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Caminhando e Contando: memória da ditadura brasileira

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Academic year: 2021

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Caminhando

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Universidade Federal da Bahia

Reitor

João Carlos Salles Pires da Silva Vice-reitor

Paulo Cesar Miguez de Oliveira Assessor do Reitor

Paulo Costa Lima

Editora da Universidade Federal da Bahia Diretora

Flávia Goullart Mota Garcia Rosa Conselho Editorial

Alberto Brum Novaes Angelo Szaniecki Perret Serpa Caiuby Alves da Costa Charbel Ninõ El-Hani Cleise Furtado Mendes

Dante Eustachio Lucchesi Ramacciotti Evelina de Carvalho Sá Hoisel José Teixeira Cavalcante Filho Maria Vidal de Negreiros Camargo

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Marcia Paraquett Sávio Siqueira

Org.

Caminhando

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Memória da ditadura brasileira

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2015, autores.

Direitos para esta edição cedidos à Edufba. Feito o Depósito Legal.

Grafia atualizada conforme o Acordo Ortográfico da Língua Portuguesa de 1990, em vigor no Brasil desde 2009.

Capa

José Amarante Santos Sobrinho Projeto Gráfico e Arte Final Lúcia Valeska Sokolowicz Revisão

Tainá Amado Normalização Equipe da EDUFBA

Sistema de Bibliotecas - UFBA

Editora filiada à:

Editora da Universidade Federal da Bahia Rua Barão de Jeremoabo s/n

Campus de Ondina — 40.170-115 Salvador — Bahia — Brasil Telefax: 0055 (71) 3283-6160/6164 edufba@ufba.br — www.edufba.ufba.br

C183 Caminhando e contando: memória da ditadura brasileira / Marcia Paraquett, Domingos Sávio Siqueira (Organizadores). - Salvador : EDUFBA, 2015.

304 p.

ISBN 978-85-232-1379-4

1. Ditadura militar - Brasil. 2. Golpe militar de 1964. 3. Perseguição política - Brasil. I. Paraquett, Marcia. II. Siqueira, Sávio.

CDD — 320.981 CDU — 321.6

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Caminhando e cantando e seguindo a canção Somos todos iguais braços dados ou não Nas escolas, nas ruas, campos, construções Caminhando e cantando e seguindo a canção Vem, vamos embora que esperar não é saber Quem sabe faz a hora, não espera acontecer Vem, vamos embora que esperar não é saber Quem sabe faz a hora, não espera acontecer (Pra não dizer que não falei das flores, Geraldo Vandré)

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SUMÁRIO

PREFÁCIO 09 APRESENTAÇÃO 15 DITADURA MILITAR Repressão e autocensura ou a genealogia da indiferença

Antônio Dias Nascimento

29

VERDES ANOS BRAVIOS DE MINHA TERRA NATAL

Eliana Bueno-Ribeiro

57 GERAÇÃO 1968

Eurídice Figueiredo

83

A DITADURA COMO EU LEMBRO

Heloisa Maria Galvão

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LEMBRAR É RESISTIR

O relato de um espetáculo no qual o espaço é o protagonista José Carlos dos Santos Andrade

135

E ASSIM CHEGOU A DITADURA...

Livia Reis

163 FOI ASSIM

Na certeza do amanhã, sobrevivemos à ditadura Luiz Fernando Gualda Pereira

187

O DIA DA MENTIRA

A ditadura na minha opção profissional Marcia Paraquett

227 LUZ E SOMBRA

Experiência em tempos difíceis Raimundo Matos de Leão

253

ENTRE ALHEAMENTO E ALIENAÇÃO

50 anos atrás Sávio Siqueira

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PREFÁCIO

El escritor uruguayo Mario Levrero dijo alguna vez: “Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que a mí me interesa es recordar”. Esa frase me in-terpreta en plenitud.

El acto de recordar fue una de las razones para iniciar el proyecto Volver a los 17, un libro publicado en 2013, como la conmemoración de los 40 años del Golpe Militar en Chile. Para aquel libro convoqué a un grupo de escritores chilenos naci-dos entre 1969 y 1979 a recrear su propia historia en dictadura. Todos habíamos sido parte de la generación que no conoció la democracia sino hasta cuando ya fuimos adultos. La idea era relatar, como en un mosaico, fragmentos de los 17 años del ré-gimen de Pinochet desde la mirada de quienes nacieron bajo la sombra del Golpe de Estado que puso fin al gobierno de Salva-dor Allende el 11 de septiembre de 1973. Cada uno de los relatos era un pequeño trozo de una gran historia compuesta de re-cuerdos, atravesada por el temor que se colaba por los barrios y las plazas de juego.

Volver a los 17 era la memoria íntima de una generación que creció entre estados de sitio y cadenas nacionales, cuando las discrepancias se expresaban en voz baja y el poder se ves-tía de uniforme militar. Un ejercicio de memoria y el registro

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privado de una época áspera, años inapropiados para ser niño. Quienes escribimos este libro crecimos durante esos años, fui-mos los niños y adolescentes que sólo conocieron la democracia de oídas, como un recuerdo ajeno contado casi siempre en un tono de nostalgia amarga difícil de masticar. Una golosina añeja con un centro venenoso llamado Golpe de Estado que empapa el carácter con un regusto de temor que nunca termina de irse del todo. Eran las memorias de una generación que creció en dictadura.

Mis primeras memorias las fecho en la ciudad de Talca en 1978. Tenía cuatro años. Los recuerdos se relacionan con la di-fusa imagen de un militar argentino en la televisión, que segu-ramente era Videla, y un pensamiento que se me cruzó por la cabeza: los militares son los encargados de gobernar los países. Así son las cosas. Luego no hay más imágenes, sólo sonidos, pa-labras sueltas que mezclan fútbol y el murmullo de una posible guerra con Argentina por unas pequeñas islitas donde termina el mundo. Los argentinos, decían los mayores, iban a bombar-dear una presa cordillerana que terminaría por inundar la ciu-dad que, según me explicaba mi padre, estaba en una depre-sión, lo que facilitaría la faena enemiga. “Talca es un hoyo” dijo una vez mi padre, aventurándose a dar por sentado un rasgo geográfico que nunca comprobé.

A mí se me quedó grabada esa frase y trataba de buscar en el horizonte los bordes de ese agujero en el que vivíamos. Y los bordes eran el perfil de los cerros y montañas que circundaban la ciudad, la silueta de los volcanes descabezados en el hori-zonte oriental y el murallón curvo de colinas costeras resecas y pardas en el occidental. Pero no tenía sentido tratar de escapar de la eventual invasión argentina porque no había donde: llega-rían por el sur y por la cordillera y huir a la costa no tenía sen-tido: en el mar estaba la Armada que si bien era chilena no era completamente confiable, por razones que mi padre resumía en

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un resoplido que se balanceaba entre la leve molestia y el rictus de amargura que frecuentemente cruzaba su rostro. Argentina se veía más grande, estaba de color rosado y Chile era apenas una franjita verdosa sin la suficiente superficie como para es-tampar el nombre del país que debía ser anotado en medio del Pacífico, como una boya que señala un naufragio.

Brasil, en cambio, era un enorme pulmón azulado incógnito con vista a África que parecía darnos la espalda. ¿Tendrían un Pinochet ellos también? Brasil era un territorio que en mi fan-tasía se fue poblando de manera tardía: primero fue Pelé, luego la imagen de playas de arena blanca y gente semidesnuda en escenas fugaces de película y más tarde a través de teleseries de un mundo bronceado de gente apasionada que bailaba en una discoteque llamada Dancin’ Days y recordaba sus heridas con romances entre gente de distintos colores. ¿Por qué no nos en-señaban a ser felices? ¿Por qué no nos contaban el secreto de triunfar en el fútbol? ¿Por qué no nos rescataban del enemigo? Eran tiempos de amigos y enemigos, de tramas secretas, de la Operación Cóndor y de botas militares retumbando en todo el continente. Ahora que lo pienso, tal vez en Sao Paulo o Recife, habría un niño como yo mirando el mapa y buscando un sitio mejor para vivir.

En 1992 dejé la provincia y partí a Santiago a estudiar en la Universidad de Chile. Allí conocí a muchos de los que serían en adelante mis amigos, supe de nuevas historias y aprovisioné mi colección de recuerdos con otras voces y otros ámbitos. Un día uno de mis compañeros me contó sus recuerdos. Su nombre era Roberto y era parte de un grupo de alumnos reintegrados a la Universidad de Chile. Hombres y mujeres que habían sido ex-pulsados de sus carreras luego del Golpe y que volvían gracias a un programa especial de admisión.

