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DOSSIÊ- Poner el cuerpo: escenarios de resistencia y memoria en Conversación al sur, de Marta Traba

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Academic year: 2021

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Marcela Crespo Buiturón

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Universidad de Buenos Aires

CONICET – Buenos Aires, Argentina

Nosotros, por el contrario, “no nos avergonzamos de mantener fija la mirada en lo inenarrable”. Aun a costa de descubrir que lo que el mal sabe de sí, lo encontramos fácilmente en nosotros.

Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el

testigo.

En la literatura argentina producida durante y después de la última dictadura militar, algo relevante se cifra en la maternidad. Muchas reflexiones críticas ha despertado esta cuestión, sin duda, pero me gustaría detenerme en un aspecto puntual: la escenificación del cuerpo materno que propone Marta Traba en su novela Conversación al sur (1981), como clave para entender la resistencia al poder masculino y la apuesta femenina por la conservación de la memoria de los hechos traumáticos que supuso la violencia desatada, tanto por las fuerzas militares que respondían a las órdenes del gobierno de facto, como por

1marcela.crespo@usal.edu.ar

Poner el cuerpo:

escenarios de

resistencia y

memoria en

Conversación al

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la resistencia a las mismas de parte de diversos partidos políticos. Si bien han ido apareciendo algunos trabajos críticos sobre la obra de Marta Traba, curiosamente es una autora poco destacada, a pesar de que su obra narrativa y ensayística es considerable. Nacida en Buenos Aires, en 1923, fue una crítica de arte muy reconocida, sobre todo en Colombia, por sus significativos aportes al estudio del arte latinoamericano. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires y trabajó en la revista Ver y Estimar, dirigida por Jorge Romero Brest. En 1954 se trasladó a Colombia, siendo nombraba, dos años después, profesora titular de Historia del Arte en la Universidad de América. El 31 de octubre de 1962, fundó el Museo de Arte Moderno de Bogotá y en 1965 fue nombrada Directora de la Extensión Cultural de la Universidad Nacional de Colombia. Paralelamente, dictó clases de Historia del Arte en la Universidad de los Andes. En 1968, durante el gobierno de facto de Carlos Lleras Restrepo, los militares ocuparon la Universidad Nacional e intentaron expulsarla del país, pero no lo lograron. Tras un primer matrimonio con el periodista colombiano Alberto Zalamea Costa, se casó con el crítico literario uruguayo Ángel Rama, con quien residió en varias ciudades: Montevideo, Caracas, San Juan de Puerto Rico, Washington, Princeton, Barcelona y París. A principios de 1983 le otorgaron la nacionalidad colombiana. Entre sus obras ensayísticas más destacadas se encuentran: El museo vacío (1958), Arte en Colombia (1960), Seis artistas contemporáneos colombianos (1963), Los cuatro monstruos cardinales (1965), Historia abierta del arte colombiano (1968), Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas (1950-1970) (1973), Mirar en Caracas (1974), Mirar en Bogotá (1976) y Museo de arte moderno (1984). Con notorios puntos de encuentro con su producción ensayística, su narrativa es también extensa: las novelas Las ceremonias del verano (1966) –por la que ganó el Premio de Literatura de la Casa de las Américas–, Los laberintos insolados (1967), La Jugada del día sexto (1969), Homérica Latina (1979), Conversación al sur (1981), En cualquier lugar (1984) y Casa sin fin (1987); y los volúmenes de cuentos: Pasó así (1968) y De la mañana a la noche (1986). Falleció en un accidente aéreo ocurrido el 27 de noviembre de 1983, cerca del Aeropuerto Madrid-Barajas. Se dirigía a Colombia para asistir al Primer Encuentro de la Cultura Hispanoamericana, invitada por el presidente Belisario Betancur.

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Marta Traba pertenece, entonces, a la generación de escritores argentinos nacidos en las primeras décadas del siglo XX y que, ya reconocidos por su obra desde lustros anteriores, escriben durante la última dictadura militar, tales como Antonio Di Benedetto, Humberto Constantini, Marta Lynch, Rodolfo Walsh, Osvaldo Bayer, David Viñas, Daniel Moyano, Griselda Gambaro y Juan Gelman.

Un entramado de imágenes, claroscuros, voces y silencios crea un efecto estético que –sin opacar la cruda denuncia de la violencia política y sus consecuencias no sólo personales, sino nacionales– soporta, por el contrario, su peso en Conversación al sur, mientras las ciudades (Buenos Aires, Montevideo y Santiago de Chile) se erigen como escenarios siniestros –figura bastante recurrente en la literatura de la dictadura– y se entrelazan con los cuerpos femeninos de sus protagonistas.

