limitaban a servir de esce-nario o complemento a la representación visual de un tema.
Que los aficionados de la antigüedad discernían bien las
cua-lidades de un determinado pintor a la hora de ejecutar con
bri-llantez un retrato o un paisaje es algo profusamente documen-tado; pero, en general, estas especialidades no merecían aprecio por sí mismas, sino sólo en la medida en que se integraban en el
conjunto de la representación histórica, concepto que, ciertamen-te, trascendía la mera suma de todas sus parles. Así lo demuestra
1 !l' ( ,¡ NII(O\ lll' lA I'IN 1\11(¡\
la famosa anécdota de la réplica que, según Plinio, dio el célebre Apeles a un zapatero, cuando, animado éste por la buena acogida del maestro a sus consejos sobre cómo representar ciertos deta -lles del calzado de un personaje, quiso también opinar sobre la manera de plasmar la pierna. La recompensa que.obtuvo se tradu
-jo en un despectivo ne supra crepidam sutor iudicaret, o, lo que es lo mismo, lo que proverbialmente resumimos en el célebre«
¡zapate-ro, a tus zapatos». No obstante, bastaría con leer lo que acerca de
la proliferación de retratos en la pintura antigua escribió el propio
Plinio al comienzo del libro XXXV de su Naturalís Historia, para
percatarse de que era éste un género apreciadísimo. Es más: a par
-tir del parágrafo 112, Plinio llega incluso a dedicar un amplio
co-mentario a «los artistas de géneros pictóricos menores que fueron
célebres por su pincel», entre los que se encontraba el famoso Pi -reico, que se dedicaba a pintar temas vulgares, como «barberías y
zapaterías, asnos, comestibles y similares», por lo que mereció el
calificativo de rhyparógraphos o «pintor de cosas bajas».
En cualquier caso, como antes ya ha quedado apuntado, só -lo a lo largo del siglo xv1la demanda del público empezó a ser lo
suficientemente relevante como para que algunos pintores se
especializaran en estos géneros menores, logrando con ello, en ocasiones, cierta holgura económica y algo de prestigio, aunque
jamás, ni por asomo, nada equivalente a lo que alcanzaban los pintores de historia. A este respecto, resulta muy revelador lo que
le ocurrió al hoy apreciadísimo pintor francés Chardin, quien,
en pleno siglo xvm, no sólo no logró superar el nivel académico de «tercera categoría» por su dedicación al bodegón y a las
es-cenas de costumbres, sino que, además, obtenía por sus cuadros
precios siempre comparativamente muy inferiores a los de sus
colegas consagrados a la gran pintura de historia.
En reahdad, la trayectoria de cada uno de estos géneros m
e-no re muestra bien que, incluso cuando llegaron a merecer la
con idcración de e pécialidacl autónoma, tardaron mucho en li
-brars de la necesidad de portar alguna ju Lifi ·a ·ión narrativa.
¡>¡¡¡)¡ ()( ,()
Eso explica que sea tan raro encontrar un paisaje en el que no
aparezca una anécdota; un bodegón que no sea una vaniLas; un retrato que no revele la condición o el oficio del modelo; un de -nudo que no represente a una Venus; una escena de costumbres
que no encierre una moraleja ... ; en suma, hallar un género qu , n
cierto modo, no tenga alguna significación, o, si se quiere, que no
esté «historizado».
De esta manera, no nos equivocaríamos al afirmar qu , has
-ta nuestra época, la historia de la pintura occidental respondio
siempre al canon clásico, cuyo valor artístico se cifraba en la plas
-mación de la belleza, y cuya reglamentación resultaba ele aplicar
un orden matemático para expresar mediante imágenes un argu
-mento narrativo ejemplar. Por eso, la actitud tradicional ame un cuadro era siempre la misma: en primer término, preguntar e qu
significaba; para, a continuación, en la medida en que el tema ra
identificado, reconocerle un valor artístico que, indeclinablemen
-te, se acrecentaba en función de la importancia de la historia re -presentada. En este sentido,. el desconcierto del público frente al
nada o muy poco figurativo arte moderno, tal y como se fue pro
-duciendo durante el periodo de las llamadas vanguar~as históri -cas, respondía siempre al mismo patrón: «Pero, esto, ¿qué signi
-fica?»; es decir: «¿Puede llamarse arte a algo que no cuenta una
historia?». La jerarquía de los géneros pictóricos no significaba,
por tanto, nada distinto que cifrar la escala crítica de valor en la
dimensión narrativa del cuadro.
Aunque producir perplejidad es casi una actitud connatural
al desarrollo del arte contemporáneo, en la medida en que se ba
-sa en el antiprincipio de la libertad, y, sobre todo, en que, como
tal, funciona temporalmente por cambios o modas, hay que re
-conocer que quizá la más dramática de las innovaciones haya sido la del «contenido», esto es, la que afectaba a la pregunta el
si el arte debía ser la ilustración ele una historia, o de qué historia
le convenía m á o m jor. El asunto afectó de lleno al problema de los g n ro en pintura, cuya jerarqufa staba pr ci arncnt lig~da
l.m (,(NI ROS 01' IJI I'IN ruRA
al contenido del cuadro. En consecuencia, es lógico que la
revo-lución del arte de nuestra época comenzase por plantearse en
tér-minos de una reconsideración crítica de los géneros, pues, en
rea-lidad, la ilación entre contar una historia y la clasificación por
géneros resulta insoslayable. No obstante, la taxonomía de los
gé-neros también brota cuando se desarrolla un arte abstracto,
por-que es imposible no añadir de alguna manera un énfasis genérico
incluso a un arte sin significación narrativa, como se comprueba
cuando se habla, por ejemplo, de una «abstracción lírica» frente a otra «geométrica», ya que el género también es modal.
Por otra parte, muchas de las nuevas formas o medios
artís-ticos que han aportado las técnicas de nuestra época, como la
fo-tografía, el cine o el vídeo, han tenido o tienen una carga
narrati-va, a veces casi fundamental, con todo lo que ello comporta de una
recreación de diferencias de género en función del contenido.
:::!1 Todavía más: la creciente importancia concedida actualmente al
artista y al contemplador como «sujetos» ha abierto las puertas a la clasificación sociológica, que nos remite a la identidad social de ambos -un artista o un público «burgueses», por ejemplo-,
pero también, más recientemente, a la personalidad sexual, como
puede ser la de «arte típicamente masculino» o «arte femenino
y/o feminista». En cierta manera, cuando hoy se habla de
«polí-tica de género» o, sin más, de «género», también en arte se está aludiendo a menudo a cuestiones sobre la identidad sexual del
artista y su arte.
Como vemos, resulta casi imposible eludir la cuestión de los
géneros en arte, entre otras cosas porque se trata de un término
muy elástico y, en última instancia, de una elasticidad
subordi-nada a la necesidad de clasificar y definir prácticas humanas, sea
cual fuere la muy profunda variación histórica que éstas pueden haber sufrido o, impredeciblemente, sufrir en un futuro
indeter-minado. Como, por lo demás, los cambios culturales se producen
a través de la identidad parlante del hombre, es muy difícil que
cualquier variación no a ino la que se ocasiona en relación
1 )
PROtCX·<l
con la herencia, el pasado o la memoria; con lo que, añadido a la
necesidad de clasificar implícita en el lenguaje, hay asimismo un océano de resonancias del pasado, entre las que se encuentra la
herencia del concepto clásico de arte o lo que en ella supusieron
los géneros y su tradicional clasificación. En consecuencia, es im
-portante, a mi juicio, decir algo acerca del origen y los usos eli
-mológicos de la propia palabra «género», cuya riqueza, desde e
-ta perspectiva, resulta tan amplia como sugerente.