Roberto debía tener menos de cuarenta, pero lucía mayor. Llevaba bigotes, estaba algo calvo y tenía un ojo sin vida que

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miraba fijo un horizonte inexistente. Parecía llevar a cuestas su pasado con una resignación elegante y humilde. Un día en la cafetería de la escuela de periodismo conversamos. Aquel lugar podría ser descrito como un sitio esperpéntico tal como los tiempos que se vivían a inicios de los 90: la cafetería era un par de habitaciones subterráneas en una casa que en algún mo-mento ocupó la Dina como cuartel de operaciones. El edificio estaba adaptado con esa demencial lógica de las casas de se-guridad, con habitaciones sin ventanas y conexiones subterrá-neas. Así había permanecido incluso después de transformarse en dependencia universitaria, o escuela de lobotomía como la bautizó un compañero.

Almorzamos con Roberto, cada uno con su bandejita celeste de comida desabrida y yo pregunté, como suelo hacerlo, y puse la cara que suelo poner, y me fijé en el rostro como casi siempre lo hago y funcionó: Me habló. Habló mucho. Habló de su padre obrero, de su vida de pobre en Concepción, del feroz envalen-tonamiento al que sucumbió como joven estudiante secunda-rio. Me habló del MIR, de los cupos universitarios para hijos de trabajadores, de cómo logró uno para él, me contó de su viaje a Santiago, del comienzo de sus días como estudiante en el otoño de 1973. En seguida, como si el giro de una película se transfor-mara en una fractura expuesta, me contó de las detenciones, de las torturas, me explicó cómo había perdido el ojo derecho, las razones por las que le dolía la espalda, la pierna y las pesadillas. Todo eso me dijo en una habitación en la que alguna vez, hacía no mucho tiempo, había estado bajo la sombra del Mamo Contreras. Su relato, la situación, el ambiente, era como una metáfora pequeña y sutil de la transición que se había iniciado. No recuerdo si le pregunté cómo sobrevivió o por qué se quedó en Chile. Luego me habló de sus hijos, de sus trabajos esporádi-cos. Me habló y yo escuché. Tiempo después Roberto abandonó la universidad. Su cabeza no era la misma, ni la memoria, ni los

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tiempos que corrían como para que él lograra cursar la carrera. Tenía una familia que mantener, unos hijos que seguramente querrían su propia oportunidad. Para Roberto volver a la uni-versidad no había pasado de ser un gesto, una visita a un pasado que no podía ser presente. Nunca volví a ver a ese compañero. Alguien me contó años después que se lo encontró vendiendo algo –golosinas tal vez– arriba de una micro. Tengo la sensación de que quisimos olvidarlo.

Este libro Caminhando e Contando. Memória da ditadura bra-sileira es para mí el eco brasileño de mi propia historia y la de

mis coetáneos bajo la dictadura de Pinochet. Los hijos de una historia común de juntas militares y asfixia democrática. Es el mosaico de una generación marcada por una cicatriz que en ocasiones resulta imperceptible a primera vista. La manera en que la violencia se instalaba en la vida diaria y cobraba distintas formas, más o menos ásperas, y el modo en que la percibimos. Testimonios sutiles, escenas, episodios, rastros de unos años que nunca terminamos de abandonar. Nuestra única patria es esa infancia. Este libro Caminhando e Contando. Memória da ditadura brasileira es un coro de recuerdos, una convocatoria

a visitar lo que nunca termina por abandonarnos, aunque nos empeñemos: nuestra propia historia.

Oscar Contardo

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APRESENTAÇÃO

Apesar da organização deste livro ter sido de responsabilidade de dois autores, decidimos que a apresentação deveria ser es-crita em primeira pessoa, já que nossa proposta é, justamente, reunir relatos autobiográficos. Pareceu-nos difícil, portanto, assumir um discurso que não fosse individual, por isso sou eu, Marcia Paraquett, quem lhes escreve.

A motivação

Em outubro de 2013, participei de um evento no Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, realizado com o propósito de celebrar os 50 anos de trabalho acadêmico da conhecida e respeitada latino-americanista Ana Pizarro. Aqueles dias, que coincidiram com a intensa discus-são que estava ocorrendo no Chile sobre os 40 anos do início da ditadura de Pinochet (1973-1990), me levaram a profundas reflexões sobre a minha própria ditadura e os 50 que seriam re-memorados, mais efetivamente em 2014. Ao voltar para casa, trou xe comigo um livro que comprei na minha única tarde li-vre, o desejo de produzir algum projeto que me permitisse falar da ditadura brasileira e a lembrança da fala de Ana Pizarro ao encerrar aquele evento.

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O livro foi Volver a los 17: recuerdos de una generación en dictadura, de Oscar Contardo, publicado pela Editorial Planeta (Santiago/Chile), em 2013, motivação fundamental para a defi-nição de meu atual projeto de pesquisa, cujo produto principal é a organização deste livro. Por essa razão, o escritor chileno nos brindou com o prefácio.

Da fala de Ana Pizarro, recupero seus três “objetos de me-mória”, representações simbólicas de sua difícil experiência vivida na ditadura chilena. Pizarro estava valendo-se da ideia de “lugares de memória” (les lieux de mémoire), proposta pelo historiador francês Pierre Nora (1984), que se inspirou na tra-dição retórica latina, que associava uma ideia a um lugar com a intenção de se fixar a ordem do discurso. Segundo Nora, en-tender um personagem, um lugar ou um fato histórico como lugares de memória é dar-lhes sentido simbólico, ultrapassan-do-se, assim, os limites da realidade histórica.

Os “objetos de memória” da experiência de Ana Pizarro, como mencionado, foram três: uma carta do reitor da Univer-sidade de Concepción (Chile), informando seu desligamento por ser considerada uma “persona peligrosa para la seguridad nacional”; um recorte do jornal El Mercurio, onde se publicava uma lista com os terroristas que não poderiam entrar no país, na qual estavam seus três filhos, de seis, quatro e dois anos de idade; e, finalmente, um livro de capa branca, onde um tenente do Exército deixara seu nome escrito para identificar-se como responsável pela retirada de sua biblioteca particular.

Inspirando-me na querida mestra, quis recobrar os obje-tos de minha/nossa memória, entendidos da forma como ela os materializou. Como se verá, os artigos desta coletânea pos-sibilitarão a identificação de diversos objetos de memória que explicam os relatos dos autores que a constitui. Cada um de nós delimitou seus objetos memória, mas sempre entendidos como referência a algumas pessoas, alguns lugares e alguns episódios

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que explicam nossas opções, ao mesmo tempo em que contam a nossa história e a história da ditadura brasileira vista a partir de nossos olhares, possivelmente, despretensiosos.

A partir dessa motivação, convidei Sávio Siqueira, meu colega do Instituto de Letras da Universidade Federal da Bah-ia (UFBA) e atual coordenador do Programa de Pós-graduação em Língua e Cultura da UFBA, para organizarmos um livro que recuperasse nossas memórias e a de tantas outras pessoas que foram afetadas pela repressão da ditadura brasileira, ainda que não tenham participado diretamente de nenhum movimento, conforme foi o caso de nós dois. Sávio é muito mais jovem do que eu, tendo vivido, portanto, a experiência da ditadura de maneira diferenciada, o que em nada diminui a importância de seu relato, pois o tempo da ditadura foi muito maior do que os 21 anos contados a partir do golpe.

Com isso, quero chamar a atenção para o fato de que nos interessou menos a produção de relatos espetaculares, embora seja importante, mas relatos menores, mais simples, que não mereceram as manchetes dos jornais e nem estão computados na estatística da violência contra os direitos civis, mas que con-firmam a barbárie silenciosa e, para alguns, quase despercebi-da, que provocou a ditadura na formação das gerações poste-riores a 1964.

Dessa forma, nossa expectativa era que os textos repro-duzissem “pequenas” experiências que foram “grandes” para nossa vida pessoal, seja no nosso posicionamento diante da vida como professores, nas opções acadêmicas e profissionais, ou simplesmente nas escolhas que fazemos diante do que le-mos, do que ouvimos ou do que vemos na produção cultural, de dentro ou de fora do Brasil.

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O título escolhido também foi inspirado na obra de Con-tardo,1 pois retoma e parodia a canção brasileira Pra não dizer

que não falei das flores, que ficou mais conhecida por seu pri-meiro verso (Caminhando e cantando) e que, no meu ponto de vista, mais emocionou a minha/nossa geração, do paraibano Geraldo Vandré, substituindo-se o verbo cantar por contar. Afinal, nossa proposta era produzir um livro com histórias individuais que contassem a ditadura através da narrativa de pessoas, a princípio, anônimas, mas tão fortemente marcadas como aquelas que sofreram fisicamente com a repressão.