En la primera parte de la novela, una actriz, todavía sin nombre2 (también sin memoria o, al menos, sin querer enfrentarse a ella), se nos presenta envuelta fortuitamente en una redada policial en Montevideo junto a un grupo de jóvenes militantes, entre los que se encuentra Dolores, a quien recibe cinco años después de los sucesos que constituirán el argumento de su conversación. La memoria de esa violencia está hecha de fragmentos desordenados, de imágenes difusas. La mayor escucha el timbre que le anuncia la llegada de la joven y piensa: “Estaba demasiado acostumbrada a la representación como para no sobreponerse. Caminó despacio intentando recordar en qué obra había actuado de ese modo y había fingido abrir una puerta, pero se superponían imágenes confusas” (TRABA, 1981, p. 7)

La teatralización de las ciudades (ROSA, 2006), como recurso empleado frecuentemente en la literatura de este periodo, muestra lo siniestro: ese lugar familiar que se vuelve extraño y peligroso. En la novela de Traba hay una riqueza notoria en la imagen de lo teatral: puede percibirse como refugio ante el pasado que va a entrar por esa puerta (Dolores y sus recuerdos), como se evidencia en la cita anterior, o puede constituirse en trampa, cuando, por ejemplo, en esa redada, el

2 El narrador demora mencionar su nombre, Irene, y la llama “la mayor”, en contraposición con Dolores, que pasa a ser “la muchacha”. El nombre de esta última lo sabremos más pronto porque aparece en el discurso indirecto libre de Irene que, en varias ocasiones, se confunde con la voz del narrador omnisciente.

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grupo queda acorralado por la policía justamente en un teatro. Otros sentidos irán irrumpiendo a lo largo de la novela.

El encuentro es descrito por el narrador casi pictóricamente. Dos mujeres se enfrentan: una, en la luz de la calle y otra, en la penumbra de la casa:

Quedaron las dos frente a frente, simétricas, una a pleno sol y la otra en la oscuridad del corredor. Pensó con alivio que la muchacha estaba mucho más expuesta que ella y que, de pronto, podría disolverse en la luz. […] Le hubiera gustado borrarla aun antes de reconocerla, pero se abría paso la larga práctica de seducir mediante sonrisas como estuarios donde la gente sentía de inmediato el deseo de arrojarse. Se dio cuenta de que sus adiestradas armas ya funcionaban mecánicamente y que no resistirían el espectáculo de la muchacha desintegrándose en la luz; esto la hizo volver en sí y mirar esa persona de carne y hueso que tenía delante (TRABA, 1981, p.7)

Enajenada en su papel, escapando de sus propios recuerdos, Irene, la mujer madura, despedaza la imagen forjada entre luces y sombras, entre la realidad de carne y hueso y los trucos de la ficción, denunciando, desde el comienzo, el simulacro. Aunque ese simulacro, que resulta tan eficaz en su vida pública, se perciba cada vez más inútil y torpe en la intimidad de la casa.

Para la mayor, la memoria se ha convertido en una amenaza: “¡Dios mío! Dolores, Dolores es su nombre. Menos mal que se acordó de repente. Al tiempo con el nombre recuerda todos los horrores conocidos y que de ninguna manera resolverá” (p. 9). Agazapada, cualquier detalle –las manos en los bolsillos de Dolores, en un comienzo– la desata: “La reconoció de golpe […]. Su mirada saltó de las manos hasta la cara […]. Como si no hubiera pasado un día, pensó mientras sus caras se rozaban y husmeaba un olor áspero, olvidado. Nada estaba olvidado” (p. 7-8). Y así, con ecos benjaminianos, la historia se reconstruye a partir de fragmentos que irrumpen intempestivamente: una minifalda, una casa llena de gatos, una escalera…

Dolores balbucea palabras confusas, mientras Irene finge una conversación fluida: “le pregunta si quiere café para enseguida, sin esperar respuesta, dirigirse hacia la cocina desde donde será más fácil, por lo menos siempre es así en el teatro, iniciar una conversación con preguntas tiradas desde lejos, al azar, que pueden contestarse o no

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contestarse” (p. 8). La conversación al sur comienza, entonces, como un simulacro, cual si fuera una escena de una pieza teatral.

