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La tierra y el nomos soberano

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LA TIERRA Y EL NOMOS SOBERANO

THE LAND AND THE SOVEREIGN NOMOS

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JORGE RODRÍGUEZ MARTÍNEZ

Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)

El único viaje verdadero, el único baño de juventud, no sería ir hacia nuevos paisajes, sino tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro, de otros cien, ver los cien universos que cada uno de ellos ve.

Marcel Proust, La Prisionera

Resumen: Los estados-nación que se constituyeron en el periodo moderno bajo una lógica de

apropiación de la tierra, la cual pasó de una visión religiosa, mística, a una cuestión secularizada. La apropiación de la tierra se presentó como el primer avance de una lógica dominio no solo sobre los territorios sino también sobre los cuerpos. La lógica de la colonización corresponde a un desborde de esta situación de apropiación y dominio que rebasa las fronteras del estado. El artículo apunta que una noción nómada de la vida, desterritorializada, pueda ayudar a cambiar esa lógica de apropiación y dominio que se consolido bajo el proyecto moderno.

Palabras clave: Territorio. Nómos. Estado. Nación. Nómada.

Abstract: The nation-states that were constituted in the modern period under a logic of land

appropriation, which went from a religious, mystical vision, to a secularized question. The appropriation of the land was presented as the first advance of a logical domain not only over the territories but also over the bodies. The logic of colonization corresponds to an overflow of this situation of appropriation and domination that goes beyond the borders of the state. The article points out that a nomadic, deterritorialized notion of life can help to change that logic of appropriation and dominance that was consolidated under the modern project.

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El barón Jakob von Uexküll, partiendo de una perspectiva no antropocéntrica,

sostenía que existía una infinidad de mundos perceptivos que estaban interconectados de forma armoniosa, como si se tratara de una partitura musical. Pero también afirmaba que estos mundos eran mutuamente excluyentes, pues se trataba de experiencias inaccesibles a los demás. Esto se debía, a su parecer, a que no existía un mundo unitario, ni un tiempo ni un espacio igual para todos los seres vivientes. El mundo-ambiente –Umwelt–, según Uexküll, no se debería equiparar al espacio objetivo –Umgebung–. De hecho, aseveraba que el Umgebung es el Umwelt del ser humano una vez que le ha atribuido ciertos elementos específicos, portadores de significado –Bedeutungsträger-. Mediante sus órganos receptores, cada especie percibe estas marcas y reacciona a ellas de manera completamente distinta. A pesar de esta incomunicabilidad recíproca, esta multiplicidad constituiría una sinfonía supratemporal y extraespacial de significado (AGAMBEM, 2006, p. 82).

En este sentido, el Umwelt no solo es el mundo físico, sino que también contempla el universo simbólico. De este modo, la cosmovisión del ser humano, al ser un ser terrestre, está estrechamente vinculada a la tierra. A partir de este elemento se construye su universo simbólico. Según Carl Schmitt, de los cuatro elementos de los que se creía en la antigüedad que estaba compuesto el mundo –tierra, agua, aire y fuego–, este sería el que definiría de forma más determinante el universo simbólico del ser humano.

A lo largo del tiempo la concepción del universo simbólico ha variado. Estos cambios pudieran explicarse a partir de las distintas relaciones que se establecen con el elemento telúrico. A su juicio, esta sería la razón por la que, aunque la mayor parte de la superficie está cubierta de agua, la cartografía se concentra en la representación de un elemento minoritario, el espacio terrestre. Por esa razón, los mapas, más que ser una reproducción de un espacio físico, son una representación del ordenamiento espacial –Raumordung–.

En la tradición de Occidente, la tierra suele concebirse como algo firme e inamovible. Por ello, desde la Antigua Grecia constantemente se alude a su oposición con el mar. Precisamente el vocablo τέρσομαι refiere a lo que está seco, es decir,

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donde no hay agua. Considerando este origen, no es de extrañar que sea uno de los

principios fundacionales del Estado moderno. Acorde a esta lógica, representa un espacio en el que se materializa el orden jurídico-político. Según Schmitt, cualquier ordenamiento –Ordung– sería inconcebible si no se parte del asentamiento –Ortung–. El principio fundamental del Derecho se encuentra, a su juicio, en el nomos inscrito la tierra1.