Por conta das inspirações musicais, e de forma quase didá-tica, Sávio e eu tomamos o cuidado de escolher um trecho de alguma canção significativa daquele contexto que servisse de epígrafe para cada artigo, mas sempre em comum acordo com os autores, que, muitas vezes, também se valeram de canções para explicar seus relatos. É sabido que os duros anos da di-tadura brasileira proporcionaram a produção de muitas can-ções de protesto, não só porque a repressão aguçou e motivou a criação poética, mas, principalmente, porque nosso país esta-va vivendo fortes influências de movimentos musicais latino- americanos que falavam de liberdade, como os que ocorriam em Cuba, no Chile, na Argentina e no Uruguai. Por essas razões, a epígrafe que abre o livro não poderia ser outra, senão uma es-trofe da emblemática canção de Geraldo Vandré, originalmente escrita em 1968 para o Festival Internacional da Canção da-quele fatídico ano.

1 Volver a los diecisiete é de autoria de Violeta Parra (Chile), mas se imortalizou na voz de Mercedes Sosa (Argentina). No Brasil, foi gravada por Mercedes Sosa e Milton Nascimento e circulou por aqui exatamente durante a ditadura. Oscar Contardo se vale da canção de Violeta Parra não só porque é muito emblemática para seu país, mas porque a ditadura de Pinochet durou exatamente 17 anos (1973-1990).

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Como se pode observar, os autores são professores do ensi-no básico ou em universidades, com exceção de uma autora, já que este é o meu/nosso espaço de militância. Mas esse recorte se explica, sobretudo, porque o grande embate com a ditadura se deu nas universidades, conforme estão comprovando os es-tudos que se realizam hoje para evidenciar a perseguição a pro-fessores, alunos e técnicos administrativos durante a repressão. A UFBA, por exemplo, acaba de publicar o relatório realizado pela Comissão Milton Santos de Memória e Verdade, levando-me a convidar os colegas Olival Freire Jr. e Othon Jambeiro, mem bros da referida comissão, para escrever a orelha do li-vro. Nunca perco de vista que, pelo fato de sermos educadores, interferimos na formação de gerações mais jovens, aparente-mente tão distantes da memória da ditadura militar brasileira.

Apesar desse aspecto, que poderia trazer ao livro um ca-ráter mais acadêmico, esperamos por leitores que se interes-sem pelo relato de nossas experiências, valendo-se delas para a compreensão, ainda que parcial, da ditadura brasileira, como um episódio que afetou pessoas comuns de forma irremediável.

Diante da dificuldade de encontrar um critério que desse ordem à apresentação dos capítulos, Sávio e eu optamos pela ordem alfabética do nome dos autores, mas chamaria a aten-ção para algumas diferenças, que me parecem significativas. Há autores, como eu, que já passaram dos 60 anos, tendo vivido a ditadura militar em plena juventude, enquanto outros são mais jovens e nos falam de outras perspectivas. Da mesma forma, há pessoas que vivem em diferentes lugares do Brasil (Salvador, Rio de Janeiro, São Paulo) ou fora daqui (Boston e Paris), mas contando a mesma história, sem importar de onde e de quando falamos. Sendo assim, como em Rayuela (O jogo da amareli-nha), do incrível Cortázar, fica o convite para que o leitor esta-beleça a sua própria ordem de leitura, sem qualquer preocupa-ção com sequência ou desenrolar de fatos.

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Os textos

O texto de abertura é de Antônio Dias Nascimento, dono de uma narrativa vigorosa, que revela sua formação fortemente orientada para questões de ordem social e política. Seu capí-tulo, intitulado “Ditadura militar: repressão e autocensura ou a genealogia da indiferença”, recobra o clima de ameaça e medo que dominou sua geração, levando-a a viver em quaren-tena, “falando de lado e olhando pro chão”, como na canção de Chico Buarque, recobrada pelo autor. Oriundo do interior de Pernambuco, Antônio Dias inaugura sua trajetória com a vida metropolitana quando ingressa na Universidade Federal de Pernambuco (UFPE), em Recife, no ano de 1967. Lá viveria ricas experiências, que nos conta em narrativa emocionada. Mas antes estudou, à noite, em uma escola da Campanha Na-cional de Escolas da Comunidade (CNEC), enquanto, durante o dia, trabalhava em tempo integral nas obras sociais dirigi-das pelo Padre Melo, na Paróquia do Cabo. Conta-nos Anto-nio Dias que seu primeiro impacto com a repressão “aconteceu em menos de três meses depois de ter chegado a Recife, com o golpe militar, na madrugada de 31 de março para o 1º de abril de 1964. Passamos toda a madrugada deitados no assoalho do casarão paroquial, ouvindo as últimas transmissões da Radio Mayrink Veiga, até o momento em que, já alta madrugada, os seus transmissores foram silenciados”.

O segundo texto é de Eliana Bueno-Ribeiro, autora de uma narrativa de mulher, ora do ponto de vista da mãe, ora do ponto de vista da filha. Bonito imaginar seu pai esperando-a à porta da faculdade. A experiência da autora, contada no capítulo in-titulado “Verdes anos bravios de minha terra natal”, recobra sua rica experiência como aluna na Universidade Federal Flu-minense (UFF), no Rio de Janeiro, ocorrida entre 1967 e 1970, anos terríveis da ditadura brasileira. Eliana fala de namorados,

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de professores e de amigos, focando sua narrativa muito poética no contato com o grupo de teatro ao qual pertenceu. Numa via-gem com o grupo, a autora recupera um episódio quase teatral contado com humor e inteligência. Na cidade de Salvador, ficou hospedada num velho sobrado na Ladeira dos Aflitos, mas pre-cisava tranquilizar seus pais que não sabiam de seu paradeiro. Conta-nos Eliana que “decidida a economizar o mais possível, redigi o telegrama, com que pretendia tranquilizar meus pais, com o mínimo de palavras possível: ‘Aflitos n° X’. A lenda fami-liar registrou por muitos anos que meu pai, ao receber o tele-grama, já inquieto por ter recebido a mala sem sua proprietária, gritara por minha mãe, avisando-a de que estávamos em perigo e que pedíamos socorro”. Tempos de medo e de juventude.

O terceiro capítulo está a cargo de Eurídice Figueiredo, cujo título é “Geração 1968”. A autora inicia sua narrativa em tom romanesco, confundindo as fronteiras entre ficção e rea-lidade. Mas foi real: “Eu deixo o Brasil no carro de um contra-bandista paraguaio. Encolho-me no banco de trás, quero me tornar invisível. Medo. Tinha ido até Foz do Iguaçu com um contrabandista de Londrina, que vendia whisky para um tio. Ele devia estar a par de minha situação, não sei se o tio lhe ha-via dado algum dinheiro, eu só o vi no momento de partir”. A entrada no Paraguai foi apenas o início de um longo caminho até chegar à França, onde Eurídice se exilou até poder voltar ao Brasil, talvez mais leve, livre daquele sentimento de medo que a levou para bem longe de sua pequena cidade do interior de São Paulo. Um dos grandes desafios para ela talvez tenha sido furar o bloqueio cultural no seu novo país. Mas, por sorte, seu nome era familiar entre os franceses, graças ao filme Orfeu Negro, que o cineasta Marcel Camus havia rodado no Rio de Janeiro. As histórias de Eurídice estão cheias de vivências de uma geração que se movimentou em muitas partes do mundo. Em 1968, ela estava cursando o quarto ano do curso de Letras

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na Faculdade de Filosofia, Ciências e Letras de Assis, ao mesmo tempo em que participava de movimento estudantil. São expe-riências que merecem ser compartilhadas.

O quarto texto é de Heloisa Maria Galvão, a única autora desta coletânea que não seguiu a carreira de professor(a). Num texto povoado pelas marcas da oralidade, a autora nos conta a ditadura como foi capaz de se lembrar. Daí o título “A ditadu-ra como lembro”. Curioso que justo ela, que foi jornalista nos tempos da ditadura, assuma que sua narrativa não passe de lembrança. Heloisa nos traz histórias vividas nas cidades de Niterói e do Rio de Janeiro, quando ainda era ‘foca’ do jornal O Fluminense. Naquele momento, ela não se dava conta dos perigos que rondavam pelas ruas de nossas cidades: “quando deixo a memória correr solta, percebo que o meu grau de in-genuidade poderia ter sido fatal. Soube-se depois de quantas centenas de pessoas foram vítimas dos porões da ditadura por causa da mesma ingenuidade. Mas, aos 18 anos, o medo não fazia parte da minha existência. Eu crescera com liberdade de expressão e não podia acreditar que de uma hora para outra a regra mudara. A ficha demorou um pouco a cair. A liberdade demoraria 25 anos para ser restabelecida e, mesmo assim, pas-sados 50 anos, as gerações que nasceram na ditadura ainda não conseguiram resgatar a criatividade política e intelectual do fi-nal dos anos 50 e início dos anos 60 no Brasil”.

