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Tratado de Los Tres Impostores: Moisés, Jesucristo, Mahoma.

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TRATADO DE LOS TRES IMPOSTORES

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Anónimo clandestino del siglo XVIII

TRATADO

DE LOS TRES IMPOSTORES

M

OISÉS

, J

ESÚS

C

RISTO

, M

AHOMA

LA VIDA Y EL ESPÍRITU DEL SEÑOR BENOÎT DE SPINOSA

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el cuenco de plata / el libertino erudito Director editorial: Edgardo Russo Diseño y producción: Pablo Hernández

© 2007, El cuenco de plata

México 474 Dto. 23 (1097) Buenos Aires, Argentina

www.elcuencodeplata.com.ar

Impreso en marzo de 2007

Prohibida la reproducción parcial o total de este libro sin la autorización previa del editor. Anónimo

Tratado de los tres impostores; 1ª ed.; Buenos Aires

El Cuenco de Plata, 2007

192 pgs.; 21x12 cm.; (El libertino erudito) Título original: Traité des Trois Imposteurs

ou L’Esprit de Spinoza

Traducido por: Diego Tatián ISBN: 978-987-1228-22-5

1. Religíon-Historia I. Tatián, Diego, dir. II. Diego Tatián, prolog. III. Tatián, Diego, trad. IV. Título

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P

RÓLOGO

El 20 de junio de 1725, la policía de Ombreval envía un informe al duque de Borbón en el que de-talla el arresto de los libreros Le Coulteux, Bonnet et Lepine, especializados en copias manuscritas del anónimo Traité des trois imposteurs, y consigna asimis-mo el nombre de los compradores: el conde de Toulouse, M. de Caraman y Jean François Le Febvre de Caumartin, obispo de Blois1.

La existencia de libreros especializados en copias de nuestro texto es indicativo de su intensa prolife-ración durante las primeras décadas del siglo XVIII, conforme la vieja técnica libertina que consistía en hacer circular de manera clandestina la mayor can-tidad posible de reproducciones manuscritas de obras cuya impresión resultaba imposible por su peligrosidad. La historia de la difusión de L’esprit de Monsieur Benoît de Spinosa (ES) –conocido sobre todo en las sucesivas ediciones del ‘700 como Traité des trois imposteurs (TTI), denominaciones que usa-remos de manera indistinta– reviste así una singu-lar complejidad por su carácter a la vez secreto y profuso. Se trata del documento más importante de la cultura clandestina que forjó la ilustración ra-dical de los siglos XVII y XVIII, escrito en un len-guaje extremo y concebido como un compendio de 1 Vernière, Paul, Spinoza et la pensée française avant la Révolution,

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ideas antieclesiásticas y antiabsolutistas, cuya tesis principal –el origen puramente humano y político de las grandes religiones por obra de impostores– encuentra su antecedente más importante en otro escrito anónimo fundamental, el Theophrastus redi-vivus (1659)2. En este caso, el ES se edita

conjunta-mente con la más antigua biografía de Spinoza, La vie de Monsieur Benoît de Spinosa (VS) escrita por el médico Jean Maximilien Lucas, según la edición de 1719 –que, al igual que muchas de las copias ma-nuscritas, reunía ambos textos bajo el título La vie et l’esprit de Mr. Benoît de Spinosa3.

El autor probable de la VS, J. M. Lucas (1636-1697)4,

fue un ferviente propagandista del antiabsolutismo y un opositor acérrimo de Luis XIV, que debió emigrar a Holanda hacia 1677 estableciéndose en Amsterdam, donde trabajó como periodista y librero hasta su muerte. Probablemente haya sido introducido al cír-culo de los discípulos de Spinoza por Jan Rieuwertsz, editor y amigo del filósofo. En el texto de Lucas –la única de las biografías antiguas no hostil– tiene ori-gen la “leyenda negra” de la excomunión de Spinoza, conforme la cual habría sido instigada por su viejo maestro Saúl Leví Morteira, movido por deseo de 2 Gregory, Tullio, Theophrastus redivivus. Erudizione e ateismo nel

Seicento, Morano, Napoli, 1979.

3 Además de su primera edición por Charles Levier en La vie et

l’esprit..., el texto de Lucas fue editado también en otra edi-ción amstelodana, anónimo, en el mismo año (La vie de

Spino-sa, Nouvelles Littéraires, Amsterdam, Du Sauzet, X, 1719). Al parecer la publicación causó tal escándalo que inmediata-mente fue retirada de comercio procediéndose a su destruc-ción, de la que sólo unos pocos ejemplares se habrían salvado.

4 Sobre Lucas, ver la Introducción de Atilano Domínguez a su

compilación de Biografías de Spinoza, Alianza, Madrid, 1995, pp. 25-31.

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venganza y odio tras una delación de dos condiscípu-los según condiscípu-los cuales el joven Baruch se burlaba de la Ley mosaica y negaba que Dios fuera inmaterial y el alma inmortal. De todo lo cual Lucas extrae la univer-sal moraleja anticlerical: “Es absolutamente cierto que los eclesiásticos de cualquier religión que sean –genti-les, judíos, cristianos, mahometanos– son más celosos de su autoridad que de la justicia y la verdad, y se hallan todos animados por el mismo espíritu de per-secución”.

En el artículo “Impostoribus (Liber de Tribus)”, Prosper Marchand –cuyo Dictionnaire historique et mémoires critiques et littéraires (1758) constituye tal vez la principal fuente de informaciones respecto de La vie et l’esprit...–, consigna que los primeros ejempla-res del texto comenzaron a circular en los últimos años del siglo XVII. Los vericuetos múltiples de esa transmisión manuscrita hasta llegar a la edición de 1719, no son insignificantes ni respecto de la orga-nización, ni respecto del contenido de una compo-sición que se presenta así como un collage de trans-cripciones y glosas de sabiduría libertina –en la que es inscripto el “espíritu” del spinozismo– con el pro-pósito de obtener una machine de guerre antirreligio-sa de autor colectivo, cuyos nombres, referencias y fuentes son cuidadosamente omitidos.

La búsqueda de un texto original se pierde en la leyenda que hace remontar su existencia hasta la Edad Media –más precisamente hasta el siglo XIII– y su inspiración última a la tradición averroísta, que tuvo uno de sus centros más activos en la corte de Fede-rico II, considerado por la Iglesia como el precur-sor del Anticristo. En efecto, “Este rey de pestilencia

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–escribe Gregorio IX– asegura que el universo ha sido engañado por tres impostores; que dos de ellos han muerto en la gloria, mientras que Jesús ha sido col-gado en una cruz. Además, sostiene claramente y en alta voz, o mejor dicho, se atreve a mentir hasta el punto de decir que son necios todos ésos que creen que un Dios creador del mundo y omnipotente ha nacido de una virgen. Sostiene la herejía de que nin-gún hombre puede nacer sin el comercio de un hom-bre y una mujer. Añade que no se debe creer en ab-soluto sino lo que está probado por las leyes de las cosas y por la razón natural”5. La leyenda de un

libro llamado De tribus impostoribus concebido en el círculo averroísta del “precursor del Anticristo” –agrega Renan–, además de los nombres de Ave-rroes y Federico II, llega también a involucrar a los de Boccacio, Aretino, Postel, Vanini, Campanella, Bruno, Hobbes, Spinoza, etc., quienes sucesivamen-te habrían sido “los autores de essucesivamen-te libro missucesivamen-terioso, que nadie ha visto (me engaño: Mersenne lo ha vis-to, ¡pero en árabe!), que nunca ha existido”6.

Así, paralela a la heterodoxia mística y comunis-ta que parte de Joaquín de Fiore y llega hascomunis-ta los místicos alemanes del siglo XIV, pasando por Uber-tino da Casale, Dolcino y los Hermanos del espíritu libre7, una línea de incredulidad materialista y

anti-clerical proveniente del estudio de los árabes y ci-frada en la teoría de la religión como impostura, se extendería entre los siglos XII y XVII uniendo 5 Gaudet se nominari preambulum Antichristi, Gregorii IX

Episto-lae, citado por Ernest Renan, Averroes y el averroísmo, Hipe-rión, Madrid, 1992, p. 204.