Según el Tesoro de la Lengua Castellana o Española (161 L) clc
Sebastián de Covarrubias, el término «género», «comúnmente n
castellano se toma, o por sexo, como género masculino o fem
-nino, o por lo que en rigor se llama especie». Aunque esta defini
-ción contenía ya potencialmente cierta complejidad de usos y sig
-nificados, en el llamado Diccionario de Autoridades que publicó la
Real Academia Española en 1732 se ampliaron a cinco las in t r
-pretaciones del término. La primera de ellas afirma que es «el ser
común a muchas cosas entre sí distintas o diferentes en especie.
Es voz tan universal que comprende todas las materias de cien -cias y artes ... »; la segunda, que «equivale también a modo o m
a-nera»; la tercera, que «se toma muchas veces por lo mismo que
especie»; la cuarta, que «en Gramática es la división de los nom
-bres, según los diferentes sexos o naturalezas que significan»; y la
quinta, en fin, que «se llaman también las mercancías». Etimoló
-gicamente, «género» procede del latín genus, generis, palabra qu significa «linaje», «especie» y «género»; pero dicho término pro -cede a su vez del verbo latino gignere, «engendrar», lo que, por su
parte, nos remite a la raíz griega gfgnomai, de uso equivalente (su
significado es «llegar a ser»). En relación con esta etimología, pu
-de resultar asimismo instructivo citar algunos derivados caste11a
-nos de esta raíz, como, entre otros, «genio», «gente», «gen», «gé
-nesis», «general», «generoso», «genuino», «gentil», etcétera. Aunque, como así se anuncia en el título del libro, la aplica
-ción que aquí nos interesa sea la relativa a las diferentes «clases»
o «géneros» en la clasificación histórica, urgida hacia el ecuador
del siglo XVIII, de la pintura occidental durante el largo periodo del
e la ici mo, no creo que resulten del todo superfluas las alusiones
a los muy diversos usos que el término ha tenido en nuestra le
n-gua. Todas nos remiten, en efecto, por un lado a lo que es «
natu-ral» (en el sentido de puesto o impuesto por la naturaleza), y, por
otro, a lo que estos elementos naturales puedan tener de común
entre sí; es decir, a su clasificación según determinadas caracte-rísticas, que, a su vez, acreditan su diferente valor.
Según la doctrina clásica, el arte era una técnica de imitación de la realidad, cuya verdadera finalidad no consistía en la repro-ducción o representación indiscriminadas de lo real, sino que estaba orientada a captar su orden interno, o, si se quiere, su «
be-lleza». En lo relativo a las artes plásticas, los griegos entendían e s-te orden «bello» desde una perspectiva matemática; además, en cuanto imágenes que reproducían una acción humana dotada de una significación, bello era también lo «ejemplar» y, por cons i-guiente, «memorable». De esta manera, el «cómo» y el «qué», la forma y el conttnido, se convirtieron en los elementos de finito-rios de la b~lleza artística, basada en un canon matemático y mo-ral, físico y metafísico. En cualquier caso, aunque tanto para los
griegos como para la tradición clásica posterior el arte fuera
in-eparable de la belleza, pronto se establecieron diferencias, lo que ocurrió no sólo en cuanto a los diversos modos de materializar esa belleza, sino también en lo relativo a su diferente valor,
por-que, según cada caso, las dificultades afrontadas eran diferentes
y, por consiguiente, mayor o menor su mérito. Así pues, dentro
del orden del relato no era lo mismo la poesía que la prosa; o den-tro de cualquiera de ambas, tampoco eran equivalentes sus respe
c-tivos géneros, que aludían al modo o régimen formal en que e
s-taban compuestas y, no en menor medida, a su tema o contenido.
Muchos de estos principios de la doctrina artística clásica
mantienen todavía hoy, en nuestra revolucionaria época
con-temporánea, su vigencia, o, cuando menos, una indiscutible r
e-sonancia, razón por la cual, aunque se haya dicho que el arte
cont mporáneo nació como «una revolución en y de lo g n ·
-ro'», no se puede afirmar rotundamenLe que éstos hayan de a
-parecido por completo. Hay que entender el arte de nuestra po -ca como anticanónico, pero no porque recuse tanto la bell za
clási.ca en sí, cuanto la odiosa limitación de horizontes que la imponía, hasta el punto de que sólo merecía la consideración de artístico lo que previamente se revalidaba como algo bello. La re
-be! ión del arte moderno frente al clásico consistió, pues, en prcs
-·indir de los límites preestablecidos, no sólo por su negativa a aceptar la frontera impuesta por lo bello, sino porque, habi neJo asumido la naturaleza temporal del destino humano, con idera
-ba incongruente no asumir también su constante necesidad cJ •
cambiar. Etimológicamente, «moderno» significa «hecho al mo
-do de hoy» o «actual», con lo que un arte genuinamente mod r
-no es el que no tiene reparos en cambiar al hilo del presente o de la moda; en suma, el que busca como un bien la innovación.
En este sentido, más que el abandono en sí de los géneros 1 radicionales en pintura, lo que recusó el arte moderno fue su j
e-rarquización inamovible. La-vanguardia romántica consideró,
por ejemplo, que el paisaje como manifestación de la naturaleza
desnuda era un género de importancia equivalente al de la pin tu
-n-1 de historia; pero, además, y en la medida en que la naturaleza era creación divina, que podía incluso considerarse como el
es-pontáneo lenguaje.simbólico usado por Dios para comunicar e
con los seres mortales. Algo semejante les ocurrió a las posterio
-res vanguardias realista y naturalista, si bien, en su caso, fueron
las vulgares escenas de costumbres que reflejaban la vida cotidia
-na contemporánea las que merecieron la consideración de g n
-ro mayor. Y cuando finalmente se consumó la modernización d 1
contenido, esto es, cuando ]os cuadros podían representar «lO
-do», hasta lo más insignificante, es lógico que se procediera a la
modernización de la forma, lo que supuso arribar a un arte no fi
-gurativo, o, si se quiere, «autónomo», mera combinación ele efec
-to plá lico , línea y olore . En úllima in tancia, e llegó al cua
dro como la suma de los elementos físicos materiales que se
com-binan para producir un efecto puramente formal, al margen de
cualquier significación, historia o anécdota. Dado este proceso de «desliteraturización» de la pintura, lógicamente no hubo ya
lu-gar a la existencia de «temas» y, por tanto, de «géneros»; pero,
in-cluso tras la experimentación de este proceso -el del llamado formalismo del arte contemporáneo, que concluyó en el arte
abs-tracto de las vangu~rdias históricas-, es fácil comprobar que la
imagen no ha desaparecido en absoluto del arte de nuestra
épo-ca. En cierto sentido, con la dimensión discursiva o narrativa del
arte contemporáneo ocurrió algo parecido a lo que antes
seña-lamos respecto a la belleza: lo que se prohibió fue sólo su
capaci-dad de prohibir. De manera que tanto la belleza, en el más amplio
sentido que se quiera dar al término, como la narratividad han seguido existiendo en el arte hasta hoy, si bien su supervivencia ya
ha sido, es y presumiblemente será «irq_I!_Íca»; es decir, no
dog-mática. Tal es la razón de que el arte contemporáneo siga
hacien-do uso de los géneros, bien parodiando históricamente su uso
tradicional como tema, bien como forma de mirar la realidad.