José Carlos dos Santos Andrade é o autor do quinto capítu-lo. Seu ponto de vista difere dos demais, na medida em que sua narrativa se centra no relato de um espetáculo ocorrido em São Paulo, no ano de 1999, portanto, já fora do período ditatorial, mas que reflete a ditadura que se viveu no Brasil. O capítulo, cujo título é “Lembrar é resistir. O relato de um espetáculo no qual o espaço é o protagonista”, nos fala de um projeto de cria-ção coletiva, do qual participaram autores, atores, diretores e público. Trata-se de uma encenação da peça Lembrar é

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Resis-tir, que se deu nos espaços do Destacamento de Operações de Informações — Centro de Operações de Defesa Interna (DOI-CODI), onde estiveram presas muitas vítimas do golpe militar, inclusive uma das atrizes que participou da encenação. A pro-posta não era “recorrer à representação explícita da violência praticada contra os prisioneiros, [mas] acordar nos especta-dores a consciência de que conhecer a história é a forma mais eficaz de evitar que ela se repita”. Sendo assim, diz-nos ainda o autor, “O que se discutia e o que se apresentava ao público co mo ponto para futuras reflexões era o que havia ocorrido nos subterrâneos dos quartéis e dos presídios”. Segundo a narrativa de José Carlos, apesar da violência praticada pela ditadura, o espetáculo conduzia os espectadores a um estado de rara poe-sia. Felizes, certamente, os que puderam vê-lo.

O sexto texto é de Livia Reis, que o chamou de “E assim chegou a ditadura”. Sua narrativa nos mostra que a ditadura chegou para todo mundo, embora alguns fossem tão jovens, conforme o seu caso. A autora inicia seu texto com uma per-gunta igual a que muitos de nós fizemos: “Por que um acadê-mico, professor, se propõe a contar sua história e expor suas es-colhas através de um texto que pretende resgatar, de diferentes maneiras, a história do Brasil recente?”. Essa resposta, de algu-ma foralgu-ma, foi dada em muitos relatos desta coletânea, confor-me o leitor pode acompanhar. Mas Livia sabe que contá-la foi a maneira de procurar sua resposta para aquele episódio vivi-do “em algum mês depois de março de 1964, quanvivi-do a menina de 10 anos, recém completados, recebe, à porta de sua casa, a visita de dois homens bem vestidos, trajando ternos e óculos escuros, perguntando por seu pai”. Mas a ditadura foi longa e acompanhou o crescimento da menina e de muitos meninos de nosso país. Em 1973, ela já estava na Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ), onde melhor entenderia a memória de sua infância. Com os diretórios acadêmicos fechados, restou a

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fuga pela e para a arte. O relato da experiência de Livia Reis é similar àquela de muitos universitários que fizeram do teatro, da música e da poesia a sua militância. Os ecos vindos da lite-ratura hispano-americana se transformaram em interesses de leitura, sobretudo para os que estavam na área de Letras. Com Livia Reis não foi diferente: “O terremoto mundial se traduziu no campo literário, a partir de inovação da linguagem literária, que surgia quase que simultaneamente em diferentes lugares do subcontinente, concretizado na escrita de jovens escritores como o peruano, Mario Vargas Llosa, o argentino, Julio Cor-tázar, o colombiano, Gabriel García Márquez, e o mexicano, Carlos Fuentes, apenas para citar alguns, que me trouxeram a certeza de minha opção”. Essa aliança com os países hispânicos da America Latina se mantém, por sorte.

O sétimo capítulo é de Luiz Fernando Gualda Pereira. Sua narrativa, “Foi assim. Na certeza do amanhã sobrevivemos à ditadura”, está entremeada de otimismo, resistência, incerteza e um pouco de cansaço. Sabe o autor que sua “geração universi-tária provavelmente sobreviveu a tantas tristezas, decepções e ameaças, sobretudo porque soube fortalecer o que de mais forte há entre os homens — a amizade, que gera laços de confiança, os quais, por sua vez, transformam o frágil indivíduo em múltiplas fontes de resistência”. Esse é o Luiz Fernando Gualda Pereira, que se revela em seu texto como pai, marido, professor e amigo. Foi o último presidente do diretório acadêmico da UFF antes que o sistema ditatorial fechasse suas portas. Mas Luiz Fernan-do optou pelo trabalho na educação básica, tornanFernan-do-se, ao longo de sua vida profissional, um militante em prol da causa da escola pública. Trabalhou em diferentes escolas, criando, in-clusive, uma escola brasileira no Iraque em pleno conflito béli-co. Porém, de todas as ricas experiências que narra, percebe-se sua emoção mais marcada quando recupera os tempos vividos no Colégio Estadual Paulo Assis Ribeiro (CEPAR), ao que chama,

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carinhosamente, de Polivalente, e que está localizado no bairro onde vive até os dias de hoje, em Niterói. Sobre aquela institui-ção de ensino, o Professor Fernando, como sempre é chamado, encontrou “o espaço de trabalho, já arduamente construído por seus professores, [que] renovou em mim a certeza de que a seriedade dos profissionais pode determinar os rumos positivos de uma escola, mesmo com a inevitável presença de alguns que insistem em boicotar iniciativas, esquecendo-se de que a vida é combate que os fracos abate”, como está na Canção do Ta-moio, do poeta Gonçalves Dias.

Sou eu, Marcia Paraquett, quem assina o oitavo texto, cujo título é “O dia da mentira. A ditadura na minha opção profis-sional”. Minhas experiências com a ditadura acontecem quan-do ingresso no ensino médio, mas persistem por minha forma-ção universitária e início de minha carreira docente. Portanto, minhas histórias explicam, de certa forma, a surpresa de uma geração que gostaria de ter vivido os sonhos e as fantasias das meninas que me antecederam. Mas esse direito não me foi dado, pois em vez de brincar de princesa, precisei entender questões que estavam acima de minha capacidade e de minha vontade. O texto de minha autoria, portanto, reflete a proposta desta coletânea, pois nele vou tecendo minha trajetória. Falo com convicção da forte influência que tive através do conví-vio com os professores do Liceu Nilo Peçanha, em Niterói, da minha escolha pela língua espanhola na formação profissional e dos temas selecionados na minha formação acadêmica. Essa trajetória, goste eu ou não, confirma que sou fruto da ditadu-ra. Mas os ditadores não poderiam entender que, no meu caso, o tiro sairia pela culatra. A repressão imposta se transformou em movimento e em militância, materializada na prática pro-fissional. A minha narrativa revela experiências comuns, mas muito marcantes para mim. No meu texto, contei um episódio vivido com um colega assassinado pela ditadura, que me

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defen-deu diante da acusação do pai de um aluno que via nas minhas atitudes uma perseguição a seu filho: “Essa perseguição, na cabeça daquele pai, não passava de minha incompetência para lidar com alunos minados e inquietos, que buscavam na escola o espaço da liberdade que, certamente, não tinham em casa. Ja-ques cobrou da diretora uma atitude precisa, intensa e inequí-voca, que mostrasse àquela família, que a escola tinha autono-mia e que a rigidez que se via na minha atuação era a mostra do compromisso coletivo de todos os professores daquela escola. Ele virou meu ídolo e chorei quando morreu. E, de novo, senti muito medo”.

Já o nono texto é de Raimundo Matos de Leão, intitulado “Luz e Sombra. Experiência em tempo difícil”. O autor é tam-bém oriundo da área de Teatro, e seu capítulo nos fala da luz que precisávamos e da sombra imposta pelo sistema ditatorial. A narrativa está entremeada de muitas vozes, trazidas da filoso-fia e do cancioneiro brasileiro, tema bastante recorrente neste e nos outros escritos da coletânea: “Podem me prender / Po-dem me bater / PoPo-dem, até deixar-me sem comer / Que eu não mudo de opinião.” Raimundo, portanto, buscou sua militân-cia no teatro, fosse assistindo ou dele participando. Ao teatro, colou a sala de aula, juntando esses dois espaços naturalmente próprios à resistência: “Assim, o palco e a sala de aula confi-guravam-se como espaços de atuação. Sem planejamento cons-ciente, mas intuitivo, as possibilidades apareciam não como idealização, mas de forma concreta. Ainda que a timidez fosse um traço personativo, a absorção do transgressivo infiltrava-se no infiltrava-sentido de rejeitar o que impossibilitasinfiltrava-se a concretização do que queria”. Desta forma, complementa o autor, “Diante da vida social e cultural, e de suas contradições, o universitário que eu era, procurava acertar. E como faz o colecionador e o tra-peiro, antípodas da modernidade, eu ordenava as lembranças e recolhia o inútil para organizar o meu movimento, o meu

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car-naval, desejando-os integrados aos movimentos e carnavais dos outros”.