6 Ibid. 7 Ibid., p. 201.

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misteriosamente los nombres de Averroes y Spino-za –o, más precisamente, el “espíritu” de ambos8.

Lo cierto es que, en caso de existir, el De tribus impostoribus de la leyenda es una pieza completamente diferente del Traité des trois imposteurs francés, que si bien reproduce una tesis antigua, el mosaico de citas y referencias que lo componen pertenecen casi total-mente a autores modernos. Más aún, se trataría de las primeras traducciones al francés del Leviatán y la Ética. El cap. II del ES (“Razones que han llevado a los hombres a imaginarse un ser invisible, o lo que comúnmente llamamos Dios”) es considerado por S. Berti9 como la primera versión francesa de la Ética,

en este caso del Apéndice de la parte I, que es tradu-cido prácticamente en su totalidad sin que, como tam-poco en los otros casos, sea revelada la fuente. En efecto, si bien el Tratado teológico-político había sido ya traducido al francés por Saint Glain en 1678 y editado bajo nombres ficticios10, la Ética penetra en

8 Con independencia de la legitimidad que pudiera tener la

operación en el fondo política que supone la apropiación de Averroes y Spinoza para la causa libertina, sin duda la conti-güidad de su “espíritu” los inscribe en el mismo partido filo-sófico, por lo que resulta extraño no sólo el silencio (“estrepi-toso”) de Spinoza respecto de Averroes (entre los papeles del filósofo amstelodano hallados tras su muerte, según Leibniz había un catálogo de “libros rarísimos” en el que figura uno de Averroes bajo el título Argumenta de aeternitate mundi), sino también la escasez de estudios que consideren la eviden-te sintonía filosófica entre ambos.

9 “La vie et l’esprit de Spinosa (1719) e la prima traduzione

fran-cese dell’ Ethica”, en Rivista storica italiana, 1986, pp. 32 y ss.

1 0 Esta traducción francesa del TTP editada en Amsterdam,

apareció simultáneamente bajo tres nombres diferentes como táctica de cautela: 1) Réflections curieuses d’un esprit désintéressé

sur les matières les plus importantes au salut, tant public que parti-culier; 2) Clef du sanctuaire; y 3) Traité des cérémonies

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Francia primero en la exposición que hacían de ella textos hostiles como la Réfutation du système de Spino-sa de F. Lamy; el Dictionnaire historique et critique... (1697) de P. Bayle; la Démonstration de l’existence de Dieu (1713) de Fénelon, o la Réfutation de Spinoza (1731) de Boulainvilliers. Sin embargo, la primera traducción propiamente dicha es la que realizara el mismo Boulainvilliers (entre 1704 y 1712), aunque recién publicada por Colonna D’Istria en 1907 –por lo que la primera versión al francés completa y efec-tivamente editada de la Ética es la de Emile Saisset de 1842.

En su excelente edición crítica del texto11,

ade-más de largas transcripciones de la Ethica y el Trac-tatus Theologico-Politicus de Spinoza y del Leviathan de Hobbes, Silvia Berti identifica pasajes enteros del Principe y los Discorsi... de Maquiavelo; del De Arcanis de Vanini; del Adversus Praxean y De carne Christi de Tertulliano; de De la Sagesse y Les Trois Véritez... de Charron; del Atheismus triunphatus de Campanella; del De incantationibus de Pomponazzi; de la Considérations politiques sur les coups d’Etat de Naudé; de De la Vertu des Payens de François de la Mothe le Vayer; del Contra Celsum de Orígenes; del Colloquium Heptaplomeres de Bodin; del anónimo Theophrastus redivivus y de los Discours anatomiques de Guillame Lamy.

El tema de los orígenes políticos de las religio-nes que domina el comienzo del ES –y en particular el cap. IV: “Qué significa la palabra religión. Cómo 1 1 Tratatto dei tre impostori. La vita e lo spirito del Signor Benedetto

de Spinoza, ed. bilingüe al cuidado de Silvia Berti, Einaudi, Torino, 1994.

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y por qué se han introducido tantas en el mundo”– es tomado del cap. XII (Of Religion) del Leviathan, en el que Hobbes recurre al tema de la impostura religiosa para referir a distintos casos de la historia pagana, aunque sin extenderla no obstante ni a Abraham, ni a Moisés, ni a Cristo. En efecto, la se-milla natural de la religión consiste –escribía Hob-bes– en cuatro cosas: imaginación de espíritus y poderes invisibles; ignorancia de las causas; devo-ción hacia lo que produce temor; y admisión de ca-sualidades como pronósticos de buena o mala for-tuna. Sin embargo, estos elementos comunes dan origen a dos tipos diferentes de religiones: en pri-mer término las de todos los legisladores paganos que son pura invención humana y que, orientadas exclusivamente a la obediencia, forman parte de la “política humana”; en segundo término, las que or-denan su materia por “mandato y dirección de Dios”, religiones que son por tanto “política divi-na” –como las que cabe atribuir a “Abraham, Moi-sés y Nuestro Señor, de quienes han derivado has-ta nosotros las leyes del reino de Dios”12.

De manera que el tema de “la impostura y el fraude” –que en Hobbes concierne a la magia, la nigromancia, el conjuro, la hechicería, y a todos aquellos que hacían creer al pueblo ser deposita-rios de una naturaleza superior o algún tipo de pri-vilegio con la divinidad, como Numa Pompilio, el “fundador del reino del Perú” o Mahoma13–, es

ra-dicalizado en nuestro tratado hacia la totalidad de las religiones, a cuya base encontramos siempre un 1 2 Leviatán, versión de M. Sánchez Sarto, Sarpe, Madrid, 1983,

vol I, cap. XII, p. 123.

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impostor. Lo cual conduce al núcleo del texto, que es la consideración del cristianismo como una im-postura más –según una inspiración que invoca más inmediatamente el “esprit” de Vanini que el de Spi-noza14.

En efecto, en el capítulo “Sobre la política de Je-sús Cristo” la fuente principal es el De Arcanis de Vanini (de quien son tomados los motivos de la im-postura de Cristo, la inautenticidad de la Escritura y la crítica a las creencias en el infierno y el paraíso), en tanto que en el que lleva por título “Sobre la mo-ral de Jesús Cristo” fue extraído principalmente de La Vertu des Payens de François de la Mothe le Vayer. Respecto a la autoría del ES, han sido conjetura-das diversas posibilidades. En su clásico The clan-destine organisation..., I. O Wade15 atribuyó al conde

de Boulainvilliers (como se sabe, uno de los

prime-1 4 Entre los estudiosos modernos del TTI tal vez ha sido Paul

Vernière quien ha marcado con mayor intensidad la distorsión de Spinoza –no sólo del texto sino también del “espíritu”– por parte del autor o los autores del impío Tratado: “En todo esto –escribe– hay poco de Spinoza: el desconocido autor, supues-to discípulo, lejos de seguir la moderación del Tractatus

[Theo-logico-Politicus], ridiculiza no solamente la tradición judía, sino también al pueblo judío, se burla de Jesús como Voltaire...; la tesis misma de la impostura de los fundadores de religiones no habría sido jamás admitida por Spinoza. El tono general, en fin, con su penosa ironía, disimula mal la indigencia intelec-tual, la carencia de sentido histórico, la erudición grosera y mal digerida. Y sin embargo, reina en ese panfleto mediocre un spinozismo latente... Tenemos la impresión no de un descono-cimiento sino de una traición consciente de Spinoza” (Spinoza

et la pensée française avant la Révolution, op. cit., pp. 362-3). Sin embargo, estamos de acuerdo con Silvia Berti en que esa “trai-ción” es del más alto interés histórico.

1 5 The clandestine organisation and diffusion of philosophic ideas in

France from 1770 to 1850, Princeton University Press, 1938, p. 116. B. E. Schwarzbach y A. W. Fairbairn retomaron esta

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hipó-ros propagandistas del spinozismo en Francia) la paternidad del texto.