Por último, cabe plantearse también hoy -como, por lo
demás, se ha hecho con recurrencia periódica- el sentido de la
supervivencia de la pintura en sí, ya que la existencia de los
lla-mados nuevos medios técnicos convertiría en ocioso seguir
em-pleando los medi~ tradiciOnales. Pero la pintura «tradicional»
no sólo no ha desaparecido o es practicada exclusivamente por artistas académicos, sino que, desde un criterio moderno,
tam-poco es posible su desaparición, quedando ésta limitada, hay que
decirlo una vez más, a su carácter de dogma vinculante. Y es que el
arte no es reducible a sus procedimientos técnicos, al margen de
que queden en desuso más o menos circunstancialmente; y no lo
es en la medida en que es la propia cultura moderna la que ha
convertido todo, y también el arte, en algo circunstancial.
¿Qué garantía de definición estable puede tener una
activi-dad que no tiene límites precisos, que se fundamenta en algo tan
16
negativo como la libertad, lo más anticanónico por naturaleza?
Si, en principio, arte es todo, cabe asimismo afirmar que arte es
nada. Esta indefinición ciertamente asedia al arte de nuestra épo
-ca de manera insoslayable, y no ha habido hasta el momento mo
-do alguno de circunscribir razonablemente su alcance, excep
-ción hecha de la tautología de que «arte es lo que llamamos arte»
(que ha venido a sustituir a la anterior de que arte es lo que ha
-cen o dicen que es los artistas). El carácter disolvente, anonadan
-te o nihilista de semejante indefinición en el arte de nuestra épo
-ca ha llevado, desde Hegel hasta la actualidad, a una corriente
que afirma que el arte ha muerto, aunque, eso sí, cada vez se pro
-duzcan más obras de arte y el número de los artistas profesiona
-les se haya multiplicado exponencialmente. En el epílogo que hay
al final del presente libro se aborda esta cuestión desde la p rs
-pectiva de los géneros, pero no me parece mal advertir ya desde
aquí la existencia del problema.
Sea como fuere y dadas las circunstancias, ¿cuál es el sentido
de plantearse un tema como el de los géneros en pintura, cuando
en nuestro mundo actual ni los unos ni la otra tienen ya un r
e-conocimiento crítico, aunque su huella o su resonancia irónicas
se puedan rastrear incluso en la creación artística de hoy? Desde
luego, cabe plantearse la cuestión como un estudio histórico de
naturaleza erudita o académica, abordando, bien un momento
concreto del pasado pictórico desde la óptica de determinado g -nero, como, por ejemplo, el bodegón español del siglo xvn, bien la
evolución general de la teoría de los géneros desde que se consig
-. naron como especialidades autónomas. Sin embargo, el presente li
-bro tiene, como su propio título indica, una intención ensayistica.
Esto significa que no pretende hacer una historia sistemática de
los géneros en pintura, sino aprovechar su identidad y caract
-rfsticas para reflexionar sobre lo que ha sido y es el arte, llegando
hasta su «problemática» supervivencia actual.
Al hilo de lo que acabo de apuntar, quiero hacer una aclara -ción formal respecto al modo de concebir el presente libro. Por la
propia naturaleza de su amplf imo contenido, cualquiera de sus
capftulos podía haber dado lugar a un aparato crítico
abruma-dor, incluso aunque su alcance se limitara a la identificación de los textos citados, pues no pocas veces la cita no se puede cir-cunscribir a lo entrecomillado aquí. Tras darle muchas vueltas al
asunto, he tomado la decisión de suprimir toda clase de
anota-ciones, no sólo para evitar hacer engorrosa la lectura del libro,
si no porque, insisto, siendo éste un ensayo y siendo su
conte-nido, en efecto, de tal amplitud, resulta casi quimérico poner un
coto razonable al aparato erudito o bibliográfico. Naturalmente,
es imposible que una decisión de este tipo, cuando se toma de
forma drástica, no genere ansiedad en el autor y, desde luego, a mí
me la ha producido, máxime cuando, además, profesionalmente
se es un «académico» y disciplinarmente se está acostumbrado a la justificación crítica de las fuentes. No obstante, espero que el
lector comprenda esta decisión y no eche demasiado en falta esas
anotaciones a pie de página que, en este caso, por lo general no
cuesta mucho identificar.
Quiero agradecer el trabajo realizado para hacer mejor el
li-broa Pilar Barbeito Díez, así como los esfuerzos y la simpatía de !\na Bustelo Tortella y Nuria Villagrasa Valdivieso.
IH
1
DE LAS HISTORIAS INMORTALES
A LA MUERTE DE LA HISTORIA
NON COLOSSUS SED HISTORIA: LA M1SI0N DE NARRAR
En el libro II del tratado De pictura de Leon Batti.sta Al b r1 i
-1 rata do que establece la doctrina canónica que va a regir 1 art
de la época moderna-, tras definir «composición» como «aqu
e-lla razón ele pintar mediante la cual las partes de las cosas vista
"l' ponen juntas en un cuadro», se puede leer lo siguiente: Am
-plissimum pictoris opus non colossus sed historia. Maior eni.m est l11gcnii laus in historia quam colosso, cuya traducción - actuali
za-da- podría ser que «la relevancia de un cuadro no se miele por
1-llllamaño, sino por lo que cuenta, por su historia», y que, en con
--.tTuencia, «merece mayor alabanza por ésta que por la grandeza
de su formato». Forzando un poco más la interpretación para
comprender mejor desde la actualidad la afirmación de Alberti,
d gran escritor y artista florentino no hacía sino afirmar que lo vrrdaderamente importante en una obra es el contenido, el m n
--.aje, lo narrativo; en suma: justo lo que toda la teoría del arte ele
llllt'SI ra época - en especial, durante la era de las vanguardia
del siglo xx-considera no sólo algo secundario, sino clecidid
a-llll'lll ' uperfluo, prescindible y, por ende, nefasto. Piénsese, por rjrmplo, en los grandes formatos que se promocionaron tras el
11 i~tnfo inlcrnacional de la Escuela ele Nueva York, y, más concr
1 ~ J'l \ d'i~I'I'H l'l PI 11\ I'IN IIIIV\
lamente, en uno de esos descomunales cuadros de «pintura de
acción» de su más conspicuo representante,Jackson Pollock. En
su maraña de gestos pictóricos automáticos y salpicaduras
im-premeditadas, no hay ni el menor residuo figurativo, mientras
que la dimensión colosal de la tela embadurnada constituye un
fa tor esencial en la medida en que ha de recoger toda la energía
qu desprende el cuerpo del pintor, que «danza» sobre ella a lo
largo del suelo de su estudio, en vez de enfrentarse con ella, cara
a cara y a pie firme, como si estuviera ante un abarcable ca
balle-t . Para esta forma de pintar de Pollock valdría, en principio, la
misma definición de Alberti, pero aplicada en el sentido ju
sta-mcn Le inverso al original; es decir, que un cuadro debe su valor
al tamaño y jamás a lo que cuenta, porque no ha de narrar nada.
Claro que entre Alberti y Pollock median no sólo cinco siglos,
sino, sobre todo, una revolución artística: la que a comienzos de
nu stra época puso fin al clasicismo, basado en el intemporal
ca-non de belleza, sustituyéndolo por una nueva concepción del
ar-l ' basada en la anticanónica libertad.