El narrador va preparando el clímax de tensión –una sordina que en cualquier momento estallará en un grito… o en unos golpes aporreando la puerta de entrada3– a través, nuevamente, de su paleta de colores: una mujer aparentemente frívola, preocupada por su personaje, atenta a los colores en composé del sofá y su blusa, frente a la muchacha que cambia en el interior de la casa: “ya no tenía aquella blancura grisácea, sino que se coloreaba con un rubor casi enfermizo” (p. 8). Para aquella, en el interior, en la intimidad de la casa, será imposible disolver a Dolores, borrarla, desintegrarla, como pensaba al abrirle la puerta. Los colores se potencian, la memoria se abre camino.

Irene es actriz; Dolores es poeta: “Tiene una vaga idea de que publicó un libro, recientemente, pero la verdad es que no le prestó atención al recibirlo, siempre pasa eso con la maldita poesía. Y a quién se le ocurre escribir poesía después de todo” (p. 9), piensa la primera. El arte y sus avatares: por un lado, el teatro, que pareciera ayudarla a escapar de la memoria; por el otro, la poesía, que la impele hacia ella. Pero son polaridades falsas porque cuantos más esfuerzos teatrales hace para evitar el recuerdo, más queda atrapada en él.

La conversación gira en torno a semejanzas evidentes (Dolores estuvo embarazada, pero la hicieron abortar a patadas en una sesión de tortura, mientras la mayor tiene un hijo que posiblemente sea asesinado por los militares chilenos), aunque, “erizada de peligros”, instala entre ambas protagonistas puntos de desencuentro: la juventud de Dolores frente a la madurez de la actriz; la charla sin destino de la mayor, frente al silencio de muchacha; el mundo exterior del que proviene esta última, con sus peligros, frente a la contención del interior de la casa de la mayor; etc. Pero cada antítesis va siendo desbaratada durante la conversación: Dolores, siempre con sus manos en los bolsillos, manos temblorosas y manchadas de pecas, “manos de vieja”, piensa Irene. Asimismo: “Una vez perdida la timidez, la muchacha podía ser muy buena interlocutora, sobre todo porque escuchaba con una estimulante atención intensa. La mayor era, por su parte, una conversadora profesional” (p. 10). La

3 En el final de la novela, cuando ante la llegada de los militares ya ninguna conversación es posible, unos “brutales golpes contra la puerta de calle las despertaron a las dos al tiempo…” (TRABA, 1981, p. 170)

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conversación es siempre el espacio de encuentro que ocurre en otro espacio, que es el interior de la casa.

Dolores es el personaje incómodo que tal vez no represente la memoria, aunque parezca activarla: “¿A qué diablos viene a meterse justo ahora que ella está defendiéndose de la memoria?” (p. 9). La memoria no está afuera; se teje dentro de la casa, en la intimidad de la charla entre esas dos mujeres, esas dos madres.

La de Traba no es, desde luego, la única novela que introduce esta asociación entre la maternidad y la memoria colectiva. También lo hacen El resto no es silencio, de Carmen Ortiz; El río de las congojas, de Libertad Demitrópulos; El Dock, de Matilde Sánchez; Cambio de armas, de Luisa Valenzuela; El fin de la historia, de Liliana Heker; Dos veces junio, de Martín Kohan; entre otras.

Conversación al sur se desarrolla en un juego de claros y sombras; de silencios y palabras; de olvido y memoria, que va transitando una serie de bases tópicas que han funcionado en los discursos de la dictadura: “Creo que si querés algo, si lo buscás como sea, si te emperrás en eso, lo conseguís. No hay nada que hacerle. Le hubiera gustado agregar: ‘y si te ha ido como te ha ido también te lo buscaste’”, dice la mayor. Pero Dolores rompe con esa lógica: “-Está bien –dijo la muchacha de golpe–, ¿y qué hacés ahora por tu hijo?” (p.12).

La lógica de Dolores es la de la derrota. Reconstruye la memoria desde ella como un golpe bajo; piensa desde un presente que se plantea como resto que ha quedado de un proyecto fracasado4. Muchos de los personajes se perciben, entonces, como una suerte de fantasmas, suspendidos entre un pasado omnipotente y un presente traslúcido. Tal como lo definiera tan poéticamente el cineasta mexicano Guillermo del Toro en su película El espinazo del diablo:

Qué es un fantasma? Un evento terrible, condenado a repetirse una y otra vez. Un instante de dolor, quizá. Algo muerto que parece, por momentos, vivo aún. Un sentimiento suspendido en el tiempo. Como una

4 Recientemente, he estudiado otros autores que piensan el pasado reciente desde la derrota: Nicolás Casullo y Sergio Bufano, y que realizan en sus ensayos y en su narrativa, como también lo hace Marta Traba, una severa crítica a los discursos dogmáticos de la derecha y de la izquierda políticas.