A su vez Richard Popkin16 sostuvo –en base a

una carta de Henry Oldenburg a Adrian Boreel fe-chada en abril de 1656– que su origen e inspiración deben ser buscados en medios cuáqueros, sabba-taístas y demás corrientes milenaristas que tuvie-ron fuerte presencia en Inglaterra y Holanda du-rante buena parte del siglo XVII –y de las que Spi-noza, sin ser necesariamente un “milenarista secre-to” como llega a sugerir Popkin, estaba perfecta-mente al tanto. La objeción de Silvia Berti a esta posición es contundente: en efecto, si una copia del TTI existía ya en 1656, no podría haber habido en ella nada de Spinoza: ni transcripciones de la Etica (1677), ni referencias al Tratado teológico-político (1670), como efectivamente hay en la edición de La vie et l’esprit... de 1719 (por lo cual esta estudiosa se

tesis más recientemente: “...nos parece plausible que, ya sea Boulainvilliers mismo, ya sea uno de los primeros copistas de su Essay de métaphysique... haya reunido las tres obras indepen-dientes en un tríptico impío, y que esta conjunción más que su origen, tal vez también tenebroso, sea lo que haya atraído hacia los Trois imposteurs el nuevo título, L’esprit de Spinosa... Una copia de La vie de Spinosa vuelta a Holanda desde Francia en compañía de los Trois imposteurs rebautizado, si no edulcora-do, como L’esprit de Spinosa, con o sin el Essay de métaphysique..., pareciera haber servido de base para la edición de 1719 (“Sur les rapports entre les éditions du Traité des trois imposteurs et la tradition manuscrite de cet ouvrage”, Nouvelles de la République

des Lettres, 1987, II, pp. 125-126).

1 6 De R. Popkin pueden consultarse los siguientes trabajos: “The

Third force in 17th-century philosophy: Skepticism, sience and

Biblical prophecy”, en Nouvelles de la République des Lettres, 1983; “Spinoza and the Conversion of the Jews”, en De Deugd, C. (edit.), Spinoza’s Political and Theological Thought, North-Ho-lland Publishing Company, Amsterdam, 1984; “Un autre Spi-noza”, en Archives de philosophie, t. XLVIII, 1985; “Prefacio” al

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inclina a creer que el referente de la carta de Ol-denburg es el Theophrastus redivivus). No obstante, nada impide pensar que el spinozismo haya sido una incorporación tardía a un texto ya existente –que fue creciendo de ese modo, por agregación–, así como también, naturalmente, el título L’esprit de Mr. de Spinosa podría haber sido posterior.

Margaret Jacob, por su parte, postula en su libro sobre el Iluminismo radical17 que la redacción del ES

proviene de grupos masónicos de La Haya, en tan-to que Françoise Charles-Daubert18 retoma la

anti-gua conjetura según la cual la versión primitiva del Esprit presenta “similitudes de estilo” con la bio-grafía de Lucas, por lo que pertenecería al mismo autor. Finalmente, Silvia Berti19 –tomando siempre

como referencia el artículo de P. Marchand20

con-sidera que el texto debió haber sido compuesto en-tre 1702 y 1711, fue editado por Charles Levier y su autor habría sido un tal Mr. Jan Vroesen, Conseje-ro de la Corte de Brabante en La Haya.

* * *

Los ejemplares de La vie et l’esprit de Mr. de Spino-sa de la edición Levier de 1719 son extremadamen-1 7 The Radical Einlightenment: Pantheists, Freemasons, and

Republi-cans, Allen & Unwin, London, 1981.

1 8 “Les traités des trois imposteurs et L’esprit de Spinosa”, en

Nouvelles de la République des Lettres, 1988, I, p. 42.

1 9 “Introduzione” al Trattato dei tre impostori..., op. cit., pp.

XLVI-XLIX.

2 0 Además de un pasaje de la introducción de F. G. C. Rütz a la

Einleitung in die götlichen Schriften des Neuen Bundes de J. D. Michaëlis, y de indicaciones de P. F. Arpe (quien escribiera una Apologia pro Julio Cesare Vanino Neapolitano publicada en Rotterdam en 1712).

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te raros. A. Wolf había identificado uno en la Uni-versitätsbibliothek de Halle –que desapareció du-rante la guerra–; M. Verecruysse otro en Bruselas; S. Berti otro en Los Angeles, sobre el cual preparó su edición crítica. Este último volumen habría per-tenecido al célebre Abraham Wolf, cuya biblioteca privada fue uno de los más importantes fondos spi-nozistas que hayan existido. Tras su muerte, este tesoro bibliográfico (conocido como “Wolf Catalo-gue”) fue subastado en Amsterdam, en 1950, por el anticuario Menno Hertzberger, y adquirido por La University Reaserch Library de Los Angeles. Entre los volúmenes, se encontraba el ejemplar de La vie et l’esprit... que Berti halló en 1985, ignorado por más de treinta años21.

La composición y la edición de este pequeño li-bro –“perdido” durante años– por Levier y sus amigos (Jean Rousset de Missy, Jean Aymon...) fue una aventura intelectual emocionante y sin duda riesgosa, cuya reconstrucción por investigadores y estudiosos no ha disipado totalmente su misterio –ni presumiblemente lo haga nunca. El propósito de esa operación editorial fue claramente política, o político-filosófica. Como quiera que sea, la “dis-torsión” materialista y libertina del pensamiento de Spinoza en este escrito radical, no reticente y ya 2 1 Berti, S., “Introduzione” al Trattato dei tre impostori..., op. cit.,

pp. XXXI-XXXIII. En base a este ejemplar, Wolf había prepa-rado su edición inglesa de la Vie de Lucas bajo el título The

Oldest Biography of Spinoza (London, 1927), dejando de lado el Esprit por considerar que: “This so-called Spirit of Spinosa is a very superficial, tactless, free-thinking treatise, which may betray the spirit of Lucas, but certainly does not show the spirit of Spinoza... But having his Life, we may endeavour to forget his Spirit” (p. 27).

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sustraído por completo a la cultura barroca de la disimulación, no es la deriva menos interesante de lo que la hermenéutica ha llamado Wirkungsgeschi-chte, esa “historia de los efectos” que una filosofía tiene la potencia de producir, en este caso en una dirección emancipatoria que, por cierto, ha sido y es el corazón del spinozismo, y seguramente tam-bién el “espíritu” del Señor de Spinosa.

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B

IBLIOGRAFÍA

EDICIONES

Mosè, Gesú e Maometto del barone d’Orbach, F. Scorza, Milano, 1863.

The three impostors, J. Myles, Dundee, 1844. The three impostors, G. Vale, New York, 1846. Traité des trois imposteurs, Moise, Jésus-Crist, Mahomet

(atribuido al Barón d’Holbach), Éditions de l’Idée Libre, Paris, 1932.

Das Buch von den drei Betrügern und das Berner Ma-nuskript, Berna, 1936.

Anonimnie ateisticskie traktaty, edición al ciudado de A. S. Gulyga, Moscú, 1969.

I tre impostori. Mosè –Gesú Cristo– Maometto, Edizioni La Fiaccola, Ragusa, 1970.

Traité des trois imposteurs, Manuscrit clandestin du dé-but du XVIIIe siècle (edición de 1777), al ciu-dado de P. Rétat, Saint-Etienne, 1973. Trattato dei tre impostori, Unicopli, Materiali

Univer-sitari, Milano, 1981.

Trattato dei tre impostori. La vita e lo spirito del Signor Benedetto de Spinoza, edición bilingüe al cui-dado de Silvia Berti con prefacio de Richard Popkin, Einaudi, Torino, 1994.

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EDICIONES EN CASTELLANO

De L’esprit de Monsieur Benoît de Spinosa no existían hasta ahora versiones al castellano, en tanto que La vie... de Jean-Maximilien Lucas fue traducida en las siguientes ediciones:

“La vida de Spinoza”, versión de J. Bergua, en Spi-noza, Obras completas, Clásicos Bergua, Ma-drid, 1966.

“La vida de Spinoza”, versión de J. F. Soriano Gama-zo, en Spinoza, Tratado de la reforma del entendi-miento, Río Piedras, Puerto Rico, 1967.

“La vida de Spinoza por uno de sus discípulos”, versión de Mario Calés, en Spinoza, Obras completas, Acervo cultural, Buenos Aires, 1977, vol. V.

“La vida de Spinoza (1719)”, versión de Atilano Domínguez, en Biografías de Spinoza, Alianza, Madrid, 1995.