El nomos aludía a la ley aceptada y reconocida que constituía y fundaba en la

polis el orden jurídico, político y económico mediante la fijación de la propiedad

agraria. Así, todo nomos parte de una operación tripartita. Inicialmente, de acuerdo con Schmitt, surge de un nehmen, es decir, de un acto de tomar o conquistar, esto es, de ocupar y apropiarse de la tierra. También requiere de un teilen, repartir lo tomado, para asignar a cada miembro del colectivo lo que, supuestamente, le corresponde. Además, implica un weiden, un pastoreo, para hacer producir el espacio ocupado. Mediante estas tres operaciones se materializa el orden jurídico-político.

Todo ordenamiento fundamental es un ordenamiento espacial. Se habla de la Constitución de un país o de una parte del mundo como de su ordenamiento fundamental, de su nomos.

Ahora bien, el propio y verdadero ordenamiento fundamental en su esencia cuantitativa está basado en unas determinadas fronteras y divisiones espaciales, en dimensiones determinadas y en una determinada distribución de la tierra. Por eso el comienzo de los grandes periodos históricos va precedido de grandes conquistas territoriales. En especial, todo cambio o variación notable de la imagen de la tierra va unido a cambios políticos universales, a una nueva distribución del globo, a una nueva conquista de territorios. (SCHMITT, 2004, p. 373).

1 “En el lenguaje mítico, la tierra es denominada madre del derecho. Ello señala una raíz triple del

derecho y de la justicia… En primer lugar, la tierra fértil contiene en sí misma, en el seno de su fertilidad, una medida interna, pues el esfuerzo y el trabajo, la siembra y el cultivo que el hombre aplica a la tierra fértil son recompensadas con justicia por esta mediante el crecimiento y la cosecha. Todo campesino conoce la medida interna de esta justicia… En segundo lugar, el suelo labrado y trabajado por el hombre muestra líneas fijas que hacen visibles determinadas divisiones, líneas que están surcadas y grabadas por los límites de los campos, praderas y bosques. En la diversidad de las vegas y campos, de la rotación del fruto y de los baldíos son plantadas y sembradas incluso estas líneas; en ellas se evidencian las medidas y reglas del cultivo según las cuales se desarrolla el trabajo del hombre en la tierra… En tercer lugar, la tierra lleva sobre su superficie vallados y cercados, mojones de piedra, muros, casas y otras edificaciones. En ellos se revela la ordenación y el asentamiento de la convivencia humana. La familia, la estirpe, la casta y la posición, los tipos de propiedad y de vecindad, pero también las formas de poder y de dominio se hacen aquí públicamente visibles… Así, la tierra está unida al derecho de manera triple. Lo contiene en sí misma como premio del trabajo; lo revela en sí misma como límite firme, y lo lleva sobre sí misma como signo público del orden. El derecho es terrenal y vinculado a la tierra. Esto es lo que quiere decir el poeta cuando habla de la tierra omnijusta y dice: iustissima tellus”. (SCHMITT, 2002, p. 3-4).

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Por tanto, la historia universal estaría definida, inicialmente, por la conquista de

la tierra –Landnahme– y, más tarde, por la conquista del mar –Seenahme– (Schmitt, 2002: 10-11) De acuerdo con el ius gentium europeo, lo terrestre, a diferencia de lo marítimo, evoca la idea de permanencia y, en consecuencia, posibilita el trazo de límites, de fronteras. El mar, al fluir de manera irrestricta, se resiste a estas determinaciones, pues era imposible adueñarse de él. Pero, esto cambiaría radicalmente con el descubrimiento de América. Desde ese momento, se forjaría una imagen global del espacio, en la que el mar jugaría un rol estratégico.

Según el ius publicum europaeum, los límites del Estado soberano estarían determinados por las fronteras geográficas. Aunque se suelen justificar las fronteras mediante los accidentes geográficos del territorio, como los ríos o las montañas, en casi todos los casos estas marcas se establecen de manera arbitraria, lo cual desencadenaría constantes disputas. El hecho de que se apelara a la discontinuidad del territorio era una estrategia para “naturalizarlas”.