Lo que entendieron los griegos, fundadores del arte, por
be-1 kza, no fue tanto -o no fue sólo-la plasmación material de un
orden matemático como causa o fuente del placer que nos
pro-porciona una obra de arte, y, por tanto, su razón de ser, sino
tam-bi 'n, en efecto, su contenido, su mensaje o, como revalidó siglos
después el renacentista Alberti, efectivamente su «historia». El
arte griego no se formuló, de todas formas, de manera inmediata
y súbita, o, como se dice popularmente, «de una vez por todas».
rue el suyo un largo proceso histórico que abarcó varios siglos,
a los que hay que sumar después su continuación romana, cuya
duración tampoco fue breve. Es importante subrayar esto,
por-que la fundación de esta nueva categoría artística, que va
indiso-lublemente unida a la cultura clásica grecolatina, tuvo una gé
ne-sis y un desarrollo muy complejos y polémicos.
20
Sin poder aquí ahondar en este apasionante asunto ele cómo
llegó a institucionalizar el arte en la antigua Grecia, hay que
Jnrkson Pollock, F. prc.,imrl'"'o aiJstwcto, llirsshorn Museum
- -••• , .... ,... """'" •~••111 ' " 1 \1\1\11\11 IH'I.J\ 111'"'11\.H<.I/\
subrayar, no obstante, que esa institucionalización se produjo, por
-un lado, en relación directa con la creciente primacía de la
escri-tura; y, por otro -consecuencia de lo anterior-, que las artes plásticas basaron su legitimación por su, digámoslo así,
«literatu-rización», esto es, por su capacidad para narrar historias y,
asi-mismo, por hacer suyos los preceptos de la retó9-ca y de la poé
ti-ca, el canon literario. Naturalmente, fue éste un proceso largo y
repleto de muy complejas vicisitudes, no pocas veces polémicas;
pero, a la postre, se sustanció no sólo con la genérica adopción de
e51e canon literario con todas sus implicaciones, sino, más
concre-tamente, con la jerarquización de los géneros que conllevaba,
todo ello admirablemente sintetizado en la poética aristotélica.
El legado de esta tradición cobró una de Sús formclaciones
normativas más significativas en el ut pictura poesis de Horacio,
donde se resumía esa voluntad de identificación entre la poesía
-y la pintura, y, por extensión, entre la literatura y las artes
plásti-cas. De manera que la doctrina artística del clasicismo se basó en =
el establecimiento de un canon de naturaleza retórico-matemáti-
-
-ca, tal y como siglos después, en los albores del renacimiento,
Leon Battista Alberti volvió a reivindicar como guía suprema
pa-ra una concepción y una práctica humanista de las artes.
Signifi-cativamente, en el ya citado tratado De pictura, dividido en tres
libros, Alberti dedicó el primero al elemento matemático de la
pintura a través de la explicación de la perspectiva; el segundo,
a la composición, que es la historia; y, por fin, el tercero, a la defi-nición de la belleza.
Al margen de cuál fuera su génesis histórica y antes de
co-mentar más detenidamente las ideas que revalidaban el legado
clá-sico en Alberti, importa, por el momento, retener esa idea o
man-dato que imponía la misión de narrar incluso a un arte como la
pintura, de suyo «mudo», sin palabras. Fue un mandato con
enor-me trascendencia, porque no se puede soslayar que la imitación
- lo que, según los griegos, era característico de cualquier
crea-ción artística- podía haberse limitado, en el terreno de las artes
pla t icas. as r imita jon ·oto d formas. Pero el tipo de mfmesis que e acabó imponiendo n este campo fue el de imitar «ac
cio-ne » -y acciones humanas- , con lo que la pintura se encontró
homologada a la poesía y al arte dramático. Es muy significativo que A rist2teles, en su Poética, se sirva con frecuencia del paral
e-1 ismo entre los diferentes géneros literarios y los pictóricos, co-mo si, en efecto, no hubiera fronteras que separasen estas formas de ex presión artística. Al final del párrafo l454b dice «Y puesto que la tragedia es mímesis de seres mejores que nosotros, es pr
e-ciso mime tizar a los buenos-retratistas; pues éstos, al restituir la forma particular de los que retratan, los hacen parecidos, pero
los hacen más bellos»; y en l460b: «Puesto que el poeta es imi-tador como un pintor o algún otro imaginero, es necesario que i n1 i te siempre de una de las tres formas que hay: o como las cosas
·rano son, o como se dice y parece, o como es preciso que sean».
Las artes plásticas, pues, representaban acciones, narraban
hi ·torias; con lo que, al igual que los restantes géneros literarios,
no sólo se diferenciaban según el tema elegido para contar, sino qttc también, en función de ello, les correspondían unos modos
es pe ·íficos y un valor distinto. En este sentido, aunque todo sea
S liS· plible de ser imitado, el puro imitar indiscriminado no con
-vicrl una obra en arte. Una acción noble, protagonizada por seres
lcg ndarios, dioses y héroes, cuyo ejemplo tenía una aplicación
universal e intemporal -lo propio de la tragedia -, poseía más valor artfstico que una acción vulgar, protagonizada por hombres
·ontemporáneos - lo propio de la comedia- . En cierta manera, · puede afirmar que la calidad de lo artístico quedaba subordina
-da a la mayor idealización, y que esta idealización afectaba por igual al tema elegido que a los sujetos que protagonizaban la ac-ción y a la forma con que todo ello era representado.
En relación con el valor de lo narrado hay, empero, en la Poé
-1 ica de Aristóteles, un pasaje destinado a tener una importancia excepcional. Me refiero a lo que afirma acerca de la superioridad
de narrar ficción - la historia imaginada- sobre la narración
24
• · · · - -·· ... , ,.,.,, nll 111 11\ 111:-!ii,JI~II\
que se ocupa sólo de la realidad positivamente acaecida, la hi sto-ria propiamente dicha. Escribe Aristóteles:
Y a partir de lo dicho es evidente también que no es obra de un .--.;
poeta el decir lo que ha sucedido, sino qué podría suceder, y lo
que es posible según lo que es verosímil o necesario. Pues el hi s-toriador y el poeta no difieren por decir las cosas en verso o no
[ ... ] sino que difieren en que uno dice lo que ha ocurrido y el otro
qué podría ocurrir. Y por eso la poesía es más filosófica y noble que
la historia, pues la poesía dice más bien las cosas generales y la
historia las particulares.
Unos párrafos más adelante, todavía aclara y puntualiza más
este asunto, cuando concluye que «a partir de estos hechos es evidente que el poeta debe ser más poeta de fábulas que de ve r-sos, tanto más cuanto que es poeta por la mímesis y mime tiza las
acciones». A Aristóteles, pues, le debemos esta providencial dis-?
tinción entre la verdad y lo verosímil, a través de la cual encon -traría el arte la justificación moral que le faltaba, sobre todo a par
-tir de la impugnación a que lo sometió Platón precisamente por
ocuparse no de la realidad sino sólo de sus apariencias.
De esta manera, si lo que define y enaltece al poeta es más su
capacidad de fabulación que de versificación, y si la imitación
ar-tística en general se acredita no tanto por relatar o representar lo
que ha acaecido - según el estricto y limitado patrón de lo v er-dadero- sino por lo que podría tener lugar - según el ind
eter-minado y elástico patrón de lo verosímil- , aunque los protago
-nistas de la acción trágica fueran héroes míticos, perfectamente
individualizados, lo acometido ejemplarmente por ellos tenía
todas las licencias inventivas de lo fabuloso, con independencia
- o precisamente por ello- de que sus acciones no estuvieran al
alcance en absoluto del mortal común. Pero, para Aristóteles, al
--fin y al cabo discípulo de Platón, «fábula» no era, ni mucho me-nos, sinónimo de «fantasía», porque ya sabemos que éste consi
dcraha 1~ imitación [antá tica - la que mezcla arbitrariamente, s -gún la imaginación, trozo de realidad incompatibles entre sí
-la peor y más corruptora. Por el contrario, si la capacidad o poder de fabulación del poeta trágico podía prescindir del cotejo de los
h chos positivamente acaecidos, no era para dar rienda suelta a
fantasías absurdas o increíbles, sino para no restringir el campo
de la acción memorable, restándole así posibilidades de expresar
lo que bien podría haber ocurrido, aunque no se tuviera noticia o no estuviese suficientemente acreditado, o lo que, asimismo, bien podría tener lugar cuando se presentase la ocasión propicia.