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fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar. Un fantasma… Eso soy yo. (2007)

Dolores parece ser ese fantasma, ese evento terrible, condenado a repetirse una y otra vez: “Nosotros apostamos a ganar, no vayas a creerte, pero da la casualidad que perdimos. Perdimos de verdad, ¿viste? No fue una representación teatral, te lo aseguro. Los muchachos no se pararon y saludaron al público después que los mataron” (TRABA, 1981, p. 14). Es ese fantasma que viene a romper el simulacro de la mujer mayor, que en última instancia es el de todo un colectivo que ha decidido representar una farsa y mirar para otro lado: “Tenía que seguir creyendo a pie juntillas en las historietas de la felicidad” p.14).

El personaje de Irene comienza mostrando, como en un teatro, la imagen de un simulacro de país ordenado, coherente, como debe ser: con el guión bien aprendido, mientras Dolores es ese resto, ese desecho que la obliga a revisitar el pasado y resignificarlo.

En ocasiones, el narrador omnisciente cede la palabra y aparece la voz de la mujer mayor. Entonces, aunque parecía que la memoria estaba a cargo de Dolores, es aquella quien inicia la reconstrucción de la historia, pero comienza con la familiar a través de una foto que, curiosamente, también denuncia otro simulacro: “¿Por qué la ridícula fotografía es tan imperfecta y solo cuenta una mentira? Aquellos viejos encadenados a la pieza del conventillo comían nenúfares en sueños. Creer o reventar. Pasaron la consigna…” (p. 15). Los hijos se perfilan así como herederos de una derrota y de una máscara5, aunque más que una máscara de alegría y sueños renovados es una mueca, porque el gesto está grabado en la carne…

Son dos mujeres, provenientes de mundos diferentes, con estéticas distintas, con ideologías desencontradas, de clases sociales disímiles; pero esas diferencias enfatizadas van perdiendo potencial. El miedo y el arte las hermana en un imposible: una conversación al sur. En ese lugar signado por una dictadura tripartita (Argentina, Uruguay y Chile), donde la palabra ha sido censurada, dos mujeres conversan y reconstruyen la memoria reciente, intentando transmitir la experiencia

5 Esta idea de los herederos de un sueño derrotado también aparece en la novelística de Nicolás Casullo (El frutero de los ojos radiantes), en la de Juan Martini (la tetralogía del exilio protagonizada por Juan Minelli), y en la de María Rosa Lojo (Canción perdida en Buenos Aires al Oeste, Árbol de Familia, o Todos éramos hijos).

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traumática. Tal vez, el final de la novela, con la irrupción de los militares que vienen a llevárselas, se pueda leer como una advertencia:

Después el ruido se acercó y les pareció un raro estruendo, un trueno que retumbaba, aunque seguramente no lo era, pero lo cierto es que tapaba todo, el roce del viento fuera, sus respiraciones entrecortadas dentro, los tranquilizadores rumores familiares, el zumbido de la heladera en la cocina. La mujer pensó que se salvaría de ese pánico enloquecido si lograba percibir algo dentro de su cuerpo, pero por más atención que puso en oírse, no escuchó ni el más leve rumor de vísceras, ni un latido. En ese silencio absoluto, el otro ruido, nítido, despiadado, fue creciendo y, finalmente, las cercó. (p. 170)

Una advertencia del peligro que significa obturar la palabra que, aunque a riesgo de devaluar los eventos traumáticos, los comunique, evitando que la sociedad afectada, sobre todo sus víctimas, pierdan el control de la interpretación de lo ocurrido y quede nuevamente librada al discurso oficial (Tal, 2006). Por ello, las protagonistas redefinen el concepto de maternidad como modo de resistencia, como arma contra la agresión militar, otorgándole al lenguaje un rol fundamental y ubicándose en un lugar marginal, en oposición al discurso hegemónico, aunque, como afirma Idelber Avelar en “Five Thesis on Torture”:

…no puede haber ninguna elaboración y superación del trauma sin la articulación de una narrativa en la que se inserta la experiencia traumática de una manera significante, insertado como significación. Pero esta misma inserción sólo puede ser percibida por el sujeto como una traición real de la singularidad y la dificultad de la experiencia. (2001, p. 261)

Porque narrar la experiencia traumática significa, de alguna manera, reducirla al lenguaje de una lógica comprensible para el que escucha. Como el dolor es inenarrable, se hace patente la incapacidad para expresarlo en un nivel universal. El silencio se impone. Lo que le confiesa Irene a Dolores lo sintetiza ejemplarmente:

Lo que yo sigo tratando desesperadamente de averiguar es en qué momento un pueblo consagrado a la sociedad protectora de animales considera perfectamente bien, ni siquiera inevitable que un tipo... Iba a decir “le meta un palo por la vagina a una muchachita hasta que le rompa todos los órganos” porque esa historia real la torturaba, pero se calló y se agarró la cabeza (TRABA, 1981, p. 167).

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Solo en las marchas de las Madres de Plaza de Mayo podrá Irene, ya en la segunda parte de la novela, comunicar su dolor en un intercambio de historias con Elena, la madre de Victoria, compañera de Dolores. Parece pertinente, entonces, pensar la pregunta de la antropóloga Veena Das: “Si el dolor destruye la capacidad de comunicarse, ¿cómo puede alguna vez trasladarse a la esfera de la articulación en público” (2008, p. 431). La respuesta, tal vez, está en las reflexiones de Wittgenstein, en sus Investigaciones filosóficas: “La afirmación me duele no es un enunciado declarativo que pretenda describir un estado mental, sino que es una queja” (1999, p. 53). Esa acción de la queja, lejos de hacer al dolor incomunicable, propicia un lugar de encuentro a partir de reconocerse en experiencias de dolor.

La imagen del teatro que venía planteando Traba, en este punto, se complejiza: ya no es refugio ni simulacro; va adquiriendo espesor y abre paso a la memoria del dolor compartido, entretejida entre ambas: la mayor arma el escenario y la muchacha sirve de apuntadora, llenando los vacíos de la memoria de aquella:

Sintió que el aire se enrarecía en el escenario que acababa de armar. Fue realmente un escenario, no era que se dejara llevar otra vez por sus delirios. Un escenario donde hubo una acción. Rítmica, precisa, dentro de un tiempo dado. Cada uno representó el papel que le tocaba. Se le habían olvidado los nombres de los actores, pero ahora la muchacha le refrescaba la memoria. (TRABA, 1981, p. 26)

Es especialmente significativo que Dolores recuerde las ideas,

los hechos; la mayor, los detalles (las sillas, los gatos de Luisa), las sensaciones, etc. Ambas van reconstruyendo la memoria en un doble juego: el de los hechos que repiten los discursos dogmáticos (tanto de la derecha como de la izquierda) y el de los detalles de la historia peinada a contrapelo, diría Benjamin.

La conversación va uniendo también los espacios, principalmente Montevideo y Buenos Aires:

Me di cuenta que pasaba algo malo cuando comenzaron a bajarse violentamente las cortinas metálicas. ¡Qué bárbaros! Todas al tiempo, ¿te das cuenta?, de modo que no te quedaba ni un resquicio para meterte y los desgraciados espiando detrás de las cortina. En un segundo la calle se volvió una trampa; ni un café, ni un negocio, ni un miserable zaguán abierto. Todo en un

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abrir y cerrar de ojos. (p. 30)

Las mismas cortinas se cerrarán en la Plaza de Mayo de Argentina. Porque hay una racionalidad en todo esto. Cuando la mujer mayor, luego de contarle su práctica en el escape en Buenos Aires, le confiesa que no calculó la estrategia de los milicos. Dolores le contesta: “Te olvidabas que caíste en un país sumamente racional y civilizado” (p. 31). Pero es una racionalidad perversa que, de alguna manera, se percibe también en los jóvenes revolucionarios. Ante el primer estudiante muerto, Dolores dice: “me da vergüenza pensar que organizamos el cortejo con más alegría que tristeza” (p. 33)

La mujer madura, entonces, se pregunta: “¿En qué momento se dejó de pensar que dos muertos eran muchísimos muertos, o que cien, una matanza? Este punto es exactamente lo que me atormenta. Porque si ese cambio puede llegar a producirse, ya no hay ninguna distancia entre la vida y la muerte” (p. 33). Y es en esta instancia en la que aparece el punto más álgido de la primera parte de la novela, en la que se unen la memoria con la violencia política: “La acción reemplazaba a la conversación; la disciplina de grupo a los goces individuales. ‘Les va a ir peor que a los perros’, pensó; ‘hacen cualquier cosa así como nosotros decíamos cualquier cosa. Pero es más peligroso hacer que charlar6.” (p. 41).