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LA VIDA Y EL ESPÍRITU

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A

DVERTENCIA

Quizás no hay nada que dé a los espíritus fuertes un pretexto más plausible para insultar a la religión, que la manera en que actúan con ellos sus defensores. Por una parte, tratan a sus objeciones con el máximo desprecio, y por la otra reclaman con el celo más ar-diente la destrucción de los libros que contienen esas objeciones que consideran tan despreciables.

Hay que reconocer que tal procedimiento perju-dica a la causa que ellos defienden. En efecto, si estuvieran seguros de su bondad, ¿temerían acaso que sucumbiera si la sostienen con buenas razones? Y si estuvieran plenos de esa firme confianza que inspira la verdad a quienes creen combatir por ella, ¿recurrirían a falsas prerrogativas y a malas vías para hacerla triunfar? ¿Acaso no se apoyarían en la sola fuerza y, seguros de la victoria, no se expon-drían con gusto a combatir contra el error con ar-mas iguales? ¿No aprenderían a dejar a todo el mundo la libertad de comparar las razones esgri-midas por una parte y por la otra, y de juzgar en virtud de esta comparación qué lado se halla en ventaja? ¿Suprimir esta libertad no es dar lugar para que los incrédulos se imaginen que se temen sus argumentos y que se considera más fácil suprimir-los que mostrar su falsedad?

Pero aunque estén convencidos de que la publica-ción de lo más fuerte que aquellos escriben contra la

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verdad, en lugar de dañarla serviría, por el contrario, para hacer más brillante su triunfo y más vergonzosa la derrota de aquéllos, sin embargo no se han atrevi-do a ir contra la corriente publicanatrevi-do La vida y el espí-ritu del Señor Benoît de Spinosa.

Se han impreso de la obra tan pocos ejemplares, que ella casi no será menos rara que si hubiese que-dado en manuscrito.

Tendremos el cuidado de distribuir ese peque-ño número de ejemplares entre personas capaces, que estén en grado de refutarla. No cabe ninguna duda de que ellos pondrán en retirada al autor de este monstruoso escrito, y que destruirán comple-tamente el impío sistema de Spinosa, sobre el que se fundan los sofismas de su discípulo. Este es el fin que nos hemos propuesto al hacer imprimir este Tratado, del que los libertinos toman sus capciosos argumentos.

Lo ofrecemos sin ninguna alteración ni suaviza-miento, para que estos señores no vayan a decir que se han atenuado las dificultades para hacer más fácil su refutación. Por lo demás, las injurias grose-ras, las mentigrose-ras, las calumnias, las blasfemias que habrán de leerse aquí con horror y execración, se refutan a sí mismas, y no pueden menos que vol-verse contra aquél que las afirmó con tanta extra-vagancia como impiedad, para sumirlo en la ruina.

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P

REFACIO

D

EL

C

OPISTA

A causa de su doctrina y la singularidad de sus opiniones respecto a la religión, Baruch o Benoît de Spinosa se ganó una reputación tan poco honorable en el mundo que, como dice el autor de su biografía al comienzo de esta obra, cuando se quiere escribir sobre él o en su favor es necesario ocultarse con tanto cuidado y tener tantas precauciones, como si fuera un crimen que se va a cometer. Sin embargo, nosotros no ocultamos y reconocemos que hemos copiado este escrito de acuerdo al original, cuya primera parte tra-ta acerca de la vida de este personaje, en tra-tanto que la segunda proporciona una idea de su espíritu.

Su autor, a decir verdad, es desconocido, aunque aparentemente quien lo compuso fue uno de sus dis-cípulos, como lo deja entender con bastante clari-dad. No obstante, si estuviera permitido fundamen-tar sobre conjeturas, podría decirse, y tal vez con certeza, que toda la obra pertenece al difunto señor Lucas, tan famoso por sus Quintaesencias, aunque to-davía más por sus costumbres y su manera de vivir. Como quiera que sea, la obra es demasiado rara y merece ser examinada por personas inteligentes –y con esta única intención nos hemos tomado el trabajo de hacer una copia de ella. Es este todo el objetivo que nos propusimos, dejando a otros la in-cumbencia de reflexionar acerca de ella en la mane-ra que lo consideren apropiada.

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LA VIDA DEL SEÑOR

BENOÎT DE SPINOSA

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Nuestro siglo es muy ilustrado, pero no por ello justo con los grandes hombres. Aunque les deba a ellos sus mejores luces y se aproveche felizmente de ellas, no es capaz de soportar que sean alabados, ya sea por envidia o por ignorancia. Y no deja de sor-prender que sea necesario esconderse para escribir sus vidas, como se lo hace para cometer un crimen, sobre todo si esos grandes hombres se volvieron célebres por vías extraordinarias y desconocidas para las almas comunes. Pues en ese caso, con el pretexto de rendir honor a las opiniones recibidas, por ab-surdas y ridículas que pudieran ser, defienden su ignorancia y le sacrifican a ella las luces más sanas de la razón y, por así decirlo, la verdad misma. Pero cualesquiera sean los riesgos que se corran en una carrera tan espinosa, muy poco provecho habría sa-cado yo de la filosofía de aquel de quien me propon-go describir la vida y las máximas, si temiera asumir tal compromiso. No temo demasiado la furia del pueblo, dado que tengo el honor de vivir en un re-pública que deja a sus ciudadanos la libertad de opi-nar, y donde incluso los anhelos de vivir tranquilo y feliz serían inútiles si las personas de probada hon-radez fueran vistas con envidia.

Si esta obra que consagro a la memoria de un ilustre amigo no es aprobada por todo el mundo, al menos lo será por quienes únicamente aman la

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ver-dad y tienen una suerte de aversión por la imperti-nencia del vulgo.

Baruch de Spinosa era de Amsterdam, la más hermosa ciudad de Europa, y de origen muy hu-milde.

Su padre, que era judío de religión y portugués de nacionalidad, no contando con los medios para iniciarlo en el comercio, resolvió hacerlo aprender las Letras hebreas. Este tipo de estudio, que es toda la ciencia de los judíos, no era capaz de satisfacer un espíritu brillante como el suyo.

Aún no tenía quince años y ya planteaba difíci-les problemas que los más doctos entre los judíos tenían dificultad para resolver; y aunque una ju-ventud tan temprana no sea aún la edad propia del discernimiento, él sin embargo poseía el suficiente como para que sus dudas complicaran a su maes-tro.

Por temor a irritarlo, simulaba estar muy satis-fecho con sus respuestas, limitándose a escribirlas para hacer uso de ellas en su debido tiempo y lu-gar.

Como únicamente leía la Biblia, desde muy chi-co fue capaz de no tener necesidad de ningún in-térprete. Hacía reflexiones tan pertinentes que los rabinos acababan por responderle como los igno-rantes, quienes, al quedarse sin razones, acusan a los que tienen demasiadas de tener opiniones poco conformes con la religión.

Un proceder tan extraño le hizo comprender que era inútil hacer preguntas acerca de la verdad. El pueblo no la conoce en absoluto; por otra parte, decía, creer ciegamente en los libros antiguos es amar demasiado viejos errores. Se decidió por lo

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tanto a no consultarse más que a sí mismo, aunque sin ahorrar ningún esfuerzo para llegar a descu-brirla.

Era necesario tener un espíritu grande y una fuerza extraordinaria para concebir, antes de los veinte años, un proyecto de tanta importancia. En efecto, muy pronto demostró no haber em-prendido nada con temeridad, pues comenzando a leer de nuevo la Escritura, percibió su oscuri-dad, analizó sus misterios y se hizo la luz a tra-vés de las nubes, detrás de las cuales le había sido dicho que estaba escondida la verdad.

Luego del examen de la Biblia, leyó y releyó el Talmud con la misma exactitud. Y como no había nadie que lo igualara en la comprensión de la len-gua hebrea, no encontró nada que le resultara difí-cil, aunque tampoco nada que lo dejara satisfecho. Pero era tan juicioso que quería dejar madurar sus pensamientos antes de aprobarlos.

En cambio Morteira, hombre célebre entre los judíos y el menos ignorante de todos los rabinos de su tiempo, admiró la conducta y el genio de su discípulo. No podía entender que un hombre joven con tanta penetración fuese tan modesto. Para co-nocerlo a fondo, lo puso a prueba de todas las ma-neras y admitió luego que nunca tuvo nada que corregirle ni en cuanto a sus costumbres ni en cuan-to a la belleza de su espíritu.