De esta manera, libre de restricciones forenses de lo
históri-camente verificable, pero sin por ello caer en lo fantasioso, la
ca-pacidad de persuasión de la fábula era completa, porque, aun
es-tando el espectador lejos de poder vivir él personalmente esa acción narrada o representada, todo lo que había en ella le
con-cernía de la manera más directa y explicaba la razón de ser
pro-funda de su humano destino.
El C.I.A ICISMO O LAJERARQUIZACIÓN DE LOS GÉNEROS
reo que sólo a través de esta muy sumaria alusión a los cri-t 'rios fundacionales del arte que pergeñaron los griegos se pue-de entender el sentido de la afirmación de Alberti sobre la
im-portancia trascendental de la «historia» en las artes plásticas, así
como lo que inmediatamente se derivó en la distinción y je rarqui-zación de los diversos géneros artísticos; porque, como tendremos
ocasión de ver, para Alberti no sólo no había arte sin historia,
ino que, según fuera esta historia, habría más o mejor arte. En
realidad, Alberti pensaba que toda pintura debía ser «pintura de
hi toria», y que lo demás, los cuadros que narrasen acciones sin importan da, «insignificantes», deberían ser considerados
sub-g ncro o subproductos. Es evidente que la propia evolución
histórica de la pintura moderna nos demuestra que cada vez fue
L'l ll\"1 111.,1\IIW\'"\ I~M\11'(1/\1 t ;o, 1\ 11\ Ml/1'1(11 IJI 1/\ 111'\I(Jitl/\
más diffcilmantener este principio ele manera dogmática; pero,
-fuera cual fuese la holgura con que se interpretase su aplicación, lo cieno es que se mantuvo vigente hasta el fin del clasicismo y el
surgimiento del arte ele nuestra época. O lo que es lo mismo: el va--::
lor del arte estuvo supeditado al tema tratado, al contenido, a la
historia representada; no, en fin, al cómo, sino al qué; no al sig -nificante, sino al significado.
Según Aristóteles, la tragedia era imitación no sólo de accio- -==
nes humanas, sino de las mejores de entre éstas. Aunque lo que quiso significar el filósofo griego a través de esta definición del
género trágico como una imitación selectiva es complejo, ya de
por sí nos previene sobre la existencia de un contenido narrativo
de especial calidad, simultánea ésta tanto en lo artístico como en lo moral. Evidentemente, las mejores acciones eran las de conte-
-nido ejemplar, protagonizadas por seres superiores, los héroes me
-morables. Aun sin salirnos de la esfera de los humanos mortales,
las características de la acción dramática, de noble porte trágico,
exigían, desde cualquier punto de vista, provocar un dis tancia-miento que generase en el espectador una admir~ción estu:e_e
fa-ciente. Esos héroes debían proceder de un alejado pasado mítico
y debían afrontar pruebas sobrenaturales, como las que sólo po
-dían concebir y proponer los dioses.
Definida como la representación de las acciones humanas
mejores, protagonizada por los seres, a su vez, mejores, parece l
ó-gico que la tragedia adquiriera la consideración de género
dramá-tico jerárquicamente superior. En la antípoda estaba la comedia, ---que representaba acciones vulgares, protagonizadas por hombres «sin nombre», gente del común, prototipos cuyas triviales cuitas
estaban inspiradas en las costumbres populares contemporáneas.
Además, la moraleja de la comedia inducía, por lo general, a la risa
-intrascendente, en vez de a la admiración estupefaciente y pur ifi-cadora característica de la catarsis trágica. En este mismo sentido, ~
la comedia, representación de cosas bajas propias de gente «baja», estaba situada en e] punto también más bajo del aprecio artístico.
E' La apresurada y elemental deam.bulación a través de los
g ncros dramáticos griegos, fundamento de la estética clásica,
nos sirve para explicar, en primer lugar, el sentido narrativo con
que fue concebido todo el arte en la tradición occidental; pero
también, en segundo, el valor jerárquico del arte, algo muy impo r-tante en una sociedad estamental, en la que los conocimientos se dividían, como se decía en castellano antiguo, en «liberales» y «ser
-viles», o, lo que es lo mismo, en superiores (los que practicabaía
gente socialmente superior, los ciudadanos libres), e inferiores (oficios manuales, sin demasiada complicación, con los que se
ganaba la vida la gente inferior, siervos o esclavos).
Aunque en la Antigüedad clásica grecorromana las artes
plás-ticas eran consideradas «mecánicas» y «serviles» por su induda-ble y decisiva participación manual y su inequívoco destino
mer-cantil, hay muchos datos que nos inducen a constatar que esta relegación no se produjo sin polémica, y que hubo una creciente reivindicación en el sentido de homologarlas con los escogidos
aberes liberales.
Tal reivindicación se basaba en la importancia decisiva de al -gunas de las ciencias liberales -la geometría, la retórica, la poe
-sía, la tragedia, etcétera -en orden a la ejecución de una obra de
anc plástica; algo que sólo se sostenía en la medida en que ésta
fu era, sobre todo, una nar~ción vis~al, y, tanto mejor, si la his to-ria por ella representada era semejante a la definida en la trage
-dia. Se entiende que «contar una historia ejemplan se convirtie -ra en una obsesión legitimadora del arte, así como que dicha
-
--
-fábula moralizadora arropara la plasmación de una idea o p ensa-miento filosófico, aunque estas exigencias no dejaran de consti -tuir un forzado lastre, como explicó muy bien E. Panofsky en su
célebre ensayo sobre el conflictivo desarrollo histórico del arte occidental clasicista, atrapado en un conflicto permanente entre la razón y los sentidos, entre su designio intelectual y su muy
material y manual ejecución física; entre, en definitiva, el cont e-nido y la forma.
28
REIVINDlCAOON DEL MODELO TRÁGICO
La tragedia se convirtió, por consiguiente, en el género más elevado, superior tanto por la calidad de lo en ella narrado como por su efecto en el espectador; también por su proyección int em-poral, ya que su argumento escapaba, por naturaleza, al entr a-mado de las banales cuitas de los hombres contemporáneos y de
la efímera actualidad. En este sentido, la reivindicación que la teoría artística del renacimiento hace del modelo trágico se
ex-plica en función de la necesidad de consolidar el prestigio de las artes plásticas como una actividad humanística, algo tanto más
necesario cuanto no había sido éste el criterio prevaleciente en el
mundo clásico grecolatino.
Por otra parte, la confianza de los primeros humanistas del
re-nacimiento en un fácil acuerdo entre las culturas pagana y cristiana resolvió el problema de cuál debía ser el contenido de las historias
representadas: por un lado, estaban las historias mitológicas; por otro, las legendarias del cristianismo, con la Biblia y la heroica l e-yenda dorada de los santos. Como, además, se daba por sentado
que ambas fuentes reflejaban un mismo espíritu, tampoco hubo, en
principio, problema alguno para que sus respectivos repertorios de
imágenes adoptasen una misma significación moral. Casi toda la pintura italiana del siglo xv reflejó esta situación de primacía del género histórico sobre cualquier otro género emergente, como pue
-de ser el del retrato, tan inicialmente subordinado que ni siquiera
su circunstancial autor firmaba la obra la mayoría de las veces.