Así, bajo la forma del Estado-nación se organizó tanto el territorio como la población. Esta forma de adscripción se trató de justificar con elementos apriorísticos comunes, como la lengua, la historia, la cultura y, sobre todo, el territorio. Estas narrativas no resisten un análisis histórico, ya que en estos criterios, supuestamente objetivos, es factible encontrar excepciones. En ocasiones, algunas comunidades han sido separadas por las fronteras, y, en otras, las han agrupado sin importar que tengan muy poco en común. En otros casos, existen comunidades que no aspiran a constituirse en un Estado-nación (HOBSBAWM, 1998, p. 14).

En su sentido original, la idea de nación evocaba a un grupo o a un gremio, para distinguirse de otros grupos con los que coexistían. De esta forma, se usaba como sinónimo de extranjero. Pero con el tiempo esta acepción cambiaría, recalcando la relación que se tenía con el lugar o el territorio de origen. Así, se insistiría en una descendencia común. La noción de natie implicaba una totalidad de personas que se consideraba que pertenecían al mismo clan o tribu (HOBSBAWM, 1998, p. 25).

Sin embargo, la relación con el territorio es más compleja de lo que se enuncia en primera instancia. Al interior de los Estados, incluso en los europeos, existe una

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pluralidad étnica que es negada por la pretensión de homogeneidad. La relación entre

la población y el espacio territorial produjo ambivalencia. Al mismo tiempo, se empleaba para aludir al Estado como a la sociedad. No sería hasta el siglo XX cuando la

nación comenzaría a significar una unidad política de carácter autónomo.

La materialización del poder soberano requería inscribir la vida en el territorio. En este sentido, Paul Vidal de La Blanche asumía que la forma de vida de una población dependía de la manera en la que el ser humano se adaptaba al medio geográfico. De hecho, Friedrich Ratzel, quien forja el concepto de Lebensraum, asume que todo pueblo está estrechamente unido a su espacio vital. Al conjunto de prácticas, técnicas, hábitos y costumbres desarrolladas en el espacio vital le denominaba género de vida. Mediante esta operación se naturalizó la intervención humana sobre la tierra, propia de la agricultura y el pastoreo sedentario. El Estado-nación es un proceso de normalización que solo acepta esta forma de vida sedentaria.

Por el sentido del término y por la índole del fenómeno histórico, el Estado representa un determinado modo de estar de un pueblo, esto es, el modo que contiene el caso decisivo la pauta concluyente, y por esa razón, frente a los diversos estatus individuales y colectivos teóricamente posibles, él es el estatus por antonomasia… Todos los rasgos de esta manera de representárselo –estatus y pueblo– adquieren su sentido en virtud del rasgo adicional de lo político, y se vuelven incomprensibles si no se entiende adecuadamente la esencia de lo político (SCHMITT, 2009, p. 53-54).

Las implicaciones de este proceso de politización de la vida pueden verse claramente en la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789. Los derechos del hombre corresponden a una serie de valores metajurídicos que inscriben la nuda vida natural en el orden jurídico político del Estado-nación (AGAMBEM, 2010, p. 25). En el Antiguo Régimen, la vida no le pertenecía a la corona, sino a una entidad divina. Pero el Estado moderno, instaurado tras la Revolución francesa, ignoró la distinción que hacían los antiguos griegos entre la vida política –bio– y la nuda vida –

zoé–. Así, se hizo del nacimiento dentro de un espacio determinado el fundamento de

la soberanía nacional, distinguiéndose del principio divino de la antiquísima soberanía monárquica2.

2 “Este es el sentido (no demasiado oculto) de los tres primeros artículos de la Declaración del 89: solo

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Las Declaraciones de derechos han de ser, pues, consideradas como el lugar

en que se hace realidad el paso de la soberanía regia de origen divino a la soberanía nacional. Aseguran la inserción de la vida en el nuevo orden estatal que habrá de suceder al derrumbe del Ancien Régime. En que por mediación suya el súbdito se transforme en ciudadano, significa que el nacimiento –es decir, la nuda vida natural- se convierte aquí por primera vez (a través de una transformación cuyas consecuencias biopolíticas sólo podemos empezar a valorar ahora) en el portador inmediato de la soberanía. (AGAMBEM, 2010, p. 26).