O último capítulo é de Sávio Siqueira, com o título “Entre alheamento e alienação: 50 anos atrás.” O autor vai se valer de dois elementos naturais para, a partir deles, contar a sua histó-ria. Sávio nasceu “no meio do nada, distante de tudo, em terras praticamente invisíveis do interior do interior da Bahia, pou-quíssimo tempo antes do golpe, no mês e ano em que o presi-dente americano John Fitzgerald Kennedy foi assassinado, no-vembro de 1963”. Em suas palavras, é “filho do alheamento e, consequentemente, da alienação”. Esse é o tom que marca sua narrativa, através da qual temos a oportunidade de conhecer a força do silêncio imposto pelos anos da ditadura. Sávio não tem histórias de resistência vividas na escola e nem na universidade, como os demais autores dessa coletânea, o que nos leva a pensar que sua virada é espetacular. Enquanto o mundo se revolvia em inquietações (passeatas em Paris, Guerra do Vietnã, assassinato de Robert Kennedy, Atos Institucionais, etc.), Sávio era um me-nino confinado no interior do país, guardado para ser um bom menino. Cresceu ouvindo músicas da Jovem Guarda, através do rádio de sua casa. O advento da TV em preto e branco o pegou na adolescência, mas não trouxe mudanças que o ajudassem a ver o que acontecia para além daquela estrada que separava sua cidade interiorana da capital da Bahia. Aos 7 anos de idade, pu-lou e festejou o tricampeonato da seleção brasileira: “noventa milhões em ação / pra frente Brasil do meu coração / todos juntos vamos / pra frente Brasil salve a seleção”. Embora tão pequeno, Sávio nos recorda o episódio “dos 25 fuscas que foram ofertados a cada jogador e comissão técnica por um tal de Pau-lo Salim Maluf, prefeito de São PauPau-lo à época, e que viera mais tarde se notabilizar como uma das figuras mais execráveis da não menos execrável política brasileira contemporânea”. Sávio e sua história, na realidade, representam os muitos jovens que

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foram fortemente influenciados pelas músicas ultranacionalis-tas e as cantadas em inglês que afetaram a formação de mui-tos deles. Por sorte, ele estava atento à produção da boa música brasileira que falava da resistência. De certa forma, Sávio foi salvo pela música. Carregado de emoção, o autor nos diz: “De-morei, mas, claro, com o tempo, entendi. Já mais familiarizado com essas temáticas, ao ouvir a mais que direta Para não dizer que falei das flores, de Geraldo Vandré, uma canção compos-ta no emblemático ano de 1968, tomei aquela porrada e com-preendi que este não era o país que eu me acostumara a ver nos livros, na escola e na minha própria cidade, onde, como já dis-se, se levava uma vida de inconteste tranquilidade e de uma paz irritante. Para mim, nunca houve praças, soldados armados, braços dados, ruas, campos e construções. Como muitos dos brasileiros dos confins do Brasil, eu ‘nunca fui embora’ porque simplesmente vivia totalmente alheio ao que estava acontecen-do no Brasil. Como poderia eu ‘fazer a hora’ se a minha cidada-nia, pelo menos nos seus anos iniciais, foi solenemente forjada por um estado de completa alienação?”

Estimado(a) leitor(a), foi por causa de cidadãos como Sávio, e muitos outros de sua idade ou mais jovens que ele, que escre-vemos este livro para você. Boa leitura.

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DITADURA MILITAR

repressão e autocensura ou

a genealogia da indiferença

Antônio Dias Nascimento

Hoje você é quem manda Falou, tá falado Não tem discussão A minha gente hoje anda Falando de lado E olhando pro chão, viu Você que inventou esse estado

E inventou de inventar Toda a escuridão Você que inventou o pecado Esqueceu-se de inventar O perdão (BUARQUE , 1978)

O autor é professor de Bases Filosóficas da Contemporaneidade e Teoria da Comunicação na Universidade do Estado da Bahia (UNEB) desde 1999, mas pertenceu aos quadros da Universidade Federal da Bahia (UFBA) de 1979 até 2002. Tem bacharelado em Filosofia pela Universidade Federal de Pernambuco (UFPE/1970), bacharelado em Comunicação Social pela Universidade de Brasí-lia (UnB) e UFBA (1978), mestrado em Sociologia (UFBA/1984), doutorado em Sociologia pela Universidade de Liverpool (1993) e pós-doutorado em Educação Musical pela Universidade Federal do Rio Grande do Sul (UFRGS/2009). Par-ticipou da organização de seis livros, coordenou a edição do nº 34 da Revis-ta Educação e Contemporaneidade. Atua no Programa de Pós-Graduação em Educação e Contemporaneidade do Departamento de Educação do Campus 1 (DEDC) da UNEB, orientando dissertações e teses na linha de pesquisa Educa-ção, Gestão e Desenvolvimento Local e Sustentável.

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Introduzindo o cenário

Muito tempo ainda haverá de passar para que o povo brasileiro e mesmo as modernas democracias do mundo que lhe são con-temporâneas, de modo especial as da América Latina, como nos casos do Uruguai, Argentina, Chile e Bolívia, possam ter des-veladas todas as dimensões do terror que se propaga, tanto na vida política, como no cotidiano dos cidadãos, em decorrência de assaltos ao poder, por frações sociais minoritárias e intole-rantes com a participação cidadã nos seus respectivos Estados nacionais. Tudo se passa nessas ex-colônias como se houvesse ainda latente um certo revanchismo monárquico no sentido de recuperar a ideia de que a lei deve coincidir com a vontade de um poder central.

Estribados em concepções autoritárias do campo da polí-tica, os assaltantes ao poder democrático tentam, a todo cus-to, estabelecer uma ordem excludente que alija da vida política nacional toda e qualquer expressão de autonomia, tanto dos cidadãos, como de suas organizações sociais, reprimindo seve-ramente tudo o que lhe parece ameaçador. Extingue-se a ideia de participação social e passam a prevalecer, como modo de convivência dos cidadãos entre si e deles com as estruturas de gestão da sociedade, as estratégias de controle político e ideo-lógico e de segurança nacional.

Daí em diante, uma vez consumada a tomada do poder, todas as atenções e investimentos do poder público voltam-se

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para a defesa e incremento das elites que compõem o bloco do-minante. Todos os anseios dos setores populares e dos oprimi-dos passam a ser trataoprimi-dos como casos de polícia. Não são enca-minhadas medidas de soluções definitivas que possam permitir a superação das desigualdades sociais e muito menos mecanis-mos institucionais que impliquem em rompimento das estru-turas que asseguram a opressão que se abate sobre as grandes massas. A manutenção do estado de carência generalizada da maioria da população permite que ocorram, até certa altura, altos índices de acumulação, ou seja, o país poderá tornar-se rico graças à manutenção de uma população em estado perma-nente de pobreza, aliado a uma dependência crescente de in-vestimentos externos.

Consequentemente, quanto mais duradouro for o período ditatorial, mais profundas serão as marcas deixadas na alma nacional. Todos se tornam vítimas e, simultaneamente, agentes do medo. Assim, as pessoas não precisam necessariamente pas-sar pelos porões dos cárceres, sofrer torturas físicas e receber ameaças de morte para se alinharem à ordem ditatorial, basta apenas que ouçam os relatos sobre os casos que acontecem à sua volta para se precaverem, ainda que essa precaução lhes resulte em dano moral através da concordância silenciosa. As prisões, as torturas e os assassinatos constituem-se, portanto, na face mais visível do terror e, comumente, somente eles compare-cem nas páginas da história. Os atos de autopunição, realizados pelos cidadãos comuns, dificilmente serão tornados públicos e permanecem apenas latentes nos porões da memória dos in-divíduos. Mas são eles que asseguram a perpetuação do medo, que termina por produzir a indiferença aos outros, até que no-vas mobilizações ocorram, a democracia seja reconquistada e as bandeiras pelos ideais de justiça sejam novamente içadas.

No caso brasileiro, paralelamente à interdição dos proces-sos de ampliação da cidadania, através da contenção e mesmo

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desmantelamento dos movimentos sociais, sobretudo aqueles constituídos a partir das parcelas mais oprimidas da popula-ção, como no caso das Ligas Camponesas, foi emergindo uma geração indiferente à vida política nacional e profundamente voltada para os seus próprios interesses. Assim, a preocupação com um mundo mais justo, a solidariedade com os mais po-bres, com os excluídos e marginalizados quase que se tornaram coisas do passado, de modo especial no meio das juventudes universitária e estudantil que, em outros tempos, situaram-se entre os setores de vanguarda que mais se destacavam na luta por transformações sociais. São os jovens de hoje e a população da faixa etária abaixo dos 50 anos, portanto, as vítimas tardias do terror que se abateu sobre o Brasil nas décadas de 1960, 1970 e ainda na de 1980, na medida em que se tornaram indiferentes e desmobilizados em relação aos problemas básicos do país.