La aprobación de Morteira hacía que la buena opinión que se tenía de su discípulo creciera, aun-que ello no lo volvió vanidoso. No obstante ser tan joven, una prudencia precoz le hacía prestar poca consideración a la amistad y los elogios de los hom-bres.

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Por otra parte, el amor de la verdad era hasta tal punto su pasión dominante, que casi no veía a nadie. Pero por más precauciones que tomara para sustraerse a los demás, tuvo encuentros que por honestidad no pudo evitar, aunque muchas veces hayan sido muy peligrosos.

Entre los que se mostraban más ansiosos y em-peñados en trabar relaciones con él, dos jóvenes, que decían ser sus amigos más íntimos, lo instaron a decirles sus verdaderas opiniones. Le hicieron notar que “sean las que fueran, no había nada que temer de su parte, pues su curiosidad no tenía otro propósito que el de aclarar todas sus dudas”.

El joven discípulo, asombrado por un discurso tan inesperado, permaneció algún tiempo sin res-ponderles. Pero finalmente, constreñido por su in-oportuna insistencia, les dijo, riendo, que “ellos te-nían a Moisés y a los profetas por verdaderos is-raelitas, los cuales habían decidido todas las cosas, y que por tanto los siguieran en todo si eran verda-deros israelitas”. “Si debemos creerles –replicó uno de los jóvenes–, no veo en absoluto que exista un ser inmaterial, que Dios sea incorporal, que el alma sea inmortal, ni que los ángeles sean una sustancia real. ¿Qué te parece a ti? –prosiguió, dirigiéndose a nuestro discípulo. ¿Dios tiene cuerpo? ¿Existen los ángeles? ¿El alma es inmortal?”. “Admito –recono-ció el discípulo– que al no hallarse nada inmaterial o incorpóreo en la Biblia, no hay inconveniente al-guno en creer que Dios es un cuerpo, tanto más por el hecho de que, siendo Dios grande, como dice el Rey profeta*, es imposible comprender una

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tud sin extensión y que, por tanto, no sea un cuer-po. En cuanto a los espíritus, es cierto que la Escri-tura no dice en absoluto que sean sustancias reales y permanentes sino simples fantasmas, llamados ángeles por el hecho de que Dios se sirve de ellos para manifestar su voluntad. De modo tal que los ángeles y cualquier otra clase de espíritus no son invisibles más que a causa de su materia muy sutil y muy diáfana, que sólo puede ser vista como se ven los fantasmas en un espejo, en los sueños o en la noche. Del mismo modo que Jacob, mientras dor-mía, vio ángeles que subían y bajaban una escalera. Por esta razón no se encuentran pruebas de que los judíos hayan excomulgado a los saduceos por no haber creído en los ángeles: porque el Antiguo Tes-tamento no dice nada de su creación. Por lo que respecta al alma, en todos los lugares en los que la Escritura habla de ella, la palabra alma es usada simplemente para expresar la vida o todo lo que es viviente. Sería inútil buscar allí algo en lo que fun-dar su inmortalidad. Lo contrario es evidente en cientos de pasajes, y no hay nada más fácil que pro-barlo. Pero no es este el tiempo ni el lugar para hablar de ello”.

“Lo poco que acabas de decir –replicó uno de los dos amigos– convencería hasta a los más incré-dulos; pero no es suficiente para satisfacer a tus amigos, a quienes resulta necesario algo más sóli-do, tanto más por el hecho de que el asunto es de-masiado importante como para tan sólo ser roza-do. Te excusamos ahora de profundizarlo a condi-ción de retomarlo en alguna otra oportunidad”.

El discípulo, que sólo quería abandonar la con-versación, les prometió todo lo que quisieran. Pero

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de ahí en más evitó con cuidado todas las ocasio-nes en las que se daba cuenta que intentarían reto-marla. Y recordando que rara vez la curiosidad hu-mana es bien intencionada, estudió la conducta de sus amigos, y encontró en ella tantas cosas que re-procharles, que rompió con ellos y no quiso hablar-les nunca más.

Al darse cuenta de la decisión que había toma-do, sus amigos se contentaron con murmurar entre ellos mientras creían que sólo trataba de ponerlos a prueba. Pero al perder toda esperanza de poder doblegarlo, juraron que se vengarían de él. Y para hacerlo con mayor eficacia, comenzaron a desacre-ditarlo ante la gente. Declararon “que era un error creer que este joven podría llegar a ser un día uno de los pilares de la Sinagoga, que más verosímil era pensar que sería su destructor, pues sólo albergaba odio y desprecio por la ley de Moisés; dijeron tam-bién que lo habían frecuentado confiando en la re-ferencia de Morteira, pero que finalmente llegaron a comprender, a partir de su conversación, que era un verdadero impío; que el rabino, por más hábil que fuese, estaba equivocado y se engañaba torpe-mente si tenía un buen concepto de él, y que, en fin, el solo contacto con él les causaba horror”.

Ese falso rumor, sembrado en sordina, muy rá-pido se volvió público; y cuando vieron la ocasión propicia para divulgarlo más abiertamente, hicie-ron un informe para los sabios de la Sinagoga, a quienes incitaron de tal modo que poco faltó para que lo condenaran sin siquiera haberlo escuchado. Pasado el ardor del primer momento (pues los sagrados Ministros del Templo no están más exen-tos de la ira que los demás), lo intimaron para que

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compareciera ante ellos. Él, que sentía que su con-ciencia nada le reprochaba, fue alegremente a la Si-nagoga. Una vez allí sus jueces le dijeron, con el rostro abatido y como enardecidos por el celo de la casa de Dios, “que luego de haber alimentado mu-chas esperanzas sobre su devoción, no podían creer las malas cosas que se decían sobre él, y por tanto lo habían llamado para saber la verdad y, con amar-gura en el corazón, lo citaban para que diera cuenta de su fe. Le dijeron que estaba acusado del más negro y enorme de todos los crímenes, que es el desprecio de la Ley, de lo cual ellos deseaban ar-dientemente que pudiera purificarse, pero que si se mantenía en esa convicción, ningún suplicio sería lo suficientemente duro para castigarlo”.

De inmediato lo instaron a decirles si era culpa-ble. Cuando vieron que lo negaba, sus falsos ami-gos, que estaban presentes, se adelantaron y decla-raron descaradamente que “lo habían escuchado burlarse de los judíos como de gente supersticiosa, nacidos y crecidos en la ignorancia, que no saben lo que es Dios y no obstante tienen la audacia de con-siderarse su pueblo, a diferencia de las demás na-ciones. Que en lo que refiere a la Ley, ella había sido instituida por un hombre más astuto que el resto en materia de política, pero para nada más ilustrado en física, ni en la teología. Que con un poco de buen sentido podía descubrirse la impos-tura, y que era necesario ser tan estúpido como los hebreos del tiempo de Moisés como para seguir a este hombre pícaro”.

Sus acusadores revelaron todo esto, además de lo que había dicho sobre Dios, los ángeles y el alma, lo que conmocionó a los espíritus y los hizo gritar:

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anatema, antes incluso de que el acusado tuviera tiem-po de justificarse.

Animados por un celo santo para vengar la Ley profanada, los jueces interrogan, apremian, ame-nazan y buscan intimidar. Pero a todo esto el acu-sado sólo replicó que “sus gesticulaciones sólo le producían pena y que ante la exposición de tan bue-nos testigos estaba dispuesto a reconocer lo que le imputaban si para sostenerlo se adujeran sólo razo-nes incontestables”.

Sin embargo, advertido del peligro en el que se hallaba su discípulo, Morteira corrió de inmediato hacia la Sinagoga, donde se ubicó junto a los jueces y le preguntó “si había olvidado los buenos ejem-plos que él le dió; si acaso su rebeldía era fruto de los cuidados que él había puesto en su educación, y si no tenía miedo de caer en manos del Dios vivien-te. Le dijo que el escándalo era ya grande pero que aún había posibilidad de arrepentimiento”.