Esta ficción que subsume la vida al espacio territorial impide separar el nacimiento de la ciudadanía. Esto implica que solo en su carácter de ciudadano, el ser humano puede exigirle al Estado soberano el respeto sus derechos. En buena medida, la situación precaria de los inmigrantes se deriva de esta condición, pues, para la trinidad Estado-nación-territorio, el único sujeto de Derecho válido es el ciudadano.

La Declaración de 1789 estableció una serie de derechos y libertades que protegerían al individuo de los excesos de la autoridad. Pero, tal como se constató tras la Solución Final, estas salvaguardas estaban referidas únicamente a la condición de ciudadano. Al retirarles la ciudadanía a los deportados a los campos de exterminio, la burocracia nazi no sólo les negaba su identidad, sino también su condición de ser sujetos de Derecho. En ese momento, ningún Estado estaba obligado a defender sus vidas. La Declaración de los Derechos Humanos de 1948 pretendía superar este conflicto. La intención era que los derechos no estuvieran anclados al poder soberano, pero ignoraron el vínculo fundacional que existe entre el Derecho y la tierra.

La fuerza del Estado, según Schmitt, surge a partir de lo teológico-político. En términos históricos, desde este ámbito se organizó la distinción entre amigo y enemigo, principio fundacional de la esfera política. A partir de esta distinción se definían las lealtades y, en consecuencia, a quienes se reconocían como sujetos de derechos. La frase “cuius regio, eius religio” –“según el rey, será la religión”–3 es

indispensable para pensar la construcción del modelo de relaciones internacionales en

puede esta vincular firmemente (art. 3) el principio de soberanía a la nación (de conformidad con el étimo natío, que significa en su origen simplemente “nacimiento”)”. (Agamben, 2010: 25-26).

3 “Materialmente esta frase responde a la realidad del Estado europeo que estaba surgiendo a partir del

siglo XVI, y cuyo derecho más importante era en todas partes el ius reformandi, es decir la determinación de la religión estatal y de la Iglesia estatal. Religio est regula iurisdictionis. En la formulación cuius regio, eius religió, es posible que la frase proceda de un estadio posterior de la guerra civil religiosa latente o abierta, que se inicia con la Reforma”. (SCHMITT, 2002, p. 108-109).

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el siglo XVII. Bajo esta lógica es que se establece un poder soberano, de carácter

unitario. De este modo, se instaura un territorio cerrado frente a otras unidades políticas mediante fronteras firmes. En el territorio en el que ejercía su poder no podía existir ninguna otra fuente de autoridad que instituyera normas. En este hecho descansa el carácter absoluto del poder soberano.

Lo otro del Estado moderno es la tierra de nadie o la tierra impugnada: la subdefinición o sobredefinición, el demonio de la ambigüedad. Desde que la soberanía del Estado moderno es el poder para definir y establecer las definiciones, todo lo que se autodefine o resiste a las definiciones derivadas del poder es subversivo. Lo otro de esta soberanía es desbordamiento, inquietud, desobediencia, colapso de la ley y el orden. (BAUMAN, 2005, p. 28).

Ese hecho hace tangible uno de los rasgos más importantes de los regímenes modernos: el monopolio de la coerción. Desde la firma de la Paz de Westfalia, se acordó que los Estados serían los únicos posibilitados a ejercer su poder soberano en el territorio que se han adjudicado. La autonomía estatal significaba, en pocas palabras, que los demás Estados no podían intervenir en las decisiones que tomaba el soberano en los territorios que dominaba. La tierra se convirtió en el símbolo que contiene el poder, pues toda forma de reconocimiento, incluyendo la ciudadanía, surge de este elemento. La ciudadanía se define a partir del nacimiento. De esta manera se vincula la vida al orden jurídico. Sin esta referencia territorial no se podría materializar ningún derecho.