De fato, considerando-se a grandeza da população brasi-leira, ainda são poucos os cidadãos que se mobilizam em defesa de causas justas, como se evidencia através do estranhamento que se estabelece entre os cidadãos e os que deveriam repre-sentá-los no exercício do poder público. Isso nos faz supor que, junto com a indiferença produzida pelo terror, ainda sobraram também estruturas em nossa ordem institucional capazes de assegurar privilégios das oligarquias e a facilidade de acesso de agentes da corrupção às instâncias legítimas do poder. Embora tenhamos celebrado a conquista de uma nova Constituição, não podemos esquecer que ela foi concebida sob o comando dos que mais se beneficiaram do poderio civil-militar que ainda esta-mos por desmontar. Precisaesta-mos aprofundar o nosso processo de democratização, quem sabe através da instauração de uma Assembleia Nacional Constituinte, sem a participação de ne-nhum dos atuais parlamentares.

Retomando as considerações sobre a desmobilização, deve-mos lembrar que as lideranças estudantis até que tentaram

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reto-mar a participação nas lutas sociais, através da luta pela anistia dos cassados, presos políticos e exilados, pelas diretas já, con-tudo, não contaram tanto com as suas bases como outrora. Essa indiferença foi-se aprofundando drasticamente desde as cente-nas de prisões de estudantes, oriundos de todos os recantos do Brasil, efetuadas durante o XXX Congresso da União Nacional dos Estudantes (UNE), em Ibiúna (SP), em 12 de outubro de 1968, precisamente, dois meses antes do endurecimento do regime com a edição do Ato Institucional (AI) n° 5, baixado em 13 de dezembro de 1968, por acaso ou não, uma sexta-feira. A seguir, ainda no início de 1969, 26 de fevereiro, sob a mesma fúria de caça às bruxas, editou-se o Decreto-Lei 477, também chamado o AI 5 das universidades. Com base nesse decreto, foram cassa-dos estudantes, professores e técnicos de universidades públicas acusados de atividades subversivas. O decreto n° 477 somente foi revogado 10 anos depois, com a Lei nº 6.680, de 1979, também chamada Lei da Anistia.

O 477, como era popularmente conhecido nos meus tempos de universitário, passou a ser como uma densa e ameaçadora sombra que pairava sobre todos nós, estudantes, professores e técnicos das universidades. Cada um de nós passou a temer por tudo que dizia em voz alta em qualquer ambiente públi-co. Várias pessoas passaram a selecionar até mesmo as pessoas com as quais se relacionar e, mesmo assim, nada de anotações em agendas de endereços, diários, correspondências confiden-ciais, que, aliás, caíram de moda, pois tudo isso poderia servir de libelo contra você caso viessem a cair nas mãos dos “tiras” — como eram chamados os agentes secretos do regime. Assim se estabeleceu um clima generalizado de medo, onde todos eram mutuamente suspeitos. Um ícone fiel dessa situação foi cons-truído por uma parceria entre Chico Buarque e Francis Hime, que resultou na canção Meu Caro Amigo:

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Meu caro amigo me perdoe, por favor Se eu não lhe faço uma visita Mas como agora apareceu um portador Mando notícias nessa fita Aqui na terra tão jogando futebol Tem muito samba, muito choro e rock’n’roll Uns dias chove, noutros dias bate o sol Mas o que eu quero é lhe dizer que a coisa aqui tá preta

Muita mutreta pra levar a situação Que a gente vai levando de teimoso e de pirraça E a gente vai tomando que também sem a cachaça Ninguém segura esse rojão

(BUARQUE, 1976)

Daí em diante, cada um de nós era informado, com rela-tiva frequência, que na sua faculdade alguém havia sido preso ou desaparecido e que talvez a próxima vítima poderia ser você próprio. Ter o seu nome e o seu endereço na agenda de alguém que “caíra”, como se dizia a respeito de alguém que tivesse sido preso, era, de fato, algo muito perigoso, pois isso poderia levar você a ser acompanhado de perto pelos agentes de segurança do regime e, eventualmente, até mesmo ser convocado a prestar declarações ou sofrer reveses mais pesados.

Assim, diante das notícias recebidas, todos nós nos vía-mos, ouvíamos e, premonitoriamente, já nos imaginávamos na própria câmara de tortura da qual costumeiramente ouvíamos falar. Todas essas pavorosas sensações eram constantemente retroalimentadas pelas notícias de que professores renomados pela sua visão crítica de país e de mundo, cujos escritos eram de leitura obrigatória por todos os que almejavam um país autôno-mo e independente, foram sumariamente cassados, compulso-riamente aposentados, presos ou submetidos a inquéritos poli-ciais militares, os populares IPMs, de triste memória, e muitos outros exilados.

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Do mesmo modo, púnhamo-nos todos de quarentena, na contundente expressão de Chico Buarque, quando sabíamos das prisões arbitrárias e dos suplícios aos quais eram subme-tidos nossos colegas presos. As vítimas não tinham para quem apelar, todas as garantias cidadãs, conquistadas através de lutas heroicas ao longo da história, foram suprimidas. Familiares e amigos pouco podiam fazer pelos presos. Era comum, no en-tanto, ouvir-se a ponderação: “mas quem mandou ele ou ela envolver-se com essas coisas?” Desse modo, nos acostumamos com a ideia de que a culpa era da vítima, e não do regime que suprimiu a democracia do país.

Para mim, portanto, dentre as mais diversas expressões do terror instalado no país, duas delas me pareceram mais impres-sionantes e de profundas consequências sociais e políticas: a instalação da autocensura e a delação “voluntária”, aquela que não foi conseguida na tortura, mas por oportunismo, carreiris-mo e mescarreiris-mo bajulação. Essas duas atitudes não foram resultan-tes de decretos, mas foram assumidas socialmente como se o tivessem sido, como estratégia de sobrevivência. Ninguém dis-se que era para dis-ser assim, mas todos entendiam que o era. Por fim, uma vez que não houve a institucionalização formal delas, autocensura e a delação, também não houve a sua revogação. Restou, portanto, a cargo de cada sujeito, a elaboração interior da superação ou da assimilação permanente delas.

Do silenciamento à indiferença

Antes de chegarmos à análise do período mais cruento do re-gime que prevaleceu no Brasil entre março de 1964 e 1988, é preciso lembrar que ele resultou de uma poderosa aliança que extrapolava os limites das fronteiras nacionais. Os sujeitos mais visíveis dessa aliança foram os investidores americanos no Bra-sil, que se viam ameaçados pela onda de expropriações

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deter-minadas pela pressão de setores nacionalistas nos últimos anos que antecederam à ditadura. Esses investidores contavam com o apoio irrestrito do governo dos Estados Unidos, que chegou a criar vários programas de intervenção e acompanhamento da situação política brasileira, como a Aliança para o Progresso, que se desdobrava em várias ações. Entre elas, estavam a distri-buição gratuita de alimentos, medicamentos e vestimentas às nossas populações mais carentes, sobretudo do Nordeste, com o nome de Alimentos para a Paz; apoio e estímulo a centros de estudos americanos especializados em produzir conhecimen-to sobre o Brasil para uso estratégico da Central de Inteligência Americana (CIA), programa de cooperação militar que previa inclusive o deslocamento de contingentes militares para o Bra-sil em caso de eclosão de uma nova revolução de caráter socia-lista. (SKIDMORE, 1982; 1988)

De triste memória, deve ainda ser lembrado, devido à sua extensão em todo território nacional, a presença do Instituto Brasileiro de Ação Democrática (IBAD), que foi alvo de uma ampla investigação por parte do Congresso Nacional e, uma vez constatada a sua intromissão junto a vários setores da vida nacional, foi fechado nacionalmente por decreto do presidente João Goulart. Nos anos que se seguiram a 1964, essa relação es-tratégica dos Estados Unidos com o Brasil se aprofundou, como o evidenciam os acordos bilaterais em relação às nossas uni-versidades, que se tornaram conhecidos depois como o acordo Ministério da Educação−United States Agency for International Development (MEC-Usaid), presença ostensiva dos Voluntá-rios da Paz — Peace Corps, que se espalharam em larga escala pelo interior do Nordeste, além de outras ações ditas “humani-tárias”. (PAGE, 1972)

Do lado brasileiro, por sua vez, integravam e davam des-dobramento às ações da aliança dentro do país setores conser-vadores da política nacional ligados, sobretudo, às oligarquias

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rurais, a exemplo de Magalhães Pinto, Bilac Pinto, Carlos Lacer-da e outros. Integrando também as hostes civis, estavam inte-lectuais conservadores, principalmente no campo da economia e da ciência política, tais como, entre muitos outros, Roberto Campos e Vamireh Chacon. No entanto, a parte mais efetiva no sentido de implementar o projeto de implosão da democracia nascente com a participação dos movimentos sociais, intelec-tuais alinhados ao pensamento crítico, estudantes, operários e trabalhadores de várias outras categorias (IANNI, 1975) foram os militares, que, através de suas ações de violência, tornaram-se mais visíveis na cena política brasileira, ao ponto de, muitas vezes, deixar na sombra da memória nacional a presença dos dois outros setores: os civis conservadores e os interesses norte -americanos — embora a ditadura dos anos 60 a 80 tenha sido ao mesmo tempo militar e civil.