De manera que este ideal selectivo marcó el destino del arte
en la época moderna y, en el fondo, no cambió hasta la definitiva destrucción del clasicismo. Es cierto que las sucesivas crisis hi s-tóricas que afectaron al mundo occidental en los siglos inmedia
-tamente sucesivos, el XVI y el xvn, conmovi.eron, como tendremos
ocasión de ver, los cimientos de este sistema cultural y artístico del
1 1 f'\loi1NIIHI'1III 11\ I'INI\11<1\
cla ici mo, pero no hasta el punto de destruirlo. La iconoclastia protestante y el morali.smo de la Contrarreforma tuvieron, desde
luego, un poderoso efecto en el desarrollo del arte occidental du-rante estos siglos, dando la impresión, en ocasiones especia
l-mente críticas, de que hubieran podido arruinar la doctrina
ar-t
r
ti ca del clasicismo, pero, a la postre, simplemente se limitaron a hacer mucho más elástico el canon. Hay que situar en plenosi-glo XVII la última reinstauración dogmática del clasicismo, que
no en balde tomó como bandera precisamente las ya añejas ideas
de Alberti. En este sentido, conviene recordar que los ataques
crHicos de los teóricos del xvn contra el naturalismo no fueron nunca descalificaciones artísticas personales de sus mejores re-presentantes, sino una advertencia acerca de lo que esta práctica naturalista implicaba de destrucción del arte en sí, considerado todavía inseparable de los valores impuestos por el clasicismo. De todas formas, donde quizá se aprecie mejor la colosal
in-fluencia de la historia en la cultura artística moderna occidental
, · en la perduración de su huella en la mente popular mucho
des-pu de haber desaparecido el clasicismo. En realidad, hasta fe -· ha relativamente recientes, la reacción más común de la gente
ante cualquier producto artístico de vanguardia tenía dos ele
men-tos característicos: el primero, preguntar «qué significaba», para,
in mecliatamente después de constatar que carecía de
significa-ción convencional-es decir, de no poder descifrar cuál era su
argumento narrativo-, inquirir si, entonces, tal obra era
artísti-ca. En efecto, reconocer la historia representada siguió siendo la
forma convencional de identificar un producto artístico como tal
y, ólo muy secundariamente, el estilo con que estaba realizado.
UBVERSIÓN DE LOS GÉNEROS Y TRIUNFO DE LA COMEDIA
El cnlido ejemplar y poético de la historia con que el gran ~rt i ta y teóri o que fue /\iberti concibió el programa artístico de
)()
IJI• 1 A'> III'>IOUIA., INMt lit! All·'> A l.il MUI•R 11• 1)1; IJ\ 111~ 1 OIUA
la época moderna sobrevivió durante los tres siglos siguientes, aunque no sin resentirse a cuenta de las crecientes tensiones que
aportó el propio desarrollo de los acontecimientos, casi todos
orientados por el fatal proceso de la creciente secularización de
la sociedad occidental. Este proceso afectó además de lleno al delicado equilibrio con que el nuevo arte humanista había
con-cebido la narración visual, supeditado, en principio, a las leyes
del relato trágico - la representación de esas acciones ejemplares protagonizadas por héroes legendarios, extraídos éstos ya fuera ele la mitología pagana, ya de las fuentes sacras del cristianis-mo- , pero pronto asediado por las crecientes presiones de una
actualidad cada vez más acuciante. En este sentido, ya en el si-4
glo XVI y en plena crisis de identidad producida por la Reforma y la Contrarreforma, comenzaron a deshacerse las costuras de este modelo narrativo de patrón trágico. En primer lugar, y de man
e-ra frontal, a causa de la iconoclastia protestante, cuya
repugnan-cia a la representación artística de temas sagrados o mitológicos
no dio otra opción que la de los temas históricos seculares; pero
también por la reacción antihumanista del catolicismo
contra-rreformista, cuyo providencialismo subvertía el concepto clásico ele lo heroico y cuyo moralismo asfixiaba el poder de fabulación.
Desde presupuestos doctrinales antitéticos, ambas corrien-tes socavaron por igual el modelo de narración artística de la tra-dición clásica, imponiendo, por diferentes vías, temas y formas de tratarlos en la antípoda de lo legendario y más bien muy «a ras de
tierra». El naturalismo emergente que tales concepciones
pro-piciaron afectó de lleno no sólo a la forma de narrar, con el desa
-rrollo de nuevos géneros, sino, sobre todo, al replanteamiento de
su jerarquía. Aunque este proceso de disolución no se consumó hasta prácticamente los inicios de nuestra época contemporánea, la reivindicación de estos nuevos géneros narrativos, considera-dos «menores», no dejó de imponerse de forma progresiva y has-ta implacable. Inicialmente prosperaron sin pretensiones y como d isfrazanclo su verdadera naturaleza con retazos del noble ropaje
Lll~ (d'NI'IHl' lll' lA I'INiliiiA
de la pintura de historia -ya fueran paisajes con figurillas mito-lógicas, naturalezas muertas con trasfondo simbólico, retratos con veleidades aparatosas o incluso escenas costumbristas con intenciones alegóricas-; pero lo cierto es que fueron desplazan-do el contenido trascendente e intemporal de su discurso narra-tivo en favor de lo anecdótico, actual y mundano. El proceso se hizo ya bastante evidente durante el siglo xvn, pero se consumó plenamente durante el XVIII, el siglo de la secularización de la
li-teratura y de las artes plásticas. Por lo demás, aun sin abandonar el legado del canon clásico, esta nueva narratividad mundana se correspondía con lo que los teóricos de la Antigüedad grecorro-mana definían como el contenido apropiado del género
dramáti-co de la comedia.
Es muy significativo al respecto que uno de los pintores que durante la primera mitad del siglo xvm más hizo a favor de este
modelo de narración visual, el británico William Hogarth,
deno-minase sus cuadros y grabados seriales sobre la vida
contem-poránea con la expresiva fórmula de comic history painting, que podríamos traducir como «pintura de historia cómica», o, si se quiere, «pintura de historia según el modelo de la comedia»; en definitiva: la que representa las cuitas del vulgo actual. Aunque etimológicamente el término griego de comedia estaba relacio-nado con los ritos báquicos desenfrenados y todo lo que
impli-caban de fiesta orgiástica y de liberación de los instintos y mo-mentánea interrupción del orden establecido, su uso literario se decantó por las representaciones de la anónima vida popular,
con la que el espectador se identificaba sin necesidad de ningún
distanciamiento, con espontánea ligereza, con la perfecta
natu-ralidad de lo que resulta próximo, cotidiano, trivial.
El desenfreno popular de carácter ritual sobrevivió
históri-camente desde la Antigüedad a toda clase de vicisitudes, inclui-da la del cristianismo, llegando incólume hasta los albores de la
Edad Moderna, como ha demostrado Mijaíl Baj~in en su célebre estudio La cultura popülar en la Edad Media y en el Renacimiento.
IJI· IJI' 111'1111\IA~ INMtliUAII·~tl lA MlJIIUI I)I·IA III~IOIUA
El contexto de Fran~ois Rabelais. En él, Bajtin repasa todas las
figu-ras de la estética de lo grotesco, cuya apoteosis última tuvo lugar precisamente durante el siglo XVI, en el que no en balde surgió ' ese subgénero pictórico de las escenas de costumbres populares -el primer peldaño moderno de la narración visual de las «
his-torias mortales»- . En la medida en que lo grotesco celebra de manera caricaturesca y brutal lo orgánico, no sólo nos recuerda
la pujanza de nuestros apetitos, sino, a través de ello, nuestra pe-rentoria condición mortal, dejando en entredicho cualquier es-peranza ultraterrena.