Veena Das parece glosar estas palabras: “Quiero entrar de nuevo a esta escena de devastación para preguntar cómo deberíamos habitar un mundo semejante, que se ha tornado extraño por la desoladora experiencia de la violencia y la pérdida” (2008, p. 344). En este sentido, el deber habitar deviene en sobrevivencia. Dolores concluye ante Irene: “… lo importante es sobrevivir y cuando eso te pasa, ya no sos el mismo” (TRABA, 1981, p. 46).

Poner el cuerpo en la ciudad siniestra

¿Qué fenómeno extraño opera para que una ciudad, un país,

6 El pensamiento de Irene irá estableciendo críticas tanto a los discursos de la derecha como de la izquierda, fuera de lo que se ha dado en llamar la teoría de los dos demonios. La propuesta en esta novela es pensar críticamente la violencia política en el sur del continente, desbaratando los discursos dogmáticos de ambas partes.

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se vuelvan siniestros? En la última dictadura militar argentina, como en otras del resto de Latinoamérica, un factor relevante es el lugar de los militares en escena política. Pilar Calveiro explica, en Poder y desaparición que:

[…] en 1976, no existía partido político en Argentina que no hubiera apoyado o participado en alguno de los numerosos golpes militares. Radicales del pueblo, radicales intransigentes, conservadores, peronistas, socialistas y comunistas se asociaron con ellos en diferentes coyunturas (2006, p. 9)

Se puede concluir, penosamente, que a lo largo de las décadas de inestabilidad en el sector gubernamental, el único organismo que ha podido mantenerse estable es el ejército. Calveiro enfatiza, asimismo, que este último no se desempeña como mediador en los conflictos, sino que responde a los llamamientos de ciertos sectores.

Las narrativas que he ido citando hasta el momento, especialmente la de Traba, denuncian justamente los avatares que sufren los personajes por recuperar la subjetividad que la deshumanización de esta realidad política provoca, como lo sugiere Dolores:

¿Sabés que noche tras noche se interrumpen los programas de televisión para transmitir el parte militar y mostrar las fotos de los enemigos del pueblo caídos o buscados? De frente y de perfil y con un número debajo, no hay quien parezca ni siquiera humano. Todos delincuentes peligrosos, ya sea con la cabeza rapada o con los pelos largos, la mirada fija, las bocas apretadas; cuando yo aparecí los viejos ni me reconocieron. (TRABA, 1981, p. 45)

Calveiro agregaría que la:

Argentina parecía no tener ya cartas para jugar. La sociedad estaba harta y, en particular la clase media, clamaba por recuperar algún orden. Los militares estaban dispuestos a “salvar” una vez más al país, que se dejaba rescatar, decidido a cerrar los ojos con tal de recuperar la tranquilidad y la prosperidad perdidas muchos años atrás. (2006, p. 10-11)

Finalmente, en este diálogo (im)posible, Dolores explica la estrategia militar, consentida por esa población, con gran lucidez:

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de la gente que, además de la condición humana, hay otra, distinta y no humana, que los amenaza como esos monstruos de las películas de ficción. O ellos o nosotros. Puestas así las cosas, la gente actúa en legítima defensa. (TRABA, 1981, p. 168)

Se podría acotar, siguiendo a Foucault en su ensayo “Truth and Power”/ “Body/Power”, que esta relación de poder logra formar una jerarquía en la que la existencia del individuo se borra, ya que el sistema forma lealtades que lo sobrepasan. Es así que la sociedad civil termina obedeciendo órdenes del superior sin cuestionarlas. Asimismo, las características masculinas se definen y se establecen como el factor unificador en este sistema y, mediante la trasmisión de una generación a otra, se difunde en los otros sectores de la sociedad (WASSERLING, 2015). La tortura, en épocas de represión, justamente pretende deshacer el mundo de la víctima con estrategias pensadas para despojarla de su identidad genérica, pero en el caso femenino la cuestión es compleja, porque no se trata solo de quitarles su feminidad o un aspecto que la simbolice (la maternidad, por ejemplo), sino también de desbaratar la identidad que han logrado construir más allá de aquellos dictámenes sociales en los que se privilegia la superioridad masculina. Por ello, se las somete a la más acuciante situación de debilidad y dependencia (SCARRY, 1985). En la novela de Traba, Dolores es un ejemplo paradigmático: los militares no solo le quitaron su independencia y activismo político, sino que, al hacerla abortar, la dejaron “incompleta” como mujer, develándose así la identidad asignada por el cuerpo social al cuerpo femenino.