Luego de que Morteira agotara su retórica sin hacer vacilar la firmeza de su discípulo, con un tono más temible y en calidad de jefe de la Sinagoga, lo conminó a que se apurara en elegir el arrepenti-miento o el castigo, y amenazó con excomulgarlo si no daba inmediatamente señales de contrición.

Sin sorprenderse, el discípulo le respondió que “conocía la gravedad de la amenaza, y que como compensación por el trabajo que se había tomado en enseñarle la lengua hebrea, estaba dispuesto a enseñarle el modo de excomulgar”. Ante estas pa-labras, encolerizado, el rabino vomita contra él toda su hiel y tras unos fríos reproches interrumpe la asamblea, sale de la Sinagoga y jura volver con el anatema en la mano. Pero aunque haya estado bajo

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juramento, no creyó que su discípulo tendría el co-raje de esperarlo.

Sin embargo se equivocó en sus previsiones acer-ca de su discípulo, pues lo que sigue mostró que si estaba bien informado sobre la belleza de su espíri-tu, no lo estaba sobre su fuerza. Habiendo transcu-rrido inútilmente el tiempo que empleó a continua-ción para hacerle ver el abismo en el que caería, se fijó el día para la excomunión.

Tan pronto lo supo se dispuso a la retirada, y lejos de asustarse dijo a quien le trajo la noticia: “¡En buena hora! No se me obliga a nada que no hubiera hecho por mí mismo si no hubiese temido el escándalo, pero ya que se quiere que las cosas sean así, entro con alegría en el camino que me ha sido abierto, con el consuelo de que mi salida será aún más inocente de la que fue la de los primeros hebreos fuera de Egiptoa. Aunque mi subsistencia

no esté más asegurada de lo que estaba la suya, no me llevo nada de nadie, y cualquiera sea la injusti-cia que se me haga, puedo jactarme de que no hay nada que reprocharme”.

El escaso trato que desde hacía algún tiempo te-nía con los judíos, lo obligó a tenerlo con los cristia-nos; en efecto, trabó amistad con personas inteli-gentes que le advirtieron los inconvenientes de no saber griego ni latín, por más versado que fuese en el hebreo, el italiano y el español, por no hablar del alemán, el flamenco y el portugués, que eran sus lenguas naturales.

a Aludía a lo que se dice en el Éxodo, cap. XII, 35-36, a saber,

que los hebreos despojaron a los egipcios de vasijas llenas de oro y de plata, y de las vestimentas que les habían prestado por orden de Dios.

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Por sí mismo comprendió hasta qué punto le eran necesarias estas lenguas cultas, aunque la dificul-tad radicaba en encontrar un medio de aprender-las sin tener fortuna, ni un origen ilustre, ni amigos en los que apoyarse.

Como pensaba incesantemente en ello y lo ma-nifestaba en cada circunstancia, Van den Enden, que enseñaba con éxito griego y latín, le ofreció sus ser-vicios y su casa a cambio de que lo ayudase un tiem-po con la instrucción de sus alumnos cuando estu-viera en condiciones de hacerlo.

Mientras tanto Morteira, irritado por el despre-cio que su discípulo mostraba hacia él y hacia la Ley, transformó su amistad en odio y saboreó, ful-minándolo, el placer que las almas abyectas encuen-tran en la venganza.

La excomunión de los judíosa nada tiene de

par-ticular; sin embargo, para no omitir nada que pue-da instruir al lector, señalaré aquí los aspectos prin-cipales.

Una vez que el pueblo se reúne en la Sinagoga, esta ceremonia, que ellos denominan Heremb, tiene

inicio cuando se encienden una gran cantidad de velas negras y se abre el tabernáculo donde están guardados los Libros de la Ley. Luego, el cantante, desde un lugar un poco más elevado, enuncia con voz lúgubre las palabras de la execración, mientras que otro cantante toca un cornoc y se invierten las

velas para hacerlas caer gota a gota en una cuba a En el tratado de Seldenus De Jure Naturae & Gentium se puede

encontrar el formulario de la excomunión corriente de la que se valen los judíos para expulsar de su propia comunidad a los violadores de su Ley.

b Palabra que en hebreo significa separación.

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llena de sangre; ante lo cual el pueblo, animado por un horror santo y una rabia sagrada frente a un espectáculo tan sombrío, responde amén con un tono furioso. Lo cual demuestra el buen servicio que cree-ría prestarle a Dios si pudiese despedazar al exco-mulgado, cosa que sin duda haría si llegara a encon-trarlo en ese momento, o a la salida de la Sinagoga. Respecto de esto es necesario señalar que el so-nido del corno, las velas invertidas y la cuba llena de sangre son aspectos rituales que se observan sólo en caso de blasfemia. De no ser así se limita a ful-minar con la excomunión, como ocurrió en el caso del señor de Spinosa, que no fue declarado culpa-ble de haber blasfemado sino de haberle faltado el respeto a Moisés y a la Ley.

La excomunión tiene tal gravedad entre los ju-díos, que los mejores amigos del excomulgado no se atreverían a prestarle la menor ayuda, ni siquie-ra a hablarle, puesto que caerían bajo la misma pena. Es así que quienes temen la dulzura de la soledad y la impertinencia del pueblo prefieren sufrir cual-quier otro castigo en lugar del anatema.

El señor de Spinosa, que había encontrado un asilo en el que creía hallarse protegido de los insul-tos de los judíos, no pensaba en otra cosa más que en avanzar en las ciencias humanas –en las cuales, con una inteligencia tan eminente como la suya, no cabía ninguna duda de que haría en muy poco tiempo un progreso muy considerable.

Pero los judíos, turbados y confundidos al no haber acertado el golpe y al observar que aquél a quien habían decidido arruinar estaba ahora fuera de su poder, lo acusaron de un crimen del que no habían podido declararlo culpable. Hablo de los

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ju-díos en general, pues aunque los que viven del altar jamás perdonan, no me atrevería a decir en esta oca-sión que los únicos acusadores fuesen Morteira y sus colegas. Haberse sustraído a su jurisdicción y sub-sistir sin su ayuda eran dos crímenes que les pare-cían imperdonables. Sobre todo Morteira no podía tragar ni soportar que su discípulo y él permanecie-ran en la misma ciudad después de la afrenta que sentía haber recibido. ¿Pero cómo hacer para echar-lo? Él no era el jefe de la ciudad como lo era de la Sinagoga. Sin embargo, la malicia es tan poderosa amparada en un falso celo, que el viejo lo consiguió. He aquí cómo se las ingenió. Se hizo acompañar por un rabino del mismo temple y fue a visitar a los ma-gistrados, a quienes explicó que si había excomulga-do al señor de Spinosa no fue por los motivos habi-tuales sino por execrables blasfemias contra Moisés y contra Dios. Exageró la impostura con todas las razones que un odio sagrado le sugiere a un corazón irreconciliable, y como conclusión pidió que el acu-sado fuese desterrado de Amsterdam.

Al ver la irritación del rabino y con qué encarni-zamiento declamaba contra su discípulo, no era di-fícil comprender que era menos un devoto celo que una rabia secreta lo que lo incitaba a vengarse. Los jueces se dieron cuenta y, buscando eludir sus de-mandas, las remitieron a los ministros.

Pero éstos, tras examinar el asunto, se encontra-ron en dificultades. Por una parte no notaencontra-ron nada impío en la manera en que el acusado se justificaba, pero por otra parte el acusador era rabino y el ran-go que ostentaba les recordaba el suyo. A fin de cuentas, una vez que consideraron todo no podían consentir, sin con ello ultrajar el ministerio, que se

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absolviera a un hombre al que un semejante quería arruinar. Fue esta razón, buena o mala, la que los hizo decidirse a favor del rabino. Es absolutamen-te cierto que los eclesiásticos de cualquier religión que sean –gentiles, judíos, cristianos, mahometanos-son más celosos de su autoridad que de la justicia y la verdad, y se hallan todos animados por el mis-mo espíritu de persecución.

Los magistrados, que no se atrevieron a contra-decirlos por razones que resulta fácil adivinar, con-denaron al acusado a un exilio de algunos meses.