En esta lógica soberana persisten graves contradicciones. A pesar de reconocerse como entes libres e iguales, los Estados-nación han establecido una relación conflictiva por la disputa de la tierra. El Estado soberano tiende a expandirse indefinidamente. Su único límite es el juego de fuerzas que mantienen entre ellos. La guerra, por la disputa de territorios, ha jugado un rol central en las relaciones interestatales.

Esta relación con la tierra se puede constatar en el colonialismo: no sólo fue reducida a un espacio que podía apropiarse, sino que se le privó de su carácter vital o sagrado.4 Pero otras experiencias distintas a las que exaltan este modo de vida

4 “Pero lo esencial y lo decisivo para los siglos posteriores fue el hecho de que el Nuevo Mundo no

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occidental dan cuenta de que existe una forma diferente de habitar la tierra. Estas

tradiciones conciben la noción de pertenencia a la tierra de manera distinta a la del Estado-nación, ya que no responden a esta lógica de fijación del orden político. Por el contrario, el hombre no posee la tierra, sino que se deja poseer por ella.

Esta diferencia es notoria en las distintas cosmogonías. En la mitología griega, Eros, el amor, nació del caos y de la noche. Por tanto, antecedió a Urano, el cielo, y a Gaia, la tierra. De hecho, por su obra se enamoraron y crearon todas las cosas que existen en el mundo. Así, Eros sería responsable, al mismo tiempo, de la unidad y de la diversidad, pues representa una realidad anterior y originaria (BOFF, 2002, p. 24). En contraparte, en las cosmovisiones no-occidentales, la tierra no sólo es un espacio que se ocupa, es, en un sentido literal, una parte constitutiva de la comunidad. La leyenda tupí-guaraní sobre el origen de la mandioca simboliza este carácter originario. Las lágrimas del cacique de la tribu, derramadas por la muerte de su nieta, hacen nacer de la tierra la planta de la que se alimentarían (BOFF, 2002, p. 47-48).

En muchos pueblos existen narrativas similares al relato adámico: la creación del hombre a partir del barro de la tierra.5 Se trata de la fuente de la vida, en la que se

encuentra el origen y el final de todo. El vocablo humus, del que deriva humano, evoca la tierra fértil. Concretamente, en el caso de la cultura hebraica, el nombre de Adán procede de Adamah –tierra–.

En las antiguas civilizaciones, la tierra era concebida como la Gran Madre. Esta noción evocaba tanto la tierra cultivada como el hogar. En consecuencia, se la percibía como un organismo vivo que no podía ser violado ni arrasado, pues podría castigar a

y expansión europea. Por de pronto, ello fue durante trescientos años una confirmación absoluta de Europa en su posición, no sólo como centro de la tierra, sino también como viejo continente. Pero, no obstante, originó, simultáneamente, desde el principio, una destrucción de los conceptos concretos que hasta entonces existían con respecto al centro y la edad de la tierra, pues ahora se iniciaba la disputa europea en torno a este Nuevo Mundo, de la que surgiría una nueva ordenación del espacio con nuevas divisiones de la tierra. Cuando un viejo mundo ve aparecer a su lado un nuevo mundo, es evidente que ya es puesto en duda dialécticamente por este mismo hecho y que ya no es viejo en el antiguo sentido”. (SCHMITT, 2002, p. 55).

5 “Esta es la historia de cuando Dios creó el cielo y la tierra. En ese tiempo aún no había árboles ni

plantas en el campo, porque Dios todavía no había hecho que lloviera, ni había nadie que cultivara la tierra. Del suelo salía una especie de vapor, y eso era lo que mantenía húmeda la tierra. Entonces Dios tomó un poco de polvo, y con ese polvo formó al hombre. Luego sopló en su nariz, y con su propio aliento le dio vida. Así fue como el hombre comenzó a vivir. Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente. Y el Señor Dios plantó un huerto hacia el oriente, en Edén, y puso allí al hombre que había formado”. (GÉNESIS, 2:4-8).

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través de las tempestades (BOFF, 2002, p. 49). El ser humano mantenía una relación de

veneración y, al mismo tiempo, de temor.