Com a vigência do AI 5 e do 477, além das prisões e sumi-ços que já vinham ocorrendo desde que se instalou o governo militar, professores e intelectuais dentre os mais brilhantes da época foram postos para fora do convívio universitário. Toda-via, muitos deles foram acolhidos por universidades estrangei-ras, outros constituíram centros de estudos importantes, como foi o caso do Centro Brasileiro Análise Planejamento (CEBRAP), criado em 1969 e do qual fizeram parte, inicialmente, pesqui-sadores e estudiosos, como Boris Fausto, Cândido Procópio Ferreira de Camargo, Carlos Estevam Martins, Elza Berquó, Fernando Henrique Cardoso, Francisco Weffort, Francisco de Oliveira, José Arthur Giannotti, José Reginaldo Prandi, Juarez Brandão Lopes, Leôncio Martins Rodrigues, Luciano Martins, Octavio Ianni, Paul Singer e Roberto Schwarz.

Nesse período também surgiram várias revistas, tabloi-des — também chamados de “imprensa nanica” — e editoras que buscaram levantar a alma nacional e manter acesa, ainda que tenuamente, a esperança, pois, como disse mais uma vez o

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poeta Chico Buarque, “apesar de você, amanhã há de ser outro dia”. A esse respeito, inicialmente, merece destaque a edição semanal do jornal Opinião, pela sua maior visibilidade no seio da juventude e dos setores ligados ao pensamento crítico. Ain-da no início Ain-da retomaAin-da Ain-da resistência, merecem também des-taque a Revista Argumento, o empreendimento editorial das editoras Paz e Terra, Civilização Brasileira, Brasiliense, Vozes e Zahar, sob liderança de Fernando Gasparian, Ênio da Silveira, Moacir Félix, que se nutriam da produção intelectual dos ex-poentes já mencionados acima, além de Celso Furtado, Flores-tan Fernandes, Antônio Callado, Octávio Ianni, Francisco de Oliveira, Carlos Nelson Coutinho, Caio Pardo Júnior, Werneck Sodré, Josué de Castro, Oscar Niemeyer e muitos outros, cujo elenco está a merecer um tratamento tanto memorialístico como analítico-interpretativo, pois eles, de fato, começaram a nos ajudar a conhecer o Brasil, rompendo com os paradigmas etnocêntricos. Se a memória não me falha, embora a censura política estivesse sempre fortemente ativa contra os espetácu-los, filmes e jornais desde o início da ditadura, em relação aos livros ela somente vai tornar-se mais ativa depois que a Junta Militar assumiu o governo, entre 1969 e 1971, recrudescendo ainda mais o regime, dando sequência ao que se costumou cha-mar de governo da Linha Dura, expressando, dessa forma, as contradições entre os próprios militares e seus aliados.

Outro aspecto a ser lembrado em relação à mutilação da vida acadêmica do país foi a implantação da disciplina Estudo dos Problemas Brasileiros, obrigatória para todos os cursos. Incial-mente era ministrada pelo rádio, pela televisão e pelos jornais nos finais de semana e, mais tarde, vencidas as resistências dos professores e estudantes no âmbito das universidades, passou a ser lecionada nas próprias salas de aula por professores e inte-lectuais que gozavam da confiança do regime. Ninguém se gra-duava sem a comprovação de aproveitamento nessa disciplina.

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Na verdade, ela foi pensada com o propósito de substituir nos corações e mentes da juventude o conteúdo crítico transmitido pelos intelectuais cassados e punidos pelo Decreto-Lei n° 477.

Outra maneira de oferecer formação alternativa ou com-plementar àquela prestada pelas universidades públicas foi o Projeto Rondon, que consistia em promover estágios de férias para estudantes universitários supervisionados por agentes do regime em áreas críticas do país, marcadas pela pobreza, pelo isolamento geográfico e pelas precárias condições de vida da população. Esse silenciamento produzido nas hostes universi-tárias e letradas do país estendeu-se profundamente também à população, em geral através do reforço ostensivo por parte do governo às telecomunicações. Definitivamente, o país entrara na era dos satélites. Sob o comando do Conselho de Segurança Nacional, do Ministério das Comunicações e da Assessoria Es-pecial de Relações Públicas, criada em 1968 e particularmente destinada a produzir a propaganda da imagem da ditadura jun-to à opinião pública, monjun-tou-se um poderoso arsenal de pro-dução midiática e de contrainformação a serviço do regime.

Nesse sentido, foi desenvolvido um volume bastante expres-sivo de ações que iam desde a produção ideológica dos sentidos a serem disseminados através da propaganda em todos os meios de comunicação, inclusive no cinema, passando pela liberação de generosas contas publicitárias para os jornais, revistas e ca-deias de rádio e televisão adeptos do Regime e de maior alcance social, até o forte estímulo, em termos de concessões, inclusive financeiras, a cadeias de rádio e televisão, como foi o caso so-bejamente conhecido da Rede Globo. No entanto, aos Festivais de Música Popular da TV Record, com o suporte desse arsenal político-ideológico, foram opostos outros eventos e programas que conseguiram, aos poucos, dividir a atenção dos jovens.

Dentre as diversas perspectivas que se abriram para a juven-tude, destacaram-se duas, como a liderada pela Jovem Guarda,

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cuja produção musical era mais descolada da realidade social e mais voltada para os novos costumes da época, inclusive com melodias e letras sentimentais; e a outra permaneceu nos festi-vais — a chamada esquerda festiva — e em outros eventos cul-turais, como os promovidos pelo Teatro de Arena, os debates do Teatro João Caetano e mesmo montagens das tragédias gre-gas por grandes expoentes das artes cênicas. Ainda à esquerda, uma perspectiva assumida por um seleto grupo de militantes foi a da luta armada, motivada pelos ventos revolucionários que ainda sopravam sobre a América Latina.

Todavia, tanto uns quanto outros, à direita e à esquerda, deram início a uma verdadeira revolução nos costumes, como bem registrou Zuenir Ventura em seu livro 1968: O ano que não terminou. Assim se expressa o autor:

Foi o ano em que experimentamos todos os li-mites — lembra-se Cesinha — em que as moças começaram a tomar pílula, que sentamos na Rio Branco, que fomos para as portas das fábricas, que redefinimos os padrões de comportamento. Parte dessa geração queria trazer a política para o comportamento, e parte queria levar o compor-tamento para a política. (VENTURA, 1988, p. 31) Para consumar o silenciamento imposto ao país, imprimiu-se uma ferrenha censura aos jornais, não apenas aos da impren-sa alternativa, mas inclusive aos jornais tradicionais. Alguns tabloides da imprensa nanica somente podiam ser impressos depois de terem passado pela censura da Polícia Federal, em Brasília, como foi o caso do Jornal Movimento. Os demais cor-riam o risco de serem apreendidos já nas bancas ou arrancados das mãos dos adeptos que se encarregavam da distribuição jun-to aos leijun-tores. O caso do jornal O Estado de São Paulo foi em-blemático, pois os censores foram colocados dentro da própria

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redação desde que a direção do jornal recusou-se a retirar da edição do 13 de dezembro de 1968 — o dia em que foi baixado o Ato Institucional n° 5 — o editorial intitulado “Instituições em Frangalhos” e a coluna “Notas e Informações”. Para que as pá-ginas não saíssem estampando o claro das matérias censuradas, o jornal passou a publicar nesses vagos, ao longo de sete anos, trechos de Os Lusíadas. A censura ao jornal somente foi sus-pensa em 1975 por ocasião da celebração do seu centenário.

Do mesmo modo, sofreu censura prévia o jornal O São Pau-lo, órgão da Arquidiocese de São Paulo entre os anos de 1971 a 1978, por haver denunciado torturas e prisões. Segundo depoi-mento de Dom Angélico à Comissão da Verdade, foram obri-gados a enviar semanalmente todos os textos, fotos e vinhetas. Também não podiam deixar em branco os espaços deixados va-gos pelos censores, os quais eram preenchidos com anúncios “Leia e divulgue O São Paulo”. Também chegaram a circular duas edições falsas de O São Paulo, uma delas com uma foto de Dom Paulo Evaristo Arns, na capa, pedindo perdão por haver denunciado prisões e torturas. Já no final da ditadura, também foi criado o jornal Grita Povo, entre 1978 e 1981, na comunidade de São Miguel Paulista.