Por este medio el rabinismo logró su venganza, aunque sea verdad que fue posible menos por la intención directa de los jueces que por el deseo de liberarse de las quejas más inoportunas de los más insoportables y molestos de todos los hombres. Por lo demás, lejos de ser perjudicial para el señor de Spinosa, esta sentencia favoreció sus ganas de de-jar Amsterdam.

Habiendo aprendido de las humanidades todo lo que un filósofo debe saber, pensaba justamente tomar distancia de la multitud de la gran ciudad cuando vinieron a molestarlo.

De manera que no fue la persecución lo que lo expulsó sino el amor a la soledad, en la que no du-daba encontrar la verdad.

Esta fuerte pasión, que apenas si le proporcio-naba algo de reposo, hizo que dejara con alegría la ciudad en la que había nacido por una aldea llama-da Rijnsburga, donde, lejos de todos los obstáculos

que sólo con la huida podía superar, se dedicó en-teramente a la filosofía. Como había allí pocos au-tores que eran de su agrado, recurrió a sus propias

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meditaciones, resuelto a experimentar hasta dónde podían llegar. Y en cuanto a esto ha proporcionado una idea tan elevada de su espíritu, que con seguri-dad sólo muy pocas personas han penetrado tan a fondo como él las materias de las que se ocupó.

Vivió dos años en este retiro, donde por más precaución que tomara para evitar todo contacto con sus amigos, sus más íntimos iban a verlo cada tanto y les costaba despedirse.

Sus amigos, que en su mayor parte eran carte-sianos, le planteaban dificultades que según ellos sólo podían ser resueltas a partir de los principios de su maestro. El señor de Spinosa los advertía del error en el que los sabios se hallaban aún, satisfa-ciéndolos con razones totalmente opuestas. Pero miren hasta dónde llegan el espíritu del hombre y el poder de los prejuicios: al regresar a sus casas, esos amigos casi fueron asesinados por haber ma-nifestado públicamente que el señor Descartes no era el único filósofo que merecía ser seguido.

La mayoría de los ministros, preocupados por la doctrina de ese gran genio, celosos del derecho que se arrogaban de ser infalibles en su elección, claman contra una voz que los ofende y no olvidan lo que saben hacer para sofocarla en el momento mismo de su nacimiento. Pero no obstante esto, el mal crecía de tal modo que estaba a punto de esta-llar una guerra civil en el reino de las letras, cuan-do se le rogó a nuestro filósofo que se explicara abiertamente en relación al señor Descartes. El se-ñor de Spinosa, que no quería otra cosa que ser dejado en paz, con gusto consagró a ese trabajo al-gunas horas de su ocio, y lo hizo imprimir en el año mil seiscientos sesenta y tres.

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En esa obra demostró geométricamente las dos primeras partes de los Principiia del señor Descartes,

como dice en el prefacio a través de la pluma de uno de sus amigosb. Pero sea lo que fuere que él haya

podido decir en favor de este célebre autor, los par-tidarios de este gran hombre, para liberarlo de la acusación de ateísmo, hicieron todo lo que pudieron para hacer caer el rayo sobre la cabeza de nuestro filósofo. Empleando en esta ocasión la política de los discípulos de San Agustín, quienes, para limpiar-se del reproche que limpiar-se les hacía de inclinarlimpiar-se hacia el calvinismo, escribieron contra esta secta los libros más violentos. Pero la persecución hacia el señor de Spinosa que incitaron los cartesianos, y que duró toda su vida, lejos de hacerlo vacilar, no hizo más que fortalecerlo en la búsqueda de la verdad.

Imputaba la mayor parte de los vicios humanos a los errores del entendimiento y por temor de caer en ellos se entregó aún más a la soledad, dejando el lugar en el que estaba para trasladarse a Voorburg, donde creyó que podría estar más tranquilo.

Los verdaderos sabios, que se dieron cuenta de su ausencia tan pronto como dejaron de verlo, no tardaron mucho en descubrirlo y lo abrumaron de visitas en esta última aldea, tal como lo habían he-cho en la primera.

Y puesto que no era insensible al sincero amor de la gente de bien, cedió ante la insistencia de que abandonara el campo para instalarse en alguna ciu-dad en la que pudieran verlo más fácilmente. Se a Esta obra se intitula Renati Descartes Principiorum Philosophiae

Pars I, II. more Geometrico demonstratae per Benedictum de Spino-sa& c. apud Johan. Riewerts 1663.

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estableció así en La Haya, que prefirió en lugar de Amsterdam porque el aire era más sano, y perma-neció allí durante el resto de su vida.

Al principio sólo era visitado por un pequeño grupo de amigos, que lo hacía con moderación; pero ese lugar amable no estaba nunca libre de viajeros que procuraban ver lo que merece ser visto; los más inteligentes de ellos, cualquiera fuese su condición, habrían considerado que su viaje fue desaprovecha-do si no visitaban al señor de Spinosa.

Y como la realidad respondía a la celebridad, no había hombre docto que no le escribiese para aclarar sus dudas. Prueba de ello es la gran cantidad de car-tas que forman parte del libroa impreso tras su

muer-te. Pero ni la cantidad de visitas que recibía, ni la cantidad de respuestas que debía dar a los sabios que le escribían de todas partes, ni las obras maravi-llosas que hoy nos deleitan, ocupaban completamente el tiempo de este genio. Todos los días dedicaba al-gunas horas a preparar lentes para telescopios y mi-croscopios, actividad en la que sobresalía tanto que si la muerte no le hubiese acaecido tan pronto segu-ramente habría descubierto los más hermosos secre-tos de la óptica. Era tan apasionado en la búsqueda de la verdad que aunque tuviera una salud muy débil y necesidad de reposo, se lo concedía en tan escasa medida que estuvo tres meses enteros sin salir de su casa. Llegó hasta el punto de rechazar una cátedra de profesor en la Universidad de Heildelberg, por te-mor a que este trabajo lo distrajera de su objetivob.

a Que se intitula B. d. S. Opera posthuma. 1677. 4.

b Charles Louis, elector palatino, hizo que se le ofreciese una

cátedra de profesor de filosofía en Heildelberg prometiéndole una muy amplia libertad para filosofar, pero él rechazó la invitación de S. A. E. agradeciendo con mucha cortesía.

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Después de haber realizado tanto esfuerzo por enmendar su entendimiento, no debe asombrar que todo lo que publicara haya sido de una calidad ini-mitable.

Antes de él la Sagrada Escritura era un santua-rio inaccesible. Todos quienes habían hablado de ella lo habían hecho a ciegas. Sólo él habla de ella como un sabio en el Tratado de Teología y de Políticaa,

pues lo cierto es que nadie ha tenido nunca un co-nocimiento como el de él sobre la antigüedad ju-daica.

Aunque no exista una herida más peligrosa ni menos fácil de soportar que la maledicencia, nunca se lo escuchó manifestar resentimiento contra quie-nes lo calumniaban.

Cuando muchos trataron de desacreditar ese li-bro con injurias llenas de hiel y de amargura, en lugar de servirse de las mismas armas para des-a Llamado Tractatus Theologico-Politicus & c. Hamburgi 1670. 4.

Este libro fue traducido al francés y publicado con tres títulos diferentes:

I. Con el de Réflexions curieuses d’un Esprit desintéressé sur les

matiéres les plus importants au salut, tant public que particulier. Colonia, 1678. in 12.

II. Con el de Clef du Sanctuaire.

III. Con el de Traité des Cérémonies superstitieuses des Juifs tant

Anciens que Modernes. Amsterdam 1678. 12.

Estos tres títulos no prueban que se hayan hecho tres edicio-nes de ese libro. En efecto, nunca hubo más que una sola, pero el editor hizo imprimir esos diferentes títulos sucesivamente para engañar a los inquisidores. Respecto al autor de la tra-ducción francesa, las opiniones se hallan divididas. Algunos la atribuyen al difunto señor de St. Glain, autor de la gaceta de Rotterdam.

Otros pretenden que es del señor Lucas, que se hizo célebre gracias a sus Quintessences, siempre llenas de nuevas invecti-vas contra Luis XIV. Lo que es cierto es que este último era amigo y discípulo del señor de Spinosa, y que es el autor de esta vida y de la obra que la sigue.

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truirlos él se contentó con aclarara los pasajes a los

que se les adjudicaba un significado falso, por te-mor a que la malicia confundiera las almas sinceras. Si bien ese libro le ha valido un torrente de perse-guidores, no es nuevo que el pensamiento de los grandes hombres se mal interpreta, ni que una gran reputación es más peligrosa que una mala.

Tuvo la suerte de haber conocido al señor pen-sionario J. De Witt, quien quería aprender matemá-ticas con él y a menudo lo honraba consultándole sobre asuntos importantes. Pero le interesaban tan poco los bienes de la fortuna que después de la muerte del señor De Witt, quien le otorgaba una pensión de doscientos florines, tras mostrar el documento de su mecenas a sus herederos, como estos se resistían a hacerla efectiva, se los entregó con tanta tranquili-dad como si contara con otros recursos. Este gesto desinteresado los hizo reconsiderar la cuestión, y le concedieron con gusto lo que acababan de negarle. En esto se basaba la mayor parte de su subsistencia, pues de su padre no heredó otra cosa que ciertos negocios complicados. O mejor dicho, algunos judíos con los que ese buen hombre tenía comercio, consi-derando que su hijo no tendría ganas de desenredar sus embrollos, complicaron las cosas de tal modo que prefirió dejarles todo en vez sacrificar su tranquili-dad por una esperanza incierta.

a Esas aclaraciones fueron traducidas al francés y se hallan al

final de la Clef du Sanctuaire. No se encuentran en ninguna edición latina de este libro. Existen dos, una en 4º., como lo hemos señalado en la nota precedente, y la otra en 8º., a la que se ha añadido un tratado llamado Philosophia S. Scripturae

Interpres, cuyo autor se cree que es el señor Louis Meyer. Estos dos tratados fueron puestos bajo el título Danielis Hensii

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Hasta tal punto buscaba pasar desapercibido a los ojos del pueblo que poco antes de morir pidió que su Moral no llevara su nombre, con el argumento de que tales ostentaciones eran indignas de un filósofo. Su celebridad se había extendido tanto que se hablaba de él en círculos exclusivos. El Príncipe Con-dé, quien se encontraba en Utrecht al inicio de las últimas guerras, le envió un salvoconducto con una carta cortés en la que lo invitaba a que fuera a verlo. El señor de Spinosa tenía un espíritu muy bien educado, y sabía demasiado bien lo que le debía a personas de tan alto rango como para ignorar en esta ocasión cómo debía comportarse con Su Alte-za. Pero puesto que no dejaba su soledad más que para volver rápidamente a ella, un viaje de algunas semanas lo hacía titubear. Finalmente, luego de al-gunas dilaciones, sus amigos lo convencieron de po-nerse en camino. Pero como mientras tanto una or-den del rey de Francia había convocado al príncipe a otra parte, lo recibió en su ausencia el señor de Luxemburgo, con miles de cortesías y asegurándo-le la benevoasegurándo-lencia de Su Alteza.

Esa multitud de cortesanos no perturbó a nues-tro filósofo, pues tenía una educación más propia de la corte que de la ciudad comercial a la que de-bía su nacimiento y de la que, podemos afirmar, que no tenía ni sus vicios ni sus defectos.

Puesto que quería verlo, el príncipe mandó a decir muchas veces que lo esperase. Los curiosos que lo amaban, y que encontraban cada vez más motivos para amarlo, estaban encantados de que Su Alteza lo obligara a esperarlo.

Luego de algunas semanas, cuando el príncipe hizo saber que no le sería posible volver a Utrecht,

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todos los franceses curiosos quedaron apenados, pues no obstante las gentiles ofertas que le hiciera el señor de Luxemburgo, nuestro filósofo se despi-dió rápidamente de ellos y regresó a La Haya.

Tenía una virtud tanto más digna de estima cuan-to que raras veces se encuentra en un filósofo: era extremadamente arreglado y jamás salía sin que su vestimenta dejara ver lo que distingue a un hom-bre honesto de un pedante.

“No es –decía– ese aire sucio y descuidado lo que nos vuelve sabios; al contrario –proseguía– esa negligencia afectada es la marca de un alma baja donde la sabiduría no se encuentra en absoluto, y donde las ciencias sólo pueden engendrar impure-za y corrupción”.

No sólo no lo tentaban las riquezas, sino que tam-poco temía las consecuencias desagradables de la pobreza. Su virtud lo había puesto por encima de todas esas cosas, y si bien no fue muy aventajado en las buenas gracias de la fortuna, nunca la lisonjeó ni murmuró contra ella. Si bien su fortuna era de las más mediocres, en compensación su alma era de las mejores provistas de todo lo que hace a los grandes hombres. Era generoso aun en estado de extrema necesidad, y prestaba lo poco que recibía de la libe-ralidad de sus amigos con el mismo desprendimien-to que si hubiera estado nadando en la opulencia. Cuando se enteró de que un hombre que le debía doscientos florines cayó en bancarrota, en vez de inquietarse dijo sonriendo: “debo reducir mis gas-tos ordinarios para compensar esta pequeña pérdida: es a este precio –añadió– que se compra la firmeza”. No me refiero a este episodio como si fuera algo deslumbrante, pero como el genio no se muestra

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en nada mejor que en estas pequeñas cosas, no hu-biera podido omitirlo sin escrúpulo.

Era tan desinteresado como poco lo son los de-votos que claman contra él. Vimos ya una prueba de su desinterés; vamos a referir otra que no lo honra-rá menos.

Cuando uno de sus íntimos amigosa, que era un

hombre de buen pasar, quiso regalarle dos mil flo-rines para que viviese más cómodamente, él los re-chazó con su cortesía habitual, diciendo que no le hacían falta. En efecto, era tan moderado y tan so-briob, que aun disponiendo de muy pocos medios

no le faltaba nada. “La naturaleza –decía– se con-tenta con poco, y cuando ella está satisfecha yo tam-bién lo estoy”.

Pero, como se verá, no era menos equitativo que desinteresado.

El mismo amigo que había querido obsequiarle dos mil florines, como no tenía mujer ni hijos, quiso hacer un testamento en su favor y designarlo su le-gatario universal. Le habló de ello y trató de con-vencerlo para que aceptara. Pero lejos de consentir-lo, el señor de Spinosa le manifestó tan vivamente que iría contra la equidad y contra la naturaleza si en perjuicio del propio hermano disponía de su su-cesión en favor de un extraño, por más amistad que hubiera tenido con él, que su amigo, rindiéndose ante sus sabias demostraciones, le dejó todos sus bienes a quien naturalmente debía hacerlo, su heredero, a condición, sin embargo, de que asegurase una pen-sión vitalicia de quinientos florines para nuestro

fi-a El señor Simón de Vries.

b No alcanzaba a gastar seis sueldos al día y apenas bebía una

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lósofo. Sin embargo, debemos admirar aquí una vez más su desinterés y su moderación: consideró que esa pensión era mucha y la hizo reducir a trescientos florines. Hermoso ejemplo que será escasamente se-guido, en especial por los eclesiásticos, gente ávida de los bienes de los demás, que se abusan de la de-bilidad de los ancianos y las devotas a las que enga-ñan; no sólo aceptan sin escrúpulo sucesiones en per-juicio de los herederos legítimos, sino que incluso recurren a la sugestión para procurárselas.

Pero dejemos ya a estos tartufos y volvamos a nuestro filósofo.

Por no haber gozado de una salud perfecta a lo largo de su vida, aprendió a sufrir desde su más temprana juventud; por ello jamás ningún hombre entendió esa ciencia mejor que él. No buscaba con-suelo más que en él mismo y, si era sensible a algún dolor, era al dolor de los otros. “Creer que el sufri-miento es menos intenso cuando lo compartimos con muchas otras personas es –decía– una señal de ignorancia, y hay que tener muy poco buen sentido para considerar las penas comunes como si fueran consuelos”.

Y con ese ánimo derramó lágrimas cuando vio a sus conciudadanos desgarrar a su padre comúna, y

aunque supiese mejor que nadie en el mundo de qué son capaces los seres humanos, no pudo menos que estremecerse ante la vista de ese horrendo y cruel espectáculo. Por una parte, veía que se come-tía un parricidio sin precedentes y una ingratitud extrema; por la otra, se veía privado de su ilustre mecenas y del único apoyo que le quedaba.

Referências

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