Las fiestas saturnales, la más importante de las fiestas romanas, se originan por este carácter sagrado. En honor de Saturno, el dios de la agricultura, se organizaba un carnaval. No solo se detenían todas las actividades de la comunidad, sino que también se autorizaba que se hicieran cosas que normalmente estaban prohibidas. Incluso se suspendía la aplicación de las penas. El orden cotidiano se invertía, los esclavos se vestían de señores y eran atendidos por sus amos. El rey saturnal –prínceps

saturalicius–, encargado de conducir el carnaval, en realidad era una parodia del poder

soberano.

Se anticipaba, así, la gran utopía política de la humanidad: el encuentro, a través de la fiesta y del inconsciente colectivo, con el mito de la edad de oro y del paraíso perdido. Según ese mito, originalmente no había clases, ni leyes, ni crímenes, ni cárceles; todos vivían en plena libertad, en justicia, en paz, en superabundancia y en alegría como hermanos y hermanas en la misma casa. Esa memoria feliz nunca se ha perdido en la conciencia de la humanidad; perdura hasta ahora como algo proyectado en el pasado, que hay que rescatar, o como algo proyectado en el futuro, que hay que construir. (BOFF, 2002, p. 53-54).

Una de las principales metas de la modernidad es disolver estos mitos mediante la ciencia. A partir de Francis Bacon, los saberes tradicionales fueron despreciados. Se asumía que, por su falta de objetividad, eran incapaces de fundar un verdadero saber. Por ello, se pretendió construir un mundo dominado por la voluntad humana. Así, gracias al entendimiento humano y, en consecuencia, a la técnica, sus necesidades no estarían sometidas al capricho de la naturaleza. Irremediablemente, esto produjo una pérdida de la autoconciencia.6 Por tanto, la modernidad

desencantada redujo la vida al mero hecho biológico. En cambio, en la antigüedad,

6 “La técnica es la esencia de tal saber. Este no aspira a conceptos e imágenes, tampoco a la felicidad del

conocimiento, sino al método, a la explotación del trabajo de los otros, al capital. Las múltiples cosas que según Bacon todavía reservan son, a su vez, solo instrumentos: la radio, como imprenta sublimada; el avión caza, como artillería más eficaz; el telemando, como la brújula más segura. Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es servirse de ella para dominarla por completo, a ella y a los hombres. Ninguna otra cosa cuenta. Sin consideración para consigo misma, la Ilustración ha consumido hasta el último resto de su propia autoconciencia. Solo el pensamiento que se hace violencia a sí mismo es lo suficientemente duro como para quebrar los mitos… Poder y conocimiento son sinónimos. La estéril felicidad es lasciva para Bacon tanto como Lutero. Lo que importa no es aquella satisfacción que los hombres llaman verdad, sino la operación, el procedimiento eficaz”. (ADORNO; HORKHEIMER, 1994, p. 60-61).

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debido a la sacralidad que se le atribuía a la tierra, la vida podía comprenderse como

plenitud. En consecuencia, en el mundo moderno lo vital se ha convertido en una condición precaria, pues ha sido privado del ideal de felicidad y de justicia (BENJAMIN, 2007, p. 183-206).

Solo bajo esta lógica de desencantamiento del mundo podría comprenderse que, en 1928, Uexküll –quien buscaba la armonía de los distintos mundos posibles desde una mirada no-antropocéntrica– escribiera el prólogo de Grundlagen des

neunzehnten Jahrhunderts, escrito por Houston Chamberlain. Este libro es considerado

uno de los principales antecedentes del nazismo.

El potencial mortífero de la triada Estado-nación-territorio se revela mediante la noción de Lebensraum. Esta noción fusiona tres aspectos –lo espacial, lo político y lo vital– en una sola exigencia: la expansión del Reich hacia Europa oriental. Lo que aconteció no fue una simple acción militar de conquista. En primera instancia, se planteó la necesidad de resolver la escasez, provocada por la crisis económica, a través de una apropiación territorial. Al anteponer las necesidades vitales de la

Volkgemeinschaft –comunidad del pueblo– sobre las de los habitantes de esos

territorios, se afirmó el derecho soberano que ejercería el régimen nazi en ese espacio. Si el Estado implica una manera específica de estar en comunidad, la expansión territorial implicó un problema. Aunque, desde la perspectiva soberana, se trataba con un espacio vacío, existían pobladores en esos territorios. Al ser una forma extrema, en la eugenesia nazi puede percibirse de forma clara la manera en que el Estado escinde a aquellos que pueden formar parte de la comunidad de aquellos que serán considerados como población superflua. El Estado-nación-territorio solo admite un modo de vida posible. De este modo, se plantea uno de los mayores dilemas de la modernidad: se sacrifica la libertad a cambio de la seguridad del territorio.