La orgiástica y desordenada risa popular fue, en principio, " artísticamente entrevista con el prisma irónico de la burguesía, que se solazaba así, desde la distancia, con la torpe naturalidad de los campesinos. En este sentido, nadie durante el siglo XVI lo
hizo de forma más completa y ejemplar que, precisamente, Ra.!2-.e-' la!_s y Pieter Brueg__hel. En todo caso, la atracción por el «abismo» ,
popular produjo un vértigo fascinante, al que no se le pudo poner otro coto que el de, por llamarlo así, su «domesticación»; esto es, __./ girar el espejo de fuera hacia dentro, del campo a la ciudad, y, so
-bre todo, de la calle al interior hogareño, al rescoldo de la intimi -dad familiar. Es una evolución que se observa principalmente en~
la trayectoria del arte de los Países Bajos, desde la filosófica
mi-.:;.;
rada de Brueghel hasta los grandes maestros holandeses de la se-gunda mitad del siglo xvn, como Pieter de Hooch, Vermeer de Delft, Pieter Saenredam o Gerard Terborch el joven, los creadores del llamado «realismo óptico», cuya precisa lente no se apartó de
la ahora sacralizada realidad cotidiana burguesa. Entremedias
del proceso, no faltaron los acontecimientos artísticos relevantes para la consagración de este insólitamente pujante género me -nor, con aportaciones pictóricamente tan deslumbrantes, dentro de esta misma área septentrional, como las de Rembrandt, Frans ~
Hals o Fabritius, así como las que hicieron al respecto los natura-listas de la Europa católica meridional, con Caravaggio a la cabe-za, y los seguiclm·e ele ste en el mundo italiano, francés y español.
1 (l<, r,l Nlll<" 111 lA I'INiliiiA
Oc esta manera, aunque el pre ligio del clasicismo siguió toda
-vía imperante, se puede afirmar que el naturalismo del siglo xvn
abrió las esclusas torrenciales de la modernización artística,
ha-ciendo que los mortales ocuparan el lugar artístico antes desig-nado en exclusiva para relatar visualmente las hazañas de los
so-brenaturales dioses y héroes.
DEL CIELO A LA TIERRA
Cuando, por así decirlo, no quedaba ya nada digno de ser pintado, cuando el rasero de la mirada artística ya no remontaba
el vuelo más arriba de lo que cualquier mortal alcanzaba con sus
ojos perecederos, aún quedaba pendiente, no obstante, la
acu-cian te interrogación sobre qué habría que pintar y sobre cómo
hac rlo. Éste fue el asunto que ocupó gran parte del arte de los
siglo XVIII y XIX, ya en pleno desarrollo de nuestra época
con-temporánea, cuya vanguardia se centró en lo que podríamos
ca-lilk ar, en efecto, como «modernización del contenido», un
eufe-m i m o que quiere significar no sólo el esfuerzo por elevar la
actualidad a la dignidad artística, sino también por adentrar ésta
en el sacralizado marco pictórico hasta en sus detalles más tri
via-' le e insignificantes. Es cierto que, en este nuevo proceso, la deli
-rante óptica de lo grotesco se fue sustituyendo paulatinamente
por la más sutil y refinada de la ironía, y, finalmente, dando un giro último a la tuerca de la modernización, por la mera re
plica-ción silenciosa de lo real, en cuyos retazos nos seguimos
mo-viendo hoy en día a través precisamente de la llamada «pintura
de género», que comporta no sólo los tradicionalmente conside
-rados géneros menores, sino lo artísticamente captado a través
de los llamados nuevos medios de la tecnología audiovisual. Durante el siglo xv111, en el que se fundaron nuevos centros
artísticos como París, Londres y Venecia - además del todavía muy con olidado de Ror11a- , e desarrolló ampliamente un nu
e-,J
Pil'ln llrul·ghcl, El triunfo de la muerte,
lli lA\ 111\11 liUA\ INM!lll 1 All \A I.A MlJI·I( 11· lll· 1 A 111'1 1 ()Ritl
vo repertorio de temas artísticos, así como nuevas estrategias de
narración visual. En este sentido, la pintura galante francesa, que-_
implicó a tres generaciones consecutivas, las de Watte_au, Bouc_E.er
y Fragonard -enlazando de esta manera el siglo XVII con el XIX,
· al menos en cuanto a las fechas de nacimiento y muerte respec
ti-vamente del primero y el último de los artistas citados-, trocó el sentido épico de la historia, al transformar las hazañas guerreras >G en conquistas de alcoba en las que se veían implicados los
anti-guos dioses, o mejor diosas, mientras el severo modelo heroico de Pdussin se veía sustituido por el sensual y colorista de Rubens.J Junto a esta trivialización del contenido del género histórico, se
desarrollaron otros en los que la vida cotidiana de la burguesía y
el pueblo llano eran tratados con creciente unción y formas na
-rrativas cada vez más atrevidas y chispeantes, basadas en la mecá
-nica sentimental del Il}elodr~me y siguiendo el cauce de las ideas revolucionarias, que defendían la bondad del estado natural. El
ejemplo más rotundo de este nuevo género melodramático, en su momento calificado expresivamenté como « lacrimóge'u'; », fue el
proporcionado por Jean-Baptiste Greuze, que inmortalizó las
ba-tallas familiares domésticas de la pequeña burguesía rural, t ra-tándolas pictóricamente con el realce compositivo de los relatos
clásicos. Toda esta ampliación y vivacidad con que emergieron
los asuntos menores, protagonizados por personajes sin nombre,
extraídos de todas las clases sociales y que se comportaban según
los cánones de una nueva moralidad burguesa, forjaron un
mar-co de atención artístico cada vez más próximo a esa actualidad
que los clásicos consideraban el terreno apropiado para el gén
e-ro dramático de la comedia, de naturaleza bulliciosa y trepidante. En esta misma dirección se pronunció una buena parte de la
pintura británica, no sólo a través del ya citado caso de William
Hogarth y su así llamada comic history painting, sino también con
la multiplicación de diversas modalidades de escenas de género,
como el de las conversa.tion pieces, retratos colectivos familiares,
o los del paisaje y ele la sporting lije, favorecidos por la activa p
queña nobleza rural de los gentlemen farmers o «granjeros
caba-lleros». Simultáneamente, florecieron también nuevos géneros
; literarios, como la novela. Henry Fielding, uno de sus primeros
cultivadores, afirmó que el superior mérito de la novela sobre la
historia se debía a que ésta se limitaba a narrar los hechos
públi-cos, mientras que aquélla indagaba en los más inescrutables
es-cenarios de lo privado.