Serán las madres, entonces, las que recuperen las fotos reconocibles, en actos públicos (las marchas), transgrediendo el orden patriarcal que las confinaba a la esfera privada, para restituirle no solo su identidad a las víctimas, sino también su humanidad.

Las novelas vinculadas a la recuperación de la memoria y a las deudas de la justicia, de las que Conversación al sur es un ejemplo claro en la literatura argentina, llevan casi irremediablemente a duelos irresueltos, vinculados con muertes violentas que imposibilitan la recuperación del cuerpo y la realización de ritos fúnebres.

Se ha impuesto otra dimensión de la corporalidad. Más allá de la verticalidad que define nuestra condición activa, más allá de la

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horizontalidad que alude a un cuerpo en descanso o, incluso, muerto, se instala una tercera dimensión: la del no-lugar del cuerpo: sin extensión, sin horizontalidad ni verticalidad. Es la dimensión de la ausencia, de los cuerpos desaparecidos. Pero ¿cómo se representa la ausencia? ¿Qué lugar le queda al cuerpo que ha sido expuesto a intervenciones violentas hasta ser desaparecido? (NANCY, 2006). Butler sostiene que la “pérdida y la vulnerabilidad parecen ser la consecuencia de nuestros cuerpos socialmente constituidos, sujetos a otros, amenazados por la pérdida, expuestos a otros y susceptibles de violencia a causa de esta exposición” (BUTLER, 2006, p. 46). Y las preguntas siguen agolpándose: ¿cómo entender la realidad de los cuerpos rotos, que más allá de la muerte, son utilizados para transmitir mensajes de poder? Cuando Dolores le cuenta a Irene sobre el destino de algunos de sus compañeros y pone en evidencia que el cuerpo es el espacio donde se escribe la ley de los soberanos:

-Tomás. Hablamos hace un ratito de él, ¿te acordás? Le rompieron el espinazo, pero eso pasó antes de que lo trasladaran y le perdiéramos el rastro. […]

[…]

-Y de Enrique, ¿te acordás? De mi compañero. Casi era más compañero de Tomás que mío, porque siempre andaban juntos. Por suerte Tomás nunca supo lo de Enrique. A menos que hayan hecho la monstruosidad de mostrárselo antes de tirarlo al cajón. (TRABA, 1981, p. 34)

¿Cómo dar cuenta de la dimensión fantasmal de los cuerpos, de los sujetos borrados, desaparecidos? Irene piensa en ello cuando, como mujer mayor (o por lo menos mayor que los jóvenes que la acompañan en la cárcel), debe encarnar, según la hegemonía masculina, las características ideales de la figura materna, pero desafía esta visión de varios modos: participa en actos de rebelión y se viste con falda corta en vez de ropa más conservadora. Así, percibe que no existe ante los militares que la interrogan luego de la redada: “me di cuenta en ese momento que estaba equivocada de medio a medio. Algo había cambiado de manera radical y comenzaba a percibirlo. Fuera quien fuera, yo no existía para ellos. Mejor dicho; ellos decretaban quién podía existir y quién no” (p. 48).

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lo ha configurado como una memoria del dolor? ¿Cómo leer las supervivencias que habitan las imágenes, su devenir vestigios del rumor de los muertos? (DIDI-HUBERMAN, 2004). Tal vez en el obrar de esa escritura espectral –sobre espectros– se juegue la posibilidad del duelo (DIÉGUEZ, 2013).

La maternidad es la mano que traza esa escritura espectral, constituyéndose así en un eje vertebrador de reflexión, de cuestionamiento de los discursos y de la superioridad del género que sustenta todo sistema dictatorial.

Diéguez sostiene que el pañuelo se convierte en una prenda altamente cargada de sobrevivencias luctuosas en varios espacios latinoamericanos, emerge de esos escenarios: ya no es sólo una prenda para llevar arriba de la cabeza: se ha convertido en textura/texto que dice nombres, que cuenta historias sobre cómo se los llevaron, dónde los vieron por última vez, cómo aún se los espera… Es decir: condensan las narrativas del dolor en Latinoamérica, son las escrituras del dolor, del amor, de la espera. También “son el tejido de las Erinias, las iras de las memorias, la tenacidad de las supervivencias” (2013, p. 34).