En este sentido, los personajes kafkianos muestran claramente el desgarramiento producido por el mundo moderno. Por ejemplo, al llegar a un nuevo lugar, un espacio en el que la burocracia ejerce el poder soberano, perciben el suelo como algo fangoso, como si fuese algo que dificultara sus movimientos, de tal modo

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que se acentuara su propia extrañeza.7 La maquinaria burocrática transforma

radicalmente el mundo. Así, lo que revela Kafka es que no todos experimentan del mismo modo el dilema que surge de la oposición de la seguridad y la libertan. En palabras de Deleuze y Gutatari, un espacio estriado está diseñado para constreñir y determinar los comportamientos. Mientras que unos disfrutan de las certezas y seguridades que proporciona el orden estatal, a otros les resulta asfixiante. Mientras que en las ciudades están determinados todos los espacios y todos los caminos, en el desierto, como espacio de lo inesperado, se representa un símbolo de la libertad. Tal como lo explica Deleuze, el Estado moderno ha producido espacios homogéneos, divisibles, bajo el paradigma del more geométrico. En esta sobrecodificación y sobredeterminación radica su rasgo totalitario (DELEUZE; GUATTARI, 2004, p. 226-227).

En este sentido, la noción de tierra se opone a la de territorio estatal, pues se resiste al agenciamiento del espacio, propio de la modernidad. Al habitar de manera distinta la tierra, los nómadas poseen mecanismos contraestatales. Esta oposición contraviene el sentido progresivo de la historia, pues refuta claramente que el Estado sea su conclusión. La soberanía estatal se funda en su capacidad de interiorizar, pero los nómadas se resisten a ser interiorizados. Por tanto, al actuar como una máquina de guerra, los nómadas son irreductibles al nomos estatal.

Diríase que la máquina de guerra se proyecta en un saber abstracto, formalmente diferente del que refuerza al aparato de Estado. Diríase que toda una ciencia nómada se desarrolla excéntricamente, y que es muy diferente de las ciencias reales o imperiales. Es más, esa ciencia nómada no cesa de ser – bloqueada, inhibida o prohibida por las exigencias y las condiciones de la ciencia de Estado. Arquímedes, vencido por el Estado romano, deviene un símbolo. Pues las dos ciencias difieren por el modo de formalización, y la ciencia de Estado no cesa de imponer su forma de soberanía a las invenciones de la ciencia nómada; sólo retiene de la ciencia nómada aquello de lo que se puede apropiar, y, con el resto, crea un conjunto de recetas estrechamente limitadas, sin estatuto verdaderamente científico, o simplemente lo reprime y lo prohíbe. Es como si el –científico de la ciencia nómada estuviera atrapado entre dos fuegos, el de la máquina de

7 “—Esta aldea pertenece al catillo; vivir o pernoctar aquí es en cierto modo hacerlo en el castillo. Nadie

tiene derecho de hacerlo sin la autorización del conde. Usted no posee dicha autorización o, por lo menos, no la ha mostrado—. K., habiéndose semiincorporado, pasó la mano por sus cabellos como para peinarse, alzó los ojos hacia los dos hombres y dijo: —¿En qué pueblo me he extraviado? ¿Existe, pues, un castillo aquí? —Por supuesto –dijo pausadamente el joven, y algunos de los campesinos asintieron con la cabeza—, es el castillo del conde Westwest.”. (KAFKA, 2005, p. 30).

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guerra que lo alimenta y lo inspira, el del Estado que le impone un orden de

razones. (DELUEZE; GUATTARI, 2004, p. 369).