40
Realmente, si el historiador se limitase a lo sucedido est ric-tamente, y rechazase por completo cualquier circunstancia que,
aunque bien confirmada, pueda juzgar como falsa, incurrirá al
gu-nas veces en lo maravilloso, pero jamás en lo increíble[ ... ] Es en el reino de lo ficticio, en el que corrientemente se abandona la nor-ma de la probabilidad, la que el historiador en ninguna ocasión o muy rara vez debe dejar de tener presente mientras no se despoje y comience a escribir una novela. A causa de esto, los hist
oriado-res que escriben hechos públicos tienen ventaja sobre nosotros, que nos atenemos a las escenas de la vida privada. El crédito de los primeros se sostiene mucho tiempo por una publicidad general, así como por los informes públicos, además de con los testimonios de muchos autores, apoyando la prueba de su veracidad en las obras
venideras[ ... ] Sin embargo, los que nos circunscribimos a las
gen-tes privadas, quienes rebuscamos en los más ocultos rincones y
ex-ponemos muestras de bondad y vicio extraídas de los agujeros y es-condrijos del mundo, nos encontramos en una situación más peligrosa. Al no tener autoridad pública, ni tampoco testimonios en que apoyarnos, ni informes para atestiguar y corroborar lo que pro-ducimos, nos es conveniente no sólo mantenernos en los límites de la posibilidad, sino asimismo de la probabilidad, al describir lo que es bueno y amable en demasía. La bribonada y la insensatez, si bien no exageradas, siempre son admitidas con mayor facilidad, ya que la naturaleza perversa colabora a fortalecer la fe. (Tom]ones, trad. C. González Castresana, Barcelona, 1966, pp. 350-351.)
Nicolns Pou in, f.!/ triunfo de David,
/\ntoinc Wntt('au,/ rr flllltidcrll'nl, elección particular
En realidad, a través de casi todos los medios de expresión ar-l
tística y, progresivamente, en casi todos los centros artísticos, la atención se desplazó del cielo a la tierra, dedicándose a escudriñar
los aspectos más humildes y banales de la vida cotidiana, tal y como ésta se manifestaba echando una ojeada indiscriminada alrededor. j
En este cambio, orientado a captar el bullicio de la vida co
-mún, hay que resaltar también otra corriente complementaria, la
encarnada por el pintor francés Chardin, en la que este mismo
--mundo era representado, sin embargo, haciendo énfasis en su in -timidad silenciosa y su hierática quietud. El genial pintor francés
se inspiró en la pintura holandesa del siglo xvn, pero reinterpretó
de forma muy original su alcance, dotando a las escenas dom és-ticas de una intensidad, una unción y un encanto desconocidos,
a la vez que, como pintor de bodegones, plasmó lo material de la materia sin aditamento simbólico alguno. Así, el interior y la in-')
timidad del espacio doméstico nos revelaron los mágicos momen
-tos de ensimismamiento cotidiano, de lo que pasa cuando, por así,.)
decirlo, no pasa nada.
De todas formas, a pesar de lo que se está apuntando a gra n-des rasgos sobre la progresiva declinación del concepto clásico
de pintura de historia, ésta tuvo una cierta supervivencia vicaria a~
través de la, por lo demás, anticlásica doctrina estética de «lo subli -me», esa categoría rescatada del inmemorial olvido por el revo-lucionario mundo contemporáneo con la intención de contrapo
-nerla con ventaja a la vetusta belleza tradicional. Bajo el amplio y
confuso manto de lo sublime, que defendía el superior voltaje
emocional del sentimiento de lo desmesurado, entraron dentro del repertorio artístico un conjunto de temas muy variados, aun-que cortados todos por el patrón del desconcertante efecto de lo estupefaciente: así ocurrió con lo terrorífico, lo grotesco, lo mons-truoso, o, en fin, como se ha dicho, imposible de medir - al m
e-nos a la escala de una percepción humana convencional- . De
esta manera, por esta imprevisible avenida entró en el dominio de la representación artística todo lo que pudiera concebir la fan
la ía· m á atrevida, desde la novela gólica o las visiones imagina -Uvas de artistas como Füssli, Blake o Flaxman, hasta llegar a las muy populares obras de terror o ciencia-ficción actuales, pero
también, más en relación con el sentido tradicional de lo hero
i-co, los cuadros de historia de un David o un Go a, los cuales die
-ron pie asimismo a una tradición moderna de lo épico que llega
hasta el Guernica de Picasso, entre otros muchos ejemplos de la
pintura de vanguardia del siglo xx. Otra cosa es, en relación con
esta renovada pintura épica contemporánea, que su planteamie
n-to fuera necesariamente anticlásico.
APOTEOSlS DE LO NARRATIVO
JunLo a esta reinterpretación del tradicional sentido épico de
la historia en la narración visual de nuestra época, hubo otra
lí-nea antitética más acorde con la corriente dominante del crecien
-lr de pojamiento literario de las artes plásticas; una línea que, en
principio, (ue acogiendo, como ya se ha indicado, toda clase de
pe-queña historias triviales del discurrir de la vida cotidiana para, a partir de aproximadamente 1880, arribar a lo insignificante, esto
e·, a un arte anicónico, no figurativo, como popularmente se
di-e «abstracto», en el que el único punto de referencia es la pura
forma.
Este ensimismamiento, autonomía o, si se quiere, «pureza»
del arte, que tras la experiencia cubista potenció diversas corrie
n-tes de abstracción, sobre todo durante el primer cuarto del siglo xx,
podría haber dado por zanjada la cuestión del trasfondo
históri-co del arte, tanto en su normativa acepción clásica como en su
multiplicada verborrea de miles de historias menores. Hoy sabe
-mos que no fue así, ni siquiera en las artes plásticas tradicionales, porque la posibilidad de un arte sin historia o historias en los nue
-vo medios de comunicación visual, fotografía, cine o vídeo no ha
pa ado de una mera experimentación episódica. En realidad,
Pablo Picasso, Gtwmirn, Musco Nncional cnlro de Arte Reina Soffa
1 ll IJ\~ 111'1 t llliA' INMt II!IAI f' A IJ\ Mlli'il 11 IW lA III~IOI!IA
zá el circunstancial escoramiento de las artes plásticas hacia un
lenguaje no figurativo, sin historia, se deba precisamente al a
se-dio al que fueron sometidas por los nuevos medios de narración,
comparativamente más eficaces. En todo caso, nos encontramos
en una situación en la que esta división tradicional entre viejos y
nuevos medios resulta cada vez más inoperante, y, por ello, en que también lo es la definición de lo artístico como un sistema de
pura visualidad al margen de su contenido literario, posibilidad
que se contempló durante buena parte del vanguardista siglo
x
x
.
Si quisiéramos dar un valor trascendente y normativo a loque hoy se hace y se dice acerca del arte, algo ciertamente im- ' posible desde una perspectiva moderna, nos encontraríamos, no
obstante, ante la paradójica situación del triunfo apoteósico de lo
narrativo en las artes visuales, o, si se quiere, la constatación de
que nunca como ahora se ha dado tanta importancia a que el arte
cuente historias, e historias en relación directa con las cuilas del
presente. ¿Por qué entonces aludir a la «muerte de la Historia»?
Tras el título tan enfático elegido para este capítulo hay una d
o-ble intención: en primer lugar, la académica de explicar el proce -so histórico del arte occidental en su fase inicial clásica (en la que,
como afirmó L. B. Alberti, la parte fundamental del arte era tran
s-mitir un mensaje ejemplar, una Historia con mayúscula) y dar
cuenta de cómo tras la definitiva crisis del clasicismo que inicia
nuestra época se produjo la ampliación indiscriminada de este
cauce narrativo, que se abrió a cualquier anécdota por insignifi
-cante que pudiera parecer; en segundo lugar, se encuentra la
in-tención estética de aproximarnos a una actualidad en la que el
mundo ya no cabe en un solo relato omniexplicativo. En este sentido, la muerte de la Historia no señala el fin de la narración en las artes visuales, sino que nos advierte de, como se dice ah
o-ra, ~<la crisis de los grandes relatos». En efecto, sean Fukuyama
o Danto, lo que muchos autores actuales al referirse al «fin de la
Historia» o la «muerte del Arte» defienden no es, ni mucho me -nos, que no haya nada digno de ser recordado o expre ado, in o,