O fato motivador dessa reflexão

Nunca fui personagem importante nos meios estudantis, mes-mo porque, vindo do interior, nunca cheguei a assumir o status de cidadão metropolitano. Fiz toda a minha formação anterior à universidade no interior e em intenso contato com o meio ru-ral. Minha experiência com a vida metropolitana foi inaugurada com o acesso à Universidade Federal de Pernambuco (UFPE) em janeiro de 1967, por ocasião do primeiro vestibular classificató-rio. Essa modalidade de vestibular pôs fim à tradicional ques-tão dos “excedentes” — assim eram chamados os estudantes

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que ano a ano conseguiam ser aprovados nos vestibulares, mas não podiam ser admitidos porque não havia vagas suficientes. Daí por diante, o problema da aprovação ou não foi devolvido à sociedade, pois os candidatos deveriam esforçar-se por obter boas classificações, pois, em princípios, todos estariam aprova-dos, mas somente seriam admitidos os que obtivessem as me-lhores classificações, até o número de vagas determinados para cada curso. Semanticamente, mudou-se a situação de “repro-vado, ou excedente”, para “não classificado”.

A condição de pequenos agricultores de meus pais, acrescida ao fato de termos migrado recentemente, em 1959, de Boquim, no Estado de Sergipe, para Itapetinga, no Sudeste da Bahia, na época uma ainda nova fronteira agrícola, tornou-se demasia-damente fragilizada, ao ponto deles não terem condições de custear os meus estudos, pois na cidade somente havia colégio privado. Para aquela região também já havia migrado grande parte da minha família e legiões de sergipanos, para o trabalho na lavoura cacaueira. Seria o nosso Eldorado, na expectativa de meu pai. Mas continuamos nesse estado de penúria por quase 10 anos mais. Desse modo, quando conclui o curso ginasial em 1963, continuávamos sem condições econômico-financeiras de providenciar meu deslocamento para Salvador, centro urbano mais desenvolvido e mais próximo na época. Assim, não pude acompanhar a maior parte dos meus colegas de turma após a conclusão do curso. Convivi, nessa fase da adolescência, sob o pesadelo de ver frustrados os meus sonhos de chegar à universi-dade e seguir uma carreira acadêmica.

Diante disso, para dar continuidade aos meus estudos, tive de migrar mais uma vez e, nesse caso, já sem a família. Ainda em 1962, graças à mediação de meu cunhado Getro Guimarães, praticamente um dos fundadores da cidade, conheci o Padre Melo do Cabo, que foi a Itapetinga visitar os pais dele, também migrantes sergipanos e moradores da cidade, após a realização

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do I Congresso de Trabalhadores Rurais do Norte Nordeste do Brasil, do qual teria sido Presidente de Honra, na cidade de Ita-buna. Vale lembrar que foi nesse evento que os trabalhadores rurais, com o apoio de frações progressistas da Igreja Católica, conseguiram “arrancar” do Governo João Goulart as primeiras 22 cartas sindicais dos Sindicatos de Trabalhadores Rurais, no dia 13 de maio de 1962, mesmo sem ter sido ainda aprovado o Estatuto do Trabalhador Rural, o que veio a ocorrer somente em março de 1963.

Meu cunhado, também migrante para a região, egresso da Paraíba, tornara-se amigo do jovem padre, recém-ordenado, desde os tempos de juventude, quando juntos promoviam es-petáculos teatrais na região em prol da construção do primeiro templo católico da cidade. Conhecedor das dificuldades econô-mico-financeiras de minha família e da minha vontade de con-tinuar meus estudos, meu cunhado resolveu apresentar-me ao padre com o propósito de estudarmos a possiblidade de conse-guir um trabalho em Recife, em cuja arquidiocese estava basea-do o padre, de tal mobasea-do que eu pudesse adquirir o necessário para dar continuidade aos meus estudos, até então, em minha ansiedade de adolescente, um sonho quase impossível.

O encontro foi promissor, mas eu deveria concluir o ginásio ainda na casa de meus pais. Enquanto isso, em mais um ano, ele já estaria melhor instalado no Recife e certamente teria melho-res condições para me receber, e assim aconteceu. Como não havia linha de ônibus entre as duas cidades, viajei durante três dias, fazendo baldeações, de Itapetinga até Recife, onde che-guei no dia 11 de janeiro de 1964. Na época, eu nem entendia bem o que significava aquele movimento de criar sindicatos e estender direitos trabalhistas aos trabalhadores rurais. Embo-ra, ainda criança, em companhia de meu pai, já tivesse partici-pado, em Sergipe, de uma reunião de lavradores com o então Bispo de Aracaju, Dom José Vicente Távora, para implantar em

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nosso Município o Movimento de Escolas Radiofônicas — Mo-vimento de Educação de Base (MEB), o qual, somente depois de 1964, tomei consciência da sua importância para o processo de emancipação dos trabalhadores do campo.

Passaram-se mais três anos até que eu pudesse chegar à universidade. Estudei à noite em uma escola da Campanha Na-cional de Escolas da Comunidade (CNEC) e trabalhava em tem-po integral durante o dia ligado às obras sociais dirigidas pelo Padre Melo na Paróquia do Cabo. Mais tarde, depois que fiz ves-tibular, passei a trabalhar, em tempo parcial, em Recife, para o Departamento Nacional de Mão de Obra Ministério do Traba-lho. No entanto, durante todo esse período, desde o colégio e todo o tempo de faculdade, morei na cidade do Cabo de Santo Agostinho, situada na região metropolitana, distante de Recife a apenas 30 km.

Foram vários os momentos, na minha vida estudantil e aca-dêmica, em que me deparei com a repressão militar. O primei-ro grande impacto aconteceu em menos de três meses depois de ter chegado a Recife, com o golpe militar, na madrugada de 31 de março para o 1º de abril de 1964. Passamos toda a ma-drugada deitados no assoalho do casarão paroquial ouvindo as últimas transmissões da Radio Mayrink Veiga até o momento em que, já alta madrugada, os seus transmissores foram silen-ciados. Daí em diante, sintonizamos a “cadeia verde e amarela de libertação nacional”, formada pelas emissoras que já haviam aderido ao golpe, e passaram a anunciar a vacância da Presi-dência da República e a posse de Ranieri Mazzilli, então pre-sidente do Congresso Nacional, e o cercamento do Palácio das Princesas em Recife, onde estava o governador Miguel Arraes, por tropas do Exército e todas as operações militares que esta-vam sendo feitas pelo país afora. Já quase amanhecendo o dia, chegaram no casarão aonde estávamos duas lideranças da Ligas Camponesas do Cabo pedindo asilo ao Padre Melo, pois estavam

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sendo procuradas pelo Exército. Essas duas pessoas passaram a conviver conosco sob as medidas de segurança que tivemos de estabelecer para que elas fossem realmente protegidas até que a poeira dos dias iniciais do golpe fosse baixando e permitisse a transferência delas para outros esconderijos mais seguros.

Passados os três anos iniciais do golpe, enfim cheguei à tão sonhada universidade, em 1967. Morando no Cabo de Santo Agostinho, tinha de acordar, das segundas às sextas feiras, às 4h30 para alcançar o primeiro ônibus que fazia a linha inte-rurbana entre as duas cidades, pois eu tinha que trabalhar na Delegacia Regional do Trabalho pelas manhãs. Uma vez cum-prida a jornada de trabalho no Cais de Santa Rita, onde estava situada a DRT, saía às pressas para almoçar no restaurante uni-versitário, na Fafipinha — antiga sede da Faculdade de Filosofia de Pernambuco, na Soledade. Daí, seguia no ônibus da própria universidade para a Cidade Universitária, onde permanecia em aulas até o final da tarde.

Na Faculdade de Filosofia, apesar da sensação agradável de haver conquistado um grande tento em relação à perspectiva anterior de não poder chegar à universidade, sentia-me pro-fundamente estranho diante daquela mobilização estudantil como nunca tinha visto antes. Desde o momento da matrícula, já encontrávamos veteranos e experientes militantes estudan-tis que buscavam angariar a simpatia da calourada. Lembro-me que me tornei amigo de uma menina do curso de História que, anos mais tarde, viria a ser presa acusada de participar de um assalto a um Banco nos arredores de Recife. Os convites para reuniões de diretórios acadêmicos dificilmente podia atender, devido aos compromissos de trabalho que tinha de realizar de-pois da faculdade no Colégio Comunitário do Cabo de Santo Agostinho, onde estudei.

Contudo, mesmo não sendo um ativista estudantil junto com os demais colegas da universidade, estive envolvido em vários

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