En este entorno, no es difícil recordar la tan polémica afirmación de Adorno sobre la relación entre el arte y el horror:

La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica de cultura y barbarie: luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema, y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía. (1962, p. 29)

Más allá de los debates –iracundos algunos de ellos– que se han suscitado sobre esta sentencia, se puede pensar esta idea de Didi-Huberman sobre la contaminación del arte que comenté anteriormente, relacionada con factores altamente determinantes: la fascinación que puede producir la contemplación de un espectáculo horroroso, la posibilidad estética y ética del arte de representar el horror y la necesidad de hacer arte en tiempos de violencia y horror.

Andrea Giunta reflexiona sobre estas cuestiones en el texto de presentación de dos ensayos de Paul Virilio, Un arte despiadado y El procedimiento silencio:

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[…] creo que el arte no solo puede ser un espacio de resistencia y de resguardo del equilibrio frente al fanatismo que impregna los discursos de quienes han tomado en sus manos el derecho a la vida de los que habitamos este mundo. El laboratorio del lenguaje, de las formas y de los contenidos que el arte refunda en cada tiempo de emergencia, es un espacio (precario pero no por eso menos potente) en el que también es posible imaginar formas alternativas y necesarias de respuesta frente a toda forma de violencia. (p. 41)

El personaje de Dolores de Marta Traba, por su parte, al articular en abstracto –a través de la poesía– sus experiencias, puede alejarse de la lógica ya establecida y romper las barreras que le imponen, los límites que experimenta bajo el sistema patriarcal: “¿no tenía que situar ahí sus poemas?” (1981, p. 96). De este modo, se despoja de las reservas que las normas sociales rigen sobre ella y forja un nuevo espacio para su discurso. En este sentido, las palabras de Agamben resultan esclarecedoras:

No sorprende que este gesto testimonial sea también el del poeta, el del auctor por excelencia. La tesis de Hölderlin, según la cual “lo que queda, lo fundan los poetas”, no debe ser comprendida en el sentido trivial de que la obra de los poetas es algo que perdura y permanece en el tiempo. Significa más bien que la palabra poética es la que se sitúa siempre en posición de resto, y puede, de este modo, testimoniar. Los poetas –los testigos- fundan la lengua como lo que resta, lo que sobrevive en acto a la posibilidad –o la imposibilidad- de hablar. (2005, p. 169)

Agamben abre un espacio para pensar y discutir el lugar de la palabra, en tiempos en que lo inhumano se ha manifestado como una extraña expresión de lo humano.

Post scriptum: escenarios, cuerpos y memoria

Ciudades siniestras, cuerpos agredidos o desaparecidos, dolor, resistencia… Y una apuesta a la memoria que se declara desde el epígrafe mismo de la novela: “A Gustavo y Elba, para no olvidar”.

En la literatura de la dictadura en general y en Conversación al sur, en particular, “La vida de esta[s] ciudad[es], de cada país, de cada nación está sometida a una disposición escénica” (EVREINOV, 1936,

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p. 18), porque: “¿Qué hay de más abyecto y al mismo tiempo de más siniestro que el espectáculo de un despliegue policial?” (ARTAUD, 1969, p. 5).

Mantener fija la mirada en lo inenarrable, como dijera Agamben, aunque sea con una mirada oblicua, venciendo al terror con la imagen del terror (QUIGNARD, 2005), es lo que parecen proponer estas madres que conversan al sur, que ponen sus cuerpos en estas ciudades siniestras, arriesgándose a que se grabe en ellos la ley del tirano, pero apostando a la palabra reparadora de la memoria colectiva.

Hablan de lo que no puede ser dicho, miran lo que paraliza, evaden el rol que les ha asignado la sociedad cómplice que acata los dictámenes de la hegemonía masculina, pero sobre todo, se rebelan ante los discursos totalizadores de sentido y contra la posibilidad de convertir en discurso dogmático (desde cualquier orientación política) la historia reciente de Argentina, Uruguay y Chile. Abren el diálogo, con un trágico tono de advertencia, enfatizando la necesidad imperiosa de continuar peinando la historia a contrapelo.

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Referências

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