Al no asumir que se trata de un objeto inerte, sería imposible que los nómadas la pretendieran someter a voluntad. Por ello, lo que se toma de la tierra no es únicamente producto del trabajo, sino un regalo que ofrece. Estas cosmovisiones se oponen radicalmente al consumismo. Su resistencia a los proyectos megaextractivistas no es por una cuestión instrumental. No se trata únicamente de garantizar el futuro de la humanidad, sino sobre todo de defender su integridad ante el abuso y la depredación del progreso. La tierra, en este sentido, también sería un sujeto de derechos, con la que, afirma Benjamin, podemos relacionarnos de forma completamente distinta.

Desde los más antiguos usos de los pueblos parece alcanzarnos como una amonestación a evitar el gesto de codicia al aceptar lo que tan abundantemente recibimos de la naturaleza. Pues nosotros no podemos regalarle nada propio a la tierra madre. Por eso conviene mostrar respeto en el tomar, devolviéndole, aun antes de apoderarnos de lo nuestro, una parte de lo que continuamente recibimos. Este respeto se expresa en el antiguo uso de la libatio. Es más, tal vez sea esta antiquísima experiencia moral la que se ha mantenido transformada incluso en la prohibición de recoger las espigas olvidadas y rebuscar las uvas caídas, ya que estas son provechosas para la tierra o para los benéficos ancestros. Según el uso ateniense, la recolección de migajas durante la comida estaba vedada, porque pertenecen a los héroes. —Si alguna vez la sociedad, como consecuencia de la necesidad y la avidez, se degenera hasta el punto de que los frutos, a fin de ponerlos en el mercado ventajosamente, los arranque inmaduros y cada plato, solo para hartarse, deba vaciarlo, su tierra se empobrecerá y el campo dará malas cosechas. (BENJAMIN, 2015, p. 21-29).

REFERENCIAS

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AGAMBEN, Giorgio. Lo abierto: el hombre y el animal. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2006.

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BENJAMIN, Walter. Hacia la crítica de la violencia. In: BENJAMIN, Walter. Obras II: vol.

1. Madrid: Abada, 2007. p. 183-206.

BENJAMIN, Walter. Panorama imperial. In: BENJAMIN, Walter. Calle de sentido único. Madrid: Akal, 2015. p. 21-29.

BOFF, Leonardo. El ciudado esencial: ética de lo humano, compasión por la tierra. Madrid: Trotta, 2002.

DELEUZE, Gilles; GUATTARI, Felix. Mil mesetas: capitalismo o esquizofrenia. 6. ed. Valencia: Pre-Textos, 2004.

HOBSBAWN, Eric. Naciones y nacionalismos desde 1780. 2. ed. Barcelona: Crítica, 1998.

KAFKA, Franz. El castillo. 5. ed. Madrid: EDAF, 2005.

SCHMITT, Carl. El nomos de la tierra en el Derecho de gentes del Ius publicum

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SCHMITT, Carl. Tierra y mar. In: AGUILAR, Héctor Orestes. Carl Schmitt, teólogo de la

política. México: Fondo de Cultura Económica, 2004. p. 345-389.

SCHMITT, Carl. El concepto de lo político. Madrid: Alianza Editorial, 2009.

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SOBRE EL AUTOR

Jorge Rodríguez Martínez

Doctor en Ciencias Políticas y Sociales, con orientación en Ciencia Política, en la FCPyS de lUNAM; realizando la estancia post-doctoral en el IIJ de la UNAM, desarrollando la investigación: “Los factores no-jurídicos y el acceso a la justicia. Los límites y contradicciones del sistema penal acusatorio.” Participante del PAPIIT “Heteronomías de la justicia: territorialidades nómadas” del IIFl de la UNAM. Correo electrónico: jorge.rodriguez.mtz@gmail.com

COMO CITAR ESTE ARTIGO

RODRÍGUEZ MARTÍNEZ, Jorge. La tierra y el nomos soberano. Passagens: Revista do Programa de Pós-Graduação em Comunicação da Universidade Federal do Ceará, Fortaleza, v. 11, n. 1, p. 22-34, jan./jun. 2020.

RECEBIDO EM: 23/12/2019 ACEITO EM: 22/05/